Elisa Molina | Giannuzzi o la discrepancia


       
“El infinito, recuerdo, era asunto y promesa de mi mente pero ahora, su causa y la mía no coinciden…”
       
      
El naufragio en la poesía de Joaquín Giannuzzi aparece, a partir de Señales de una causa personal (1977), como una escena que se desarrolla ante la mirada del poeta. En ocasiones es mentado de manera directa: 
      
                       “El mundo puede concluir también
                       en el sutil desvanecimiento de un aleteo
                       sobre la superficie musical de agua.
                       Y hasta sería posible
                       un decorado frío y sintético
                       que acentúe la retórica del naufragio…”1
       
Es precisamente esta “retórica” la que me interesa indagar, pues constituye una modulación peculiar de una metáfora con historia2. De la vida como navegación, de todos sus posibles desarrollos, se nos ubica en ese instante en que se cumple el drama  de la precipitación de lo que existe en una “noche oscura”, sin redención posible. 

En efecto, la poesía de Giannuzzi se construye en torno a una experiencia de carácter visual, en la cual el poeta es testigo. Lo visual impone aquí una distancia en relación con el panorama de “la historia” que se muestra en casos particulares. La distancia es la requerida para el ejercicio de una reflexión, para la manifestación de un juicio, y lo que resulta examinado es la escena que aparece a través de diversas vidrieras: la del departamento, la del café, la del tren, la del espejo. “(…) los hechos fueron considerados a través del vidrio de la ventana…”, dice en “Historia personal3”, no sin un dejo de ironía, pues la representación que hace de sí en este libro es la de alguien que se ha retraído frente a ese mundo (“Ahora he abierto la ventana pero uso anteojos”). 

No obstante esta parcial autocrítica y el cambio de posición que se advierte en relación con sus primeras obras en las que el poeta se representa a sí mismo en la calle, la opción de Giannuzzi es por el registro de lo que sucede en este mundo, o al menos en una parte de él: el tráfago de la vida cotidiana de nuestras ciudades. “Este mundo, muchachos, ¿no lo oyen? / reclama otra especie de poesía / (…) El mundo / reclama dura claridad conjunta…”4 expresaba  tempranamente, manifestando esa intención de búsqueda de un lenguaje poético que pudiera albergar la contingencia vívida de alguien situado activamente en su tiempo y en este país de América.

A partir de Señales de una causa personal y a lo largo de su obra posterior, Giannuzzi, que ha reparado en el carácter dramático de la realidad, que la ha figurado en términos teatrales, construye una escena paradigmática que lo incluye como espectador de desastres inconmensurables que ocurren tras el límite físico que imponen las ventanas. Pero, ¿cómo es el cristal a través del cual se mira? El adjetivo “personal” que califica la “causa” indica que la poesía dará testimonio. La nunca absoluta, pero presente confianza en la acción y en la acción colectiva propia de varios de sus primeros poemas5, se redefine ahora como acción testimonial. La palabra da cuenta de la realidad, pero desde una perspectiva que pone de manifiesto la escisión entre este individuo que mira y lo que resulta observado. El mundo se ha vuelto extraño y la materia poética se organizará a partir de aquí en torno a los opuestos ejes de adentro-afuera y, coherentemente con una posición inicialmente asumida, que Giannuzzi sólo paulatinamente abandona, con lo privado y lo público, en donde el reiterado adjetivo “impolítico” tiene un peso sustancial a la hora de evaluar un cambio de actitud. 

La calle se transforma en contexto ineludible: su ritmo enloquecido, el sordo anonimato de quienes se accidentan, de quienes matan o se suicidan, de quienes atraviesan la vida sin ser notados más que por la brusca evidencia final de una muerte violenta que el río de la historia vuelve intrascendente, contrastan con ese sujeto que observa, y constituyen tanto temas concretos de la poesía como también el marco de referencia de una reflexión que evalúa la propia existencia. En efecto, frente a ese fondo, ¿qué importancia tienen los temores o las expectativas personales, en síntesis, la propia vida? He allí los hechos como evidencia, los hechos de los hombres, el mundo creado, la cultura resultante, enfocados frontalmente, en una imagen directa, con un lenguaje directo, casi brutal en su materialidad, en su manera de delinear con precisión los contornos de las cosas, tal como si formaran parte de una naturaleza muerta. La evidencia de su carácter luctuoso inmoviliza a ese sujeto que aparece representado como “yo” en la poesía de Giannuzzi. De allí que la contemplación de lo particular se convierte en la visión residual de un metafórico “naufragio” general. 
      
El mundo como Disjecta membra

“…La finalidad de la comedia, lo mismo en un principio que ahora, fue y es, como si dijéramos, poner un espejo ante la naturaleza; mostrar a la virtud su propio carácter, al escarnio su propia imagen y a la época y al cuerpo del tiempo su forma y consistencia…”
                         Hamlet: Acto II, esc.

El naufragio se asocia al fracaso de un viaje, de una empresa, de las expectativas puestas en uno y otra, y la imagen que suscita de manera más inmediata es la del hundimiento. Pero también, entre sus connotaciones encontramos la de la dispersión,  que constituye uno de los modos recurrentes en que se despliega en esta poesía. No es que la nave se hunde solamente, sino que también se despedaza y sus restos quedan a la deriva. El topos, “disjecta membra dispersa” del aislado fragmento de Empédocles (fr. 139 (58)), aparece aludido en varios poemas de Señales de una causa personal. Por ejemplo, en los versos de “La dispersión” en los que el poeta [,] imaginando la muerte [,] dice: “Cada cosa se ausentará de la otra, / los objetos de quienes soy el centro dejarán de amarse. / Yo mismo, agonía volcada, volumen apretado al planeta / me veré arrojado por la ventana, / pedazo a pedazo, a trozos que se odian / hacia la fría unidad de la noche”. 

La intensidad del poema se concentra en los últimos dos versos, tanto por el dinamismo que adquiere toda la escena como por la ciega violencia implícita en la imagen de esos pedazos a los que ha quedado reducida la vida: el sinsentido, la final desarmonía dominante, la condena a vagar separados en un medio hostil (arrojado a trozos que se odian). 

También resuena la intuición de Empédocles en la asimilación del odio a la discordia entre las cosas, entre la realidad y los hombres, y al amor como articulador, como lo que dota a las partes inconexas de un sentido, figurado como unidad. El topos se aplica tanto a lo que el poeta ve de la realidad, a la descripción de “la época”, como a la experiencia de la propia vida. De este modo, en “Accidente aéreo” leemos que la tragedia pudo haberse producido “por falta de amor en una incierta sección del mecanismo”. Aquí, al igual que en el anterior poema, el verso que citamos proporciona el remate de la composición, constituye el elemento divergente en relación con la lógica y con el lenguaje poético empleado, pues la noticia que nos proporciona el poeta comienza ciñéndose a datos verosímiles, expresados en un lenguaje llano, completamente denotativo: “Leímos que el accidente aéreo se produjo/ a causa de una falla en el radar…”. El último verso genera, entonces, el efecto de una suspensión y de una apertura, por su contraste connotativo. 

Inversamente, en “Viajando por la patria” se nos ubica en el amanecer de un día de viaje en tren. El poeta observa a los pasajeros dormidos (“El aire es dulzón sobre padres e hijos dormidos”) y a pesar de su cansancio (“El cansancio y el insomnio han instalado / una fatiga ácida en mi cerebro”), “cree” en lo que ve: “cómo la gente, las cosas salen de la oscuridad / limpias de culpa y pesadilla”. ¿Qué permite tal creencia? La respuesta está, nuevamente, al final del poema: “Yo trazo algunos signos distraídos en el polvo de la ventana / como si quisiera inventarme un lenguaje personal. / Pero todos aquí viajamos por amor, / por verdades que justifican la marcha y el día que comienza”. Ese principio de dispersión que señalan indirectamente los versos referidos a la invención de un lenguaje personal, se anula inmediatamente. El poeta engarza los últimos dos versos con una conjunción adversativa, “Pero”: “todos aquí viajamos por amor…”  Este poema es expresión de la experiencia de una momentánea tregua de paz con la realidad, es una afirmación de ese momento en que intuye que la vida tiene una razón de ser, incluso a pesar del yo y su corrosiva “fatiga ácida”. 

En la poesía de Giannuzzi este tono y actitud no son frecuentes. Tal vez se destaquen precisamente por el contexto en que se insertan, en el que prevalece no la paz sino la guerra. Basta mirar por la ventana y escuchar: “…furiosa esquina / átomos enloquecidos / ríos de motores. / He aquí el mundo / componiendo una música tan excesivamente humana…” (“Abriendo las ventanas”). “Frecuencia de tiroteos / en las inmediaciones de nuestro cuerpo. / Las noches llegan como amenazas secretas. / Explosiones, aullidos de ambulancias y neumáticos,  pasos que se precipitan (…) // Timbales y música a volumen crítico…” (“Apuntes de época”).Toda una gama de ruidos exasperantes subrayan la discordia: de los ruidos humanos (aullidos, golpes, gritos, alaridos), hasta los de la materia y de las cosas creadas por el hombre que parecen haber cobrado una aterradora y ciega autonomía (motores, ruidos de frenada brusca, bocinas, teléfonos). Pero además, en este universo ruidoso, el sonido está separado de su sentido. Leemos en “Sin señales”: “Quinientas habitaciones tiene este edificio. / No sé quién vive del otro lado de la pared. / Aplico a veces el oído, como un médico / en el pecho del enfermo. / Hay un rumor de océano remoto, / extraños y oscuros mensajes vicerales / que no alcanzo a descifrar. En alguna parte / del bloque de cemento gorgotea el agua / como en un intestino activo. Discontinua / confusión de voces que se apagan, se alejan y regresan / en un grito cortado. Cautivos que se ignoran, / atados a una vida que fermenta en terribles / emociones aisladas. Alguien golpea / una pared infinita, pero su código es privado. / No hay señales entre nosotros.”

Esta radical clausura es otra manifestación de lo separado que entonces domina las partes de un todo cuyo desmembramiento se cumple en diferentes dimensiones y cuya frágil permanencia acaso no obedezca más que a “las cosas que se declaran conformes y continúan”, a una especie de inconsciente costumbre. 

El yo de estos poemas ha descubierto el “fraude”, la trampa humana que permite, si no vivir, al menos sobrevivir con el engaño. En un estilo que privilegia como estrategia la descripción, la subjetividad se expresa indirectamente a través de la cosa, de la realidad representada; y los modos que emplea Giannuzzi en su lenguaje son rudos: no la queja sino la polémica, a través de la cual comunica su discrepancia. El poeta se propone dar “señales” de este mundo y al hacerlo, cumple parte de aquel viejo cometido asignado al arte: “mostrar a la virtud su propio carácter, al escarnio su propia imagen y a la época y al cuerpo del tiempo su forma y consistencia…”. Como el personaje que esto declara en la obra de Shakespeare, cierto imperativo moral recorre la totalidad de la producción de Giannuzzi. Imperativo que se convierte, como en aquél, en un dilema más profundamente ético desde que el testigo también se autoexamina, con  la misma inmisericorde lucidez. Aquella expectativa de su poética temprana que se expresa en “el mundo reclama / dura claridad conjunta”, señalando como indudable camino de la poesía el de corregirlo, se transforma en “El cantor no está conforme, pero ha elegido vivir (…) tampoco acierta a conciliar / las razones de su instrumento con las suyas…” (“Guitarra de nuestro tiempo”). Más adelante confesará, despojándose de toda mediación, a través de la primera persona: “…Ahora que estoy separado / en las colinas que me circundan / hay una opción de eternidad inexplicable / para esta conciencia ruinosa. Pero su llamado / no alcanza a lo que huyó: mi costado soñador, / la porción cantante de mi cabeza, / la poesía experimental, la esperanza de un nuevo estilo, / una justicia en la realidad y en el pecho. Ahora / hasta la llovizna en el valle es una especie / de negación y de conocimiento mortal.”
      
La discrepancia de Giannuzzi implica haber descubierto ya no un mero desajuste entre las partes, una de las cuales podría ser él y otra la realidad, sino una fractura, una extrema confusión, cuyo diagnóstico tiende a orientarse al comienzo de su producción hacia la identificación de las causas del mal: las condiciones sociales y políticas producidas por los hombres, una especie de locura inmanejable, pero forjada. Humana, entonces, y quizás, por humana, modificable. Sin embargo, ese primer diagnóstico no agota el caso y se torna paulatinamente más sombrío: la materialidad de un mundo cuyas leyes parecen por completo independientes de las expectativas de sus criaturas se vuelve cada vez más obsesiva: en el hueso de la gaviota que se disuelve “en manos de los elementos”, advierte que “no hay injusticia en la proporción / sino confianza y un pulido equilibrio / entre el agua, el viento y la temperatura solar. / Y allí, de pie, el poder humano, / buscando en el cielo un agujero…”  (“El hueso de la gaviota”). El tema de este impasible triunfo de la muerte que asoma en Señales de una causa personal, será el protagonista de sus poesías de madurez.
      
      
                                      Poeta de oscuro oído
      
                                      “…Puede significar algo
                                                             una vida librada al puro accidente?
                                       Pienso en la oscura poesía de la  caída   
                                                                             /sin ley…”
                                         (“El insecto”)
      

A partir de Principio de incertidumbre (1980), la poesía de Giannuzzi parece reorientar su eje: si antes la preocupación parecía centrada en la realidad, ahora se inclina más hacia la propia subjetividad, tal como el título lo sugiere extrapolando una expresión de la física a la actitud de vacilación en relación con lo que su propia experiencia de la realidad permite afirmar. Quizás sería más correcto conjeturar que el poeta se despoja de un artificio de ocultamiento, se hace más visible, o bien que descubre otra manera en que la propia subjetividad encuentra su tono en la poesía: la ciudad y su anonimato resultan desplazados y es otro el correlato propicio para la nueva dirección: a veces la naturaleza, a veces escenas de la vida familiar, a veces la música que escucha. Ya no comparecen en sus versos las multitudes, sino individuos y, sobre todo, individuos que mueren. Su realismo alcanza la penetración de los rayos X al plantear el tema de la muerte. El poeta instala una tensión nueva que produce efectos dramáticos: por un lado, la vida indiferente e inocente, observada hasta en sus ínfimas expresiones, en moscas y otros insectos y, por otro lado, la conciencia que percibe, por detrás del dinamismo y el equilibrio de las formas, su irreparable disolución.

La ligereza, la energía, la vivacidad están representadas en la gimnasta (“Frente a mi pesada osamenta intelectual / aplastada al planeta como un muerto bien educado, / la pequeña atleta brinca, puliendo / en cada giro espacial / su chispa de materia afinada…”6), el atleta (“…un péndulo tendido / en un campo elástico y aéreo…”7) , la carrera de un galgo (“…Un foco de energía estallando hacia la gracia / de un orden sano bajo el sol…”8), equilibrios de vuelo de diferentes pájaros presentados como alternativa a la quietud malsana del observador. Para éste es inevitable ver cómo la vida se proyecta hacia un cierto cenit azul para proseguir en la indefectible parábola descendente. El equilibrio se resuelve en la ilusión de libertad que permite el mundo. Ilusorio en tanto condenado a desaparecer, a perderse.

Si en Señales de una causa personal prevalecían las imágenes auditivas, ahora en cambio, un mundo silencioso se concentra en formas con volúmenes precisos: relieves y movimientos de cuerpos aéreos contrastan con la gravedad del planeta, con su “ley invencible”. El poeta reserva para sí la condición de extranjero, de personaje emplazado fuera del círculo en donde la vida se desenvuelve, y desde esa inmovilidad asiste al curso de las cosas: “aplastado al planeta (…) Equivocado y discontinuo, una distorsión oscura…”. 

Pero, como vemos en estos mismos versos, no queda del todo claro que la desalentadora conclusión sobre la existencia no se deba a una distorsión que introduce el propio observador; los poemas admiten esta posibilidad. Por momentos, Giannuzzi abandona la dominante posición inmóvil -cuya mirada cosificadora se vierte en términos de una mecánica poética-, se integra al cuadro y repara en sí mismo. Son reveladoras las imágenes de sí que nos presenta. Veamos, por ejemplo, Unidad lluviosa:
      
                     Entre dos filas de álamos
                     la lluvia sobre la carretera gris
                     es una desolación personal en este valle
                     y la ley invencible que la aplasta
                     hacia los cerros boscosos
                     define mi secreta unidad con el paisaje.
                     El espacio lluvioso reúne lo distinto,
                     se adhiere a mí
                     y prueba la consistencia de su verde mojado
                     en mi ambulante presencia terrestre.
                     Ahora silva un zorzal entre las hojas:
                     confirma que la vida es una complicidad
                     que también incluye la devastación
                     y porque estoy de pie
                     canta para integrar a todo lo que respira
                     este jadeo disociador al borde de la carretera.
      
El jadeo ritma el oscuro sentido que el poeta percibe. Su inclusión en la poesía es muy eficaz para poner en evidencia cuán fuerte es la impronta del sujeto que percibe en lo que percibe, como si el tropiezo reiterado de la respiración -condición física elemental e involuntaria- proporcionase una clave falaz de interpretación del mundo. El principio de incertidumbre hace referencia tanto al carácter de las cosas, sustraído a toda expectativa humana de orden, cuanto a la sospecha de que este mismo juicio – el más escéptico – sea también falible, porque el poeta no concede crédito definitivo a los registros de la razón separada de la azarosa singularidad individual. Poco sobrevive a la exasperada actitud de una palabra poética así orientada a la crítica del conocimiento, como se advierte en el siguiente poema:
       
                     Este momento
                     
                     Este momento entre las hojas del jardín
                     con amigos y acordes musicales
                     tiende hacia una perfección desesperada.
                     El resto es un tumor universal.
                     ¿Quién sobrevivirá
                     a la verdad que estalla del otro lado de la pared,
                     su confusión de disoluciones y disparos?
                     Nuestra relación con las hojas
                     se vuelve inconsistente; el verde susurrante
                     un drama extraño, un lenguaje remoto.
                     Entre nosotros se instala la amenaza
                     de una descomposición musical: el viento
                     que se enfría en torno a nuestras cabezas
                     inclinadas sobre guitarras inútiles. 
      
No obstante, algo sobreviene como una gracia inexplicable: la “certidumbre inmortal”. Así, con estas palabras celebra la música de Mozart. También como un milagro “unas líneas de oboe sopladas por Haendel / vacían el espacio humoso / donde ardía una culpa tejida por mi mano”. O el arte delicado enraizado en la vida de un pintor chino, poema éste de los más bellos de cuantos haya dedicado a otros artistas:
      
                     Dibujo chino
                     
                     La línea compone un universo propio y esquemático
                     aplastado a la seda.
                     No hay lejanías en el plano sino
                     presencias niveladas. Aquí
                     un pájaro de curvada cola
                     envuelto en ramas de cerezo
                     con flores recién brotadas
                     pues cada fragmento del campo visual
                     se pintaba a medida que nacía.
                     El tejido simplificado
                     de la total aceptación del mundo confirma
                     la inscripción vertical en el espacio izquierdo,
                     donde se declara que la mano del pincel
                     obró por obra y complacencia de King Nong
                     cuando tenía ochenta años
                     y adoraba los hongos.  
                     
      
Poemas como éstos, antes que sugerir una retirada complaciente, cumplen con esa demanda de verdad que exige la realidad de la propia experiencia, tanto como el inútil hecho de escribir poesía en el contexto de un mundo que, según el diagnóstico realizado, marcha hacia la irremediable destrucción. 

¿Qué deja Giannuzzi a esa lenta destilación que es la palabra poética? Yo diría que aporta un timbre inusualmente grave, un estilo figurativo que materializa el drama, lo ve en el cuerpo de la época –palabra cara al escritor – y logra conferirle, desde una distancia magistralmente irónica, forma clara y rotunda. 
         

Notas


1.-  “La muerte del cisne” en Señales de una muerte personal. Todas las citas de la poesía de Joaquín O. Giannuzzi provienen de Obra poética Emecé editores, Buenos Aires, 2000.
2.-  De la metáfora de la vida como navegación, de sus posibles desarrollos: leo que la navegación ha sido considerada por los clásicos (Virgilio: Égloga IV u, Horacio: Oda I-3, vv. 23-24) una transgresión de los límites naturales impuestos al hombre. Según Hans Blumenberg (Cfr. especialmente su libro Naufragio con espectador. Paradigma de una metáfora de la existencia, Visor, Madrid, 1995), la metáfora de la vida como navegación constituye un modelo abierto a múltiples actualizaciones, a las variadas formas en que los seres humanos imaginan sus relaciones con el mundo, y una actualización frecuente es la del espectador que desde la tierra firme observa la calamidad de quienes están naufragando. Su fuente: Lucrecio, el proemio al libro II (“Elogio de la filosofía”) de De rerum natura. En el renacimiento, Montaigne asocia el espectador a la distancia con respecto al poder (libro III, cap. 1: “de lo útil y de lo honesto”): uno sobrevive gracias a la capacidad para la distancia, gracias quizás a una cualidad considerada inútil, la “habilidad de ser espectador”. Notablemente, en Quevedo, el mar, navegar, naufragar son tópicos recurrentes en su poesía moral. 
3.-  En Señales de una causa personal, op. cit. p. 163.
4.-  “Este mundo, muchachos…” en Contemporáneo del mundo (1962), op. cit. p. 60.
5.-  Si bien no quisiera ingresar en la consideración de los primeros diez años de la producción de Giannuzzi, es importante al menos consignar la presencia en ella de la tensión entre una poesía que buscaba definir la dirección y la posibilidad de una acción política, concebida con alcance americanista, y una actitud reflexiva, a veces incluso contemplativa, referida al sentido de la realidad. Giannuzzi emplea a menudo la palabra “perplejidad” en relación con esta última. El sustantivo guarda un carácter afirmativo: la realidad causa perplejidad, no horrible sorpresa. Frente a tal estado, el poeta asume una actitud de activa interrogación y espera. Cfr. por ejemplo, “Lluvia en Ledesma”, “Una llama es América”.
6.-  “Juegos olímpicos” en Principio de incertidumbre, op. cit., p 283.
7.-  “Atleta en la barra”. en Op. cit., p. 253.
8.-  “El galgo”, en  Op. cit., p. 272.




ELISA MOLINA, Córdoba, 1961. Licenciada y Profesora en Letras Modernas (UNC); Magister en Literaturas y Culturas Comparadas (UNC). Se desempeña en tareas de docencia y escritura. Ha publicado dos libros de poesía: Escrito en el Agua (2003) y En la lengua de tu padre (2012). En prensa se encuentra su tercer libro Aunque en la noche la luna. Ha traducido Homage to Sextus Propertius y H. S. Mawberly de Ezra Pound en colaboración con María Calviño, con quien también co-editó las plaquetas La poesía traducida (seis números, Córdoba, 1985/86). También ha traducido del inglés poemas de Wallace Stevens, Carol Anne Duffy, Don Paterson y Kathleen Jamie.  Asimismo es autora de estudios críticos y reseñas sobre la obra poética de poetas argentinos (Rodolfo Godino, Ricardo Molinari, César Cantoni, Santiago Kovadloff, Eduardo D´Ã€nna, Juan Carlos Moisés, Diego Muzzio, Jorge Luis Borges, Alejandra Pizarnik, Alberto Girri, Alejandro Nicotra, Circe Maia, Roberto Malatesta, etc. Sus trabajos han aparecido en diversas revistas del país y del extranjero. Entre ellas, cabe señalar Revista Fénix - poesía y crítica, Hablar de Poesía, Variaciones Borges y  Señales de la nueva poesía argentina (Libros del pexe, Gijón, 2004).  Desde el 2015 edita un blog de poesía, traducción y comentarios, “Segunda Voz” (http://segunda-voz.blogspot.com.ar).