Ascasubi, en vida, fue el Béranger del RÃo de la Plata; en muerte, un precursor humoso de Hernández. Ambas definiciones, como se ve, lo traducen en mero borrador -erróneo ya en el tiempo, ya en el espacio- de otro destino humano. La primera, la contemporánea, no le hizo mal: quienes la apadrinaban, no carecÃan de una directa noción de quién era Ascasubi, y de una suficiente noticia de quién era el francés; ahora, los dos conocimientos ralean. La honesta gloria de Béranger ha declinado, aunque dispone todavÃa de tres columnas en la Encyclopaedia britannica, firmadas por nadie menos que Stevenson; y la de Ascasubi... La segunda, la de premonición o aviso del MartÃn Fierro, es una insensatez: es accidental el parecido entre las dos obras y es nulo entre las intenciones que las gobiernan. El motivo de esa atribución errónea es curioso. Agotada la edición prÃncipe de Ascasubi de 1872 y rarÃsima en librerÃa la de 1900, la empresa La cultura argentina determinó facilitar al público alguna de sus obras. Razones de largura y de seriedad eligieron el Santos Vega, impenetrable sucesión de trece mil versos, de siempre acometida y siempre postergada lectura. La gente, fastidiada, ahuyentada, tuvo que recurrir a ese respetuoso sinónimo de la incapacidad meritoria: el concepto de precursor. Pensarlo precursor de su declarado discÃpulo, Estanislao del Campo, era demasiado evidente; resolvieron emparentarlo con José Hernández. El proyecto adolecÃa de esta molestia, que razonaremos después: la superioridad del precursor sobre el precorrido, en esas pocas páginas ocasionales -las descripciones del amanecer, del malón- cuyo tema es igual. Nadie se demoró en esa paradoja, nadie pasó de esta comprobación evidente: la general inferioridad de Ascasubi (Escribo con justicia y con penitencia: uno de los distraÃdos fui yo, en cierta consideración inútil sobre Ascasubi, que está en Inquisiciones). Una liviana meditación, sin embargo, habrÃa demostrado que, postulados bien los propósitos de los dos escritores, una frecuente superioridad parcial de Aniceto era de prever. ¿Qué fin se proponÃa Hernández? Uno limitadÃsimo: la relación del destino de MartÃn Fierro, en su propia boca. La fornida pelea con el negro, pongo por caso, no corresponde ni a la sensación de pelear ni a las inquietas lucideces y fallas que rinde la memoria de un hecho, sino a la narración estoica del peleador. No intuimos la pelea, sino al paisano MartÃn Fierro contándola. Igual afirmo de lo demás de la historia, siempre en función del héroe. De ahà que una deliberada subordinación del color local sea tÃpica de Hernández. No especifica dÃa y noche el pelo de los caballos: afectación que en nuestra literatura de ganaderos tiene correlación con la británica de especificar los aparejos, los derroteros y las maniobras, en su literatura del mar-pampa de los ingleses. No silencia la realidad, pero sólo se refiere a ella en función del carácter del héroe (Lo mismo, con el ambiente marinero, hace Joseph Conrad). AsÃ, los muchos bailes que necesariamente aparecen en su relato (La ida, canto tercero, canto séptimo, canto onceno) no son nunca descritos. Ascasubi, en cambio, se propone la intuición directa del baile, del juego discontinuo de los cuerpos que se están entendiendo (Paulino Lucero, página 204):
Sacó luego a su aparcera
la Juana Rosa a bailar
y entraron a menudiar
media caña y caña entera.
¡Ah china! si la cadera
del cuerpo se le cortaba,
pues tanto lo mezquinaba
en cada dengue que hacÃa,
que medio se le perdÃa
cuando Lucero le entraba.
Y esta otra décima vistosa, como tapia rosada (Aniceto el Gallo, página 176):
Velay Pilar, la Porteña
linda de nuestra campaña,
bailando la media caña:
vean si se desempeña
y el garbo con que desdeña
los entros de ese gauchito,
que sin soltar el ponchito
con la mano en la cintura
le dice en esa postura:
¡mi alma! yo soy compadrito.
Es iluminativo también cotejar la noticia de los malones que hay en el MartÃn Fierro, con la inmediata presentación de Ascasubi. Hernández (La vuelta, canto cuarto) quiere destacar el horror juicioso de Fierro ante la desatinada depredación; Ascasubi (Santos Vega, XIII), las leguas de indios que se vienen encima:
Pero al invadir la Indiada
se siente, porque a la fija
del campo la sabandija
juye adelante asustada
y envueltos en la manguiada
vienen perros cimarrones,
zorros, avestruces, liones,
gamas, liebres y venaos
y cruzan atribulaos
por entre las poblaciones.
Entonces los ovejeros
coliando bravos torean
y también revolotean
gritando los teruteros;
pero, eso sÃ, los primeros
que anuncian la novedá
con toda seguridá
cuando los indios avanzan
son los chajases que lanzan
volando: ¡chajá! ¡chajá!
Y atrás de esas madrigueras
que los salvajes espantan,
campo ajuera se levantan
como nubes, polvaderas
preñadas todas enteras
de pampas desmelenaos
que al trote largo apuraos,
sobre los potros tendidos,
cargan pegando alaridos
y en media luna formaos.
Lo escénico otra vez, otra vez la fruición de contemplar. En esa inclinación está para mà la singularidad de Ascasubi, no en las virtudes de su ira unitaria, enfatizada por Oyuela y por Rojas. Éste (Obras, tomo noveno, página 671) imagina la desazón que sus payadas bárbaras debieron producir en don Juan Manuel y recuerda el asesinato, dentro de la plaza sitiada de Montevideo, de Florencio Varela. El caso es incomparable: Varela, fundador y redactor de El comercio del Plata, era persona internacionalmente visible; Ascasubi, payador incesante, se reducÃa a improvisar los versos caseros del lento y vivo truco del sitio. No hay que olvidar que las dificultades del sitiador no eran de orden táctico solamente, y que el más resuelto y secreto defensor de Montevideo fue el mismo Rosas, muy suspicaz de un crecimiento peligroso de Oribe, muy demorador de sus actos.
Ascasubi, en la bélica Montevideo, cantó un odio feliz. El facit indignatio versum de Juvenal no nos dice la razón de su estilo: tajeador a más no poder, pero tan desaforado y cómodo en las injurias que parece una diversión o una fiesta, un gusto de vistear. Eso deja entrever una suficiente décima de 1849 (Paulino Lucero, página 336):
Señor patrón, allá va
esa carta ¡de mi flor!
con la que al Restaurador
le retruco desde acá.
Si usté la lé, encontrará
a lo último del papel
cosas de que nuestro aquél
allá también se reirá:
porque a decir la verdá
es gaucho don Juan Manuel.
Pero contra ese mismo Rosas, tan gaucho, moviliza bailes que parecen evolucionar como ejércitos. Vuelva a serpear y a resonar esta primera vuelta de su media caña del campo para los libres (Paulino Lucero, página 117):
Al potro que en diez años
naides lo ensilló,
don Frutos en Cagancha
se le acomodó,
y en el repaso
le ha pegado un rigor
superiorazo.
Querelos mi vida -a los Orientales
que son domadores- sin dificultades.
¡Que viva Rivera! ¡Que viva Lavalle!
Tenémelo a Rosas... que no se desmaye.
Media caña,
a campaña.
Caña entera,
como quiera.
Vamos a Entre RÃos, que allá está Badana,
a ver si bailamos esta Media Caña,
que allá está Lavalle tocando el violÃn
y don Frutos quiere seguirla hasta el fin.
Los de Cagancha
se la afirman al diablo
en cualquier cancha.
Copio, también, esta peleadora felicidad (Paulino Lucero, página 58):
Vaya un cielito rabioso,
cosa linda en ciertos casos
en que anda el hombre ganoso
de divertirse a balazos.
(La edición de mil novecientos prefiere un hombre, y temo que la primera también; pero mi voz, pero mi sangre, pero mi apellido, juran que es una errata y que la lección genuina es el hombre. No quiero terciar en la discusión, pero es notorio que el coronel Ascasubi era persona de lo más servicial, y que se hubiera comedido de entrada a realizar el cambio.) Valor florido, gusto de los colores lÃmpidos y de los objetos precisos, pueden definir a Ascasubi. AsÃ, en el principio del Santos Vega:
El cual iba pelo a pelo
en un potrillo bragao,
flete lindo como un dao
que apenas pisaba el suelo
de livianito y delgao.
Y esta mención de una figura (Aniceto el Gallo, página 147):
Velay la estampa del Gallo
que sostiene la bandera
de la Patria verdadera
del Veinticinco de Mayo.
Ascasubi, en La refalosa, presenta el pánico normal de los hombres en trance de degüello; pero razones evidentes de fecha no le dejaron cometer el anacronismo de practicar la única invención literaria de la guerra de mil novecientos catorce: el respetuoso tratamiento del miedo. Esa invención -preludiada paradójicamente por Rudyard Kipling (The seven seas, páginas 214, 179), tratada luego con delicadeza por Sheriff y con buena insistencia periodÃstica por el concurrido Remarque- les quedaba todavÃa muy a trasmano a los unitarios de mil ochocientos cincuenta, para quienes el miedo no era patético, sino un percance con probabilidades de absurdo. No hay cosa indigna que no haya sido traducida en risible: ejemplos, el dolor, el hambre, la estafa, la humillación, los vómitos, en la novela picaresca -error casi tan lúgubre como el de desplegar esas miserias para patetizar. Ascasubi peleó en Ituzaingó, defendió las trincheras de Montevideo, peleó en Cepeda, y dejó en versos resplandecientes sus dÃas. No hay el arrastre de destino en sus lÃneas que hay en el MartÃn Fierro; hay esa despreocupada, dura inocencia de los hombres de acción, de los huéspedes continuos de la aventura y nunca del asombro. Hay alegrÃa en ellos y burla, pero jamás nostalgia; de ahà su desacuerdo feliz con las efusiones germánicas (pasadas por museo de Luján) de su continuador sedicente, Héctor Pedro Blomberg. Hay su buena zafadurÃa, porque su destino era la guitarra insolente del compadrito y los fogones de la tropa. Hay asimismo (virtud correlativa de ese vicio y también popular) la felicidad prosódica: el verso baladà que por la sola entonación ya está bien.
Yo sé que el mozo cordobés Hilario Ascasubi pasó mil dÃas de navegación sobre el mar, en un barco velero con nombre de colores, La rosa argentina, y sé también que fue encarcelado por Rosas y que se dejó caer -quince metros- desde la altura del murallón a la zanja del cuartel del Retiro, y que ese claro sacudón cenital y esos años de agua lo hicieron firme y como traspasado de luz. Basta nombrarlo para estar en mitologÃa de esta esquina de América.
Publicado originalmente en SUR: revista trimestral. Buenos Aires, Año I, verano 1931, pp. 128-140