Eduardo Mallea | Sumersión




Aquella ciudad no ofrecĆ­a destinos blandos, aquella ciudad marcaba. Su gran sequedad era un aviso; su clima, su luz, su cielo azul mentĆ­an. Una riqueza fabulosa ocultaba el hierro rojo. Sin embargo era el paĆ­s del hierro rojo, animales y hombres lo soportaban en el campo y en la ciudad. Ɖsta tenĆ­a un aspecto amable y engaƱoso; engaƱaban sus calles rectas y limpias, tan hospitalarias que hasta su seno entraban, venidos de ultramar, las chimeneas y los mĆ”stiles para mezclarse con los Ć”rboles del paĆ­s, en sus plazas; engaƱaban las luces, al anochecer, de un gigantesco estuario que esperaba a los viajeros como un horizonte suntuoso, iluminado; engaƱaban sus hombres, engaƱaban sus mujeres -bellos ojos Ć”speros y malignos, carne dorada, mujeres de una rara especie animal y secreta. Pero estos Ćŗltimos engaƱaban sin conciencia como si la atmósfera les impusiera insidiosamente una conducta.

Sin embargo aquella ciudad y sus fuertes mujeres se parecĆ­an. Gravitaba sobre su corazón, sobre su seno, la misma ley instintiva y odiosa: ambas encontraban para el extraƱo un profundo rigor, una honda veta negra. ¡Cómo dejaban acercar al extraƱo sólo con mostrar el brillo de su piel saludable -acercar el beso, acercar las proas cargadas de racimos humanos- para mostrar despuĆ©s el hierro rojo y asentarlo con pasividad!

Contra esta pasividad ominosa clamaban sin suerte las carnes desolladas, esos racimos de gente con ojos de bestia dócil que se quedaban rezagados junto a los mÔrmoles de los Bancos, de los Grandes Almacenes, de las estatuas. Poseídos de una sed de inmediata conquista siete mil inmigrantes llegaban por semana. Todos tenían que atravesar por un barrio antes de llegar al seno de la ciudad. En esta región se habituaban, para no sufrirlos de golpe, a la edificación poderosa, al clima de la actividad poderosa. También en esta región comenzaba para los miserables el sometimiento a la ley de la tierra prometida. Muchos soportaban la marca roja con ojos dolientes y firmes, como en el interior del país los mansos ganados; muchos pagaban su derecho sangriento sobre el futuro; pero, en esta región vaga -tierra de nadie de la ciudad- otros, débiles, se retorcían, gritaban sordamente ante el olor de su carne señalada. Este acre y pobre olor humano no lo conocían los hombres y las mujeres de la ciudad, demasiado atentos a la pequeña ingeniería de su alma y a la inmensa ingeniería de su ciudad. De este sacrificio nadie tenía noticia, nadie sabía mÔs que sus héroes oscuros.

Los mƔs fuertes entraban despuƩs en la ciudad, pero los dƩbiles permanecƭan enquistados en ese barrio, gente que no entrarƭa nunca en el laberinto, pƔlidos menospreciados de Ariadna.

Taciturnos, habĆ­an construido sus defensas provisorias, improvisado los falsos goces de su fracaso, y asĆ­ estaba el barrio lleno de recursos contra la opresión invasora, de diminutos cinematógrafos, de hosterĆ­as con nombres cĆ”ndidos, de barracas con «novedades» y pasatiempos, de vastos bares que trascendĆ­an una mĆŗsica internacional. Y este barrio, a la luz de los reverberos y tugurios, tenĆ­a sus mujeres -circulantes mujeres de alma ingenua y dientes podridos que se maravillaban ante los llamativos colgajos de las tiendas-, seƱoritas capaces de reemplazar con grandes gestos los gestos de la amada, demasiado rojas, pintadas y fragantes, comparables a esos modelos que las casas de belleza movilizan como un Ćŗltimo recurso ante la ruina.

¡Felices los que de ese limbo oscuro subĆ­an a una nave de vuelta! Acodados en la borda, al anochecer, rostros de extrema blandura, ojos azules, veĆ­an desaparecer sin odio, mĆ”s acĆ” de la ciudad, lo Ćŗnico que conquistaron de ese populoso desierto, esa franja de tierra miserable, isla negra surcada de estrellas.



I

Avesquín, llegado al puente, se detuvo. El puerto abría su boca monstruosa, la noche viajaba, las bellas aguas nocturnas oscilaban brillando. Una queja de animal poderoso vibraba; trepidantes, usinas y sirenas rompían la garganta del estuario, conmovían los mÔstiles, los castillos esqueléticos, todo lo que vela, por la noche, el sueño de las naves. Avesquín contempló absorto ese abismo. Apretó las manos en el parapeto mientras lo invadía una alucinación angustiosa. Un lejano reflector resbalaba de pronto, escrutaba, descubría en la cubierta de los barcos, en medio del gran foco negro de maderas podridas, tripulantes dormidos; por un instante ponía en aquellas caras amarillas o negras el mismo relieve luminoso, después desaparecía, dejaba que la noche les diera una muerte lívida y transitoria. Los inmensos muelles rectangulares oprimían.

Lo iba llenando una alucinación angustiosa y al mismo tiempo una placidez, un bienestar, semejante a ese alivio que se siente al entregarse del todo, después de la crisis, a un lento dolor. Ese ruido portentoso comunicaba su espíritu, su profunda soledad, con el universo; sólo el poder de esta otra enorme soledad, trepidante, llevaba a su espíritu palabras activas, una voz. Era la voz del hierro, de las proas martilladas, de los silbatos guardianes, pero detrÔs de todo eso imaginaba hombres, grandes cansancios, tragedias respiradas con el carbón, gemidos, ojos huidos de la labor hacia ignotas regiones. Hombre errante, él estaba acosado, pero no sabría decir por qué, por qué mal en medio de un mundo nuevo y poderoso. En la urbe, ante la grandiosidad helada, la suntuosidad vertical de una sorda Babilonia, las mil diagonales de cemento blanco, extrañaba su tierra, el Café de los Intelectuales, el teatro Cómico, la señorita Iva, las iglesias barrocas del suburbio, los muelles de madera de su río nativo, descompuestos y hediondos. En medio del mutismo de la ciudad nueva, cuyas fiestas o penas no conocería nunca, extrañaba sus antiguas charlas con todo el mundo en los viejos parques europeos, sus discusiones con cada cliente a la luz de un chopp opulento, al atardecer, en los cafés cuyas paredes decoraba sin prisa, ocioso e ilusionado.

Ese mutismo brutal lo llenaba de asombro. Le traía, anochecido, a buscar la inmensidad abierta -donde aún las risas, los gritos, en los navíos cercanos, que no eran para él, veníanle ofrecidas por un eco servicial-, el rumor de la noche libre y el eco de una terrible laboriosidad recogida y naturalizada por el agua. Hasta medianoche la vida del puerto era intensa.

Con su camisa negra y su traje oscuro, pobre, Avesquín se confundía con la noche en aquel puente tenebroso, y sus manos, su rostro, aculotadas por una vida sedentaria, le parecían ahora demasiado blancos y débiles, con esa cicatriz que le cruzaba la sien; tenían para esa atmósfera la misma luz humilde y silenciosa de la luna. Sus ojos seguían sin fatigarse el cuadro turbio del puerto. Pero, pensó, no era, realmente, piel curtida lo que este mundo nuevo imponía con su clima a los hombres, sino una condición particular del gesto: un fondo de impavidez sobre el que la risa o el llanto ya no pueden tener nunca derecho de ciudad. Dio unos pasos en el puente, esforzÔndose por ver en el canal distante, a su izquierda, las maniobras de un pequeño remolcador cargado de frutas. Estaba demasiado lejos y permaneció un rato inclinado sobre el murallón; la luna le daba en la espalda. Su cuerpo era proporcionado y hermoso, con un viril acento en los hombros; al volverse absorto, cualquiera hubiera visto el poco carÔcter de sus facciones, sus rasgos blandos, sus labios pÔlidos encima de un mentón huyente. Sólo los ojos sometían esas facciones a una profundidad; eran lentos y justos, se desplomaban sobre las cosas; tenían ese tenso brillo, ese brillo doloroso que presta a la mirada de los viajeros el cierzo helado.

Todavía por un instante sorbió -él, que no hallaba en su soledad otro objetivo que su soledad- la inútil lección de esa gran masa negra y circundante. Toda la ingeniería del universo establecía allí su concurso; mientras la precisión de un pequeño sistema cósmico mantenía aislada su austera escuadra, los docks, abajo, se atenían a ese mismo espíritu, rectos, sólidos, concluidos. Un perfecto destino a cada rato recomenzaba y concluía en estas cosas inertes. De pronto un barco pasó lentamente, quebró ese ritmo dirigiéndose al canal, con un dibujo obsceno pintado en la chimenea gris.

Avesquín volvió la espalda al parapeto, abandonó sombrío aquel abismo. Sus pasos golpearon duramente la piedra y en este resonar seco se fue transformando el estrépito que pesaba sobre las aguas. Se detuvo; no sabía si volver, si sentir un rato mÔs en los oídos aquella orquestación inquietante o venir al mutismo y al pÔramo, a la ciudad. Pero vio las luces de la calle cercana, fragmentadas por grandes arcos, enturbiadas por los Ôrboles de una plazoleta, y se sintió atraído. Material y débilmente atraído; no tenía voluntad y caminaba a la deriva.

Fluctuaba, pensó, fluctuaba como un leƱo, en el foso circundante de la metrópoli, sin penetrarla, como un leƱo seco e inerte. No tenĆ­a comunión con nada. Se desayunaba todos los dĆ­as con un cafĆ© amargo, y sus pasos eran amargos a lo largo de las vidrieras brillantes, a lo largo de esas Ć”ridas calles cuyas emanaciones secas tragaba. Con sol, con agua, con un vigoroso contacto humano, ¿no se hubiera sentido revivir? Ah, en aquella ciudad el agua moraba en napas remotas, grandes moles de piedra hueca  interceptaban el sol, los hombres tenĆ­an entre sĆ­ contactos inconfesables. Estos hombres se ocultaban para vivir y uno los sorprendĆ­a, amantes crudos, huyendo de los hoteles amueblados con una mano en la cara, huyendo de los parques donde su breve presencia era tambiĆ©n subrepticia. Estos hombres olvidaban el destino de sus manos, las tornaban incapaces de asir, de acariciar a la ventura, naturalmente, como la carne desarrolla y satisface su hambre.

Al atravesar el puesto de los guardacostas uno de ellos lo detuvo, pero como contestara dócilmente lo dejaron pasar sin revisarlo. AvesquĆ­n evocó sus dos semanas en la capital. Dos semanas, dos semanas errando, levantĆ”ndose y acostĆ”ndose entre dĆ­as y noches espantosamente desolados y extensos; ¡quĆ© turbio transcurso por esos dĆ­as cuyo paso de ida era claro ante las ventanas del hotel y su vuelta, su declinación, cargada de humos! Y todo esto debido a una tonta ilusión, a sus aƱos, ya pasados los treinta por algunos mĆ”s. En su urbe europea -al lado de un rĆ­o espeso, oscuro, segĆŗn la leyenda atroz teƱido por sangres invasoras-, ¿quĆ© le quedaba, sin embargo, por hacer, desaparecida la mujer que le acompaƱaba, sombra demacrada y ansiosa, tierna sombra? Su vida habĆ­a dado un vuelco; ya no pintaba los muros ilusionado, absorbido u ocioso, y aquel paisaje del Acrópolis que era su obra maestra para decorar los bares de lujo, los hoteles reciĆ©n inaugurados en su pared mĆ”s visible, adolecĆ­a para los propietarios de un verdadero aire sombrĆ­o. SabĆ­a de memoria las charlas del CafĆ© de los Intelectuales y la seƱorita Iva le llevaba el cafĆ©, al amanecer, con un gesto cada dĆ­a mĆ”s absorto, pensando sin duda en los nuevos aspirantes a su pequeƱa mano y su mal genio. Una tarde entró en el comedor un marino rengo y piafante. Habló de su nave ya cargada de enormes bobinas de papel, habló de lo divino y de lo humano y, entre lo humano, entusiasta, de la meta de su viaje, esa ciudad lejana, ignorada, con sus mujeres estupendas, el bar mĆ”s grande del mundo, su parque, sus carreras de caballos. El paisaje del Acrópolis le gustó, reciĆ©n concluido en el comedor, para el salón de su barco; casi puede decirse que suscitó su emoción, viejo marino piafante. AvesquĆ­n aceptó, aceptó la invitación, viajar, emprender esta aventura, conocer el mundo por dentro, las bellas fiestas con que los hombres se obsequian en todas las latitudes, ahora que su juventud comenzaba velozmente a consumirse por la sien izquierda.

¡QuĆ© navegación, cambiando de camarotes hĆŗmedos, oyendo en la bodega las canciones de Logart, con su buena voz, sus gestos brutales, su alma despótica, fuente contaminada! Aquella voz que estremecĆ­a a medianoche en pleno ocĆ©ano, como la dulzura de los reptiles.

Desembarcó en la ciudad sin aprensión, alegremente, confiado y voraz como ante una granada de pulpa blanca. Los suburbios, la plaza, las instituciones, todo lo respiraba con el aire, aquella maƱana de otoƱo, los ojos lentos y dilatados, los labios hĆŗmedos. SentĆ­a una gratitud profunda hacia los hombres que pasaban sin fijarse en Ć©l, sin notar su condición, su Ć”spero aire extranjero; hacia su propia salud, generosa; hacia las mujeres bellas y veloces como el pez abisal. Con gesto nervioso, sorprendido, se detenĆ­a ante los escaparates, admiraba la copiosa floración de los castaƱos en octubre -cuando debĆ­a pasar por contraste en su tierra el frĆ­o primero y los puentes debĆ­an contraerse como hombres-, reĆ­a alborozado al ver que su pĆ©simo espaƱol rudamente aprendido de su mujer, judĆ­a de Salónica, mejor deletreado a bordo, le servĆ­a para hallar un cuarto claro en cierto albergue del pintoresco suburbio, abierto a dos plazas, cerca del rĆ­o. «Amsterdam Hotel», un hotel con nada de Amsterdam. Un poco de francĆ©s, un poco de espaƱol; poseedor de este raro brebaje, ¿quĆ© secreto podĆ­a guardarle la ciudad? Alegre, caminaba, reciĆ©n llegado, por las calles, repitiendo en voz baja el nombre del paĆ­s, de sus regiones; entraba en algĆŗn bar, ofrecĆ­a, con un aire de ministro diplomĆ”tico, sus servicios artĆ­sticos. Pero aquella fotografĆ­a grisĆ”cea, el paisaje del Acrópolis, dejaba indiferente a un mundo abstraĆ­do y presuroso.

Al tercer dĆ­a, en medio de la niebla despidió al capitĆ”n y a sus amigos, y tambiĆ©n a ese enorme paisaje del Acrópolis que lo dejaba solo, que retornaba. Logart, jovial, cantó en su honor una canción inmunda. Pero esto no lo hizo reĆ­r. Nada le hacĆ­a reĆ­r esa maƱana, profundamente afectado por la despedida. El barco se alejó como un amigo, pesado, lento, grandioso. Volvió solo a la ciudad, caminó toda la maƱana; ¿para quĆ© quedarse?, se preguntaba; pero la ciudad respondĆ­a llena de mĆ”rmoles, sus hombres vestĆ­an con lujo, se respiraba en ella un oro lĆ­quido.

Caminar, caminar, devorar caminos; y en cada reposo no oĆ­r sino el eco constante de los pasos, el eco constante de los pasos.

Al dĆ­a siguiente su alegrĆ­a se detuvo, se detuvo bruscamente, como ante el paso de un cortejo siniestro. La noche anterior no habĆ­a dormido y una vez levantado, mientras se calentaba el cafĆ©, se acercó a la ventana contra cuyos vidrios estaba cernida una niebla compacta. Abajo, en la calle, la actividad se iniciaba; pasó un cartero cargado, despuĆ©s una mujer; al rato el desfile negruzco, negruzco premioso, constante. «ExtraƱa gente», exclamó; estaba serio, absorto, «extraƱa gente». En cada rostro se marcaba un gesto abstraĆ­do, una concentración indecible, como si toda la ciudad encaminara una frĆ­a peregrinación hacia metas cercanas. Cada hombre caminaba solo, agitĆ”ndose -no, no agitĆ”ndose, ¿quiĆ©n se agitaba?, todo el mundo llegaba a tiempo a su destino con las facciones compuestas, la sonrisa lista, ese gran frĆ­o que esta gente trascendĆ­a-, marchando como esos competidores de la Maratón que calculan sus metros tenazmente. Se alejó de la ventana, sorbió en pequeƱos tragos el cafĆ©, acuoso, constató su sordera ante este mundo. Sordo, sordo, aislado en una atmósfera espesa en medio del aire veloz. Esta certidumbre lo obsesionó; quiso adelantarse, adelantarse a sĆ­ mismo, se aplicó a improvisar palabras para su propia convicción, palabras con las que se obsequiaba cortĆ©smente en los bulevares Ć”speros, iluminados, donde las multitudes giraban desintegradas. Pero Ć©ste era un juego falso. ¿A quiĆ©n hubiera engaƱado el verdadero proceso que lo consumĆ­a? Empezaba a invadirlo el silencio, grandes grumos de silencio. Al salir del hotel, una maƱana, la propietaria se quedó mirĆ”ndolo, aterrada al ver unos ojos de fijeza mortal en aquella juvenil corpulencia. SalĆ­a y caminaba; no tenĆ­a ya delante una granada blanca; una fruta sĆ­, vistosa, pero seca. Las avenidas no acababan nunca, todo lo largo exhibĆ­an casas y casas, ni un solo refugio, ni un solo nĆŗcleo de humana diversión, sino cafĆ©s con hombres, donde se apostaba a la luz de una claridad de escenario y se discutĆ­an concursos de supremacĆ­a sexual. ¿Pero cómo habrĆ­an de mezclarse las gentes, de comunicar? Hubieran olvidado el cĆ”lculo del alza y baja de los valores, hubieran mostrado, tal vez, el hilo de su genuina naturaleza, descubriendo ocultas ignorancias, o vagas condescendencias hacia el prójimo.

Concibió un odio indecible por ese desierto populoso y edificado. Pasaba por las puertas de la Ɠpera, veĆ­a entrar figuras opulentas, fracs y habanos en una interminable sucesión. Se acercaba a los templos, Ć©l, que no tenĆ­a fe, ignorante de toda jaculatoria. Bajo las cĆŗpulas permanecĆ­a de pie, mudo, contemplando transportado los exvotos, las imĆ”genes de porcelana. Todo esto, con dolor, le evocaba su infancia, su afición ingenua por las iglesias, con su recinto resonante y su Cristo, allĆ” al final, como un blanco reciĆ©n abatido por las injurias. Le gustaba ir temprano, meterse, al amanecer, en San EstĆ©fano, aquella catedral vieja de mil aƱos, de naves enormes, secas, profundas. Se quedaba acurrucado junto a las columnas, solo, soportando el silencio, el misterio, como un espectĆ”culo pavoroso y terrible. Contemplaba el Cristo crucificado y, viendo esos pĆ”rpados, creĆ­a que iba a hablar, a lanzar quiĆ©n sabe quĆ© ingenuas palabras; le entraban deseos de blasfemar contras las gentes que venĆ­an, luego, a injuriar el cuerpo doloroso con su hipocresĆ­a y su falsa beatitud, aprovechando su condición indefensa. Odiaba a aquella gente que dejaba flotando en el templo un olor a sudor impuro y linimento. Su cólera infantil era tan grande que se alejaba lleno de rencor, huido con palabras sordas e injuriosas.

Ahora no se alejaba con rencor, sino con ese gran silencio que lo tenía invadido. Chocaba después con la rectitud violenta de los muros, con las cuadras regulares y Ôridas, con unos rostros sonrientes pero impenetrables, Ôsperos, inatentos, y sufría. Sufría una tortura mortal, no ya por este infinito aislamiento, sino por su lejanía de las fuentes frescas, de la tierra, de todo aquel piso donde los huesos no son estériles. El asfalto le infundía una sorda desesperación, como al preso el espesor del hierro circundante; toda la impotencia de su carne se resentía. Entre la multitud, rozÔndose con facciones apremiadas, rojas, veloces, le parecía caminar hacia atrÔs. Evidentemente el suyo era un retroceso, un retroceso. Descubría, en esas gentes ignorantes de toda fatiga, una voracidad, una proyección que los sostenía como el pasto atado a la cabeza que el caballo persigue, una serie de objetivos concretos y constantes que iban a desembocar, sin transición, en la muerte.

PoseĆ­do de angustia, se apresuraba en esas calles, olvidaba el signo inerte de los escaparates, de las mesas de cafĆ©, pugnaba por correr. Pero esta ilusión grotesca desaparecĆ­a. DetrĆ”s de quĆ© podrĆ­a correr, Ć©l, magro alimento del ocio. Detenido junto a los reverberos, dejaba pasar esa corriente humana en las avenidas. VeĆ­a el trato rĆ”pido entre la dama equĆ­voca y el hombre; los veĆ­a desaparecer; ella, pronto, regresaba. VeĆ­a, en los altos edificios, en el sexto, sĆ©ptimo, octavo, noveno, dĆ©cimo piso de los edificios, una actividad operosa. Comprobaba, cada vez mĆ”s desalentado, y Ć©l mismo se sentĆ­a jadear secretamente, que no podĆ­a llegarle una palabra, una comunicación. ¿QuiĆ©n se detenĆ­a, allĆ­, en medio de un creciente, productivo, previsto destino? Cada uno tenĆ­a su ruta; en esta ciudad las rutas eran paralelas, como sus calles. Viejas vĆ­as estrechas, focos peligrosos de contacto, de conversación o retardo, eran abatidos a diario. Se encaraba el progreso, el Progreso. Un enorme silencio humano gravitaba sobre la ciudad.

Exhausto, volvía a su hotel, situado en el único barrio donde la miseria ponía en contacto las vetas de inquietos y oscuros espíritus. Su imaginación conocía, en el trayecto, una tregua. Soñaba con las provincias y los campos de este país, con la pampa, las viñas y los Andes, que había visto en vagas oleografías. Su nariz reseca por los vientos y las tierras antiguas reclamaba esos olores intensos y sustanciosos, mojados como la uva reciente en las acequias. Soñaba, a través de lecturas imprecisas, con el relÔmpago en los campos infinitos y llovidos, con la planicie, de río a río, de población en población, donde el grito humano perdura largamente; donde la sensualidad del hombre obedece al sol, cesa con la hora del ruego, al atardecer, hora de cansancio y de tregua, hora en que el horizonte abandona su presa, devora las leguas planas, se acerca, se confunde con la noche y rodea a cada ser con la mansedumbre del aire circundante.

«Barro, barro», gritaba su espĆ­ritu, Ć”vido, mientras se libraba de la opresión de la urbe. La piedra protestaba bajo sus pies. Al llegar a la proximidad de las luces del barrio sórdido sonreĆ­a, respiraba. Ya sabĆ­a Ć©l lo que era esta metrópoli, el capitĆ”n se lo habĆ­a susurrado, sentencioso, casi con un aire sibilino, al llegar, frente al caserĆ­o monstruoso. Tierra de prostitución, de falsos sĆ­mbolos. Tierra hĆŗmeda, nueva y maravillosa, vencida por el oro del sacrificio ganadero; vencida por el capital de un cĆŗmulo de miserables generaciones arribadas de regiones extraƱas a la comodidad y a la ambición, a la adulteración de lo espectable.
  


II

Volvió del puerto, descendió a esa calle donde una serpiente de luz corría bajo arcadas.

La vibración del ruido en el abismo nocturno perduraba en su espĆ­ritu; pensó que iba a volver en seguida a la aridez y al silencio. Sobre los grandes arcos observó las terrazas, aquella especie de jardĆ­n colgante y veneciano con doble plano como un fondo de primitivo, los frentes desemejantes, pintados en colores increĆ­bles. Y debajo la gran galerĆ­a iluminada, con sus tendejones, sus orquestas femeninas, los vestĆ­bulos con atracciones y anuncios, prometiendo sensacionales espectĆ”culos: los pequeƱos hermanos siameses, por una suma módica, podĆ­an visitarse en su barraca; por una suma módica el panorama de la guerra europea, vistas galantes, la mujer menos mujer del mundo... AvesquĆ­n se unió, bajo las arcadas, a una enfilada corriente de hombres en traje azul, en trajes de pana, ebrios, lentos, todos con una tez vieja y extranjera y un andar lamentable. Las guirnaldas de rama verde, a la  entrada de las cervecerĆ­as de nombre alemĆ”n -Bürgerliche Küche-, detenĆ­an un instante a los mĆ”s rubios. Cancerberos fornidos -caras estigmatizadas- los invitaban a entrar, a alternar con damas de charla fĆ”cil y prĆ”ctica. Pero estas gentes ingenuas sonreĆ­an, continuaban su camino, ante una invitación que tenĆ­a el aire del sarcasmo. Al abrirse el batiente de alguna puerta, salĆ­an a la calle bocanadas de luz amarillenta y humosa, risas, gritos. Mujeres de paso rĆ”pido caminaban de bar en bar. Ante los ojos de AvesquĆ­n caminó un hombre tambaleante, con un timón dorado en la manga, vomitó su alcohol en el cordón de la acera, volvió apresurado al bar, a llenarse. Tal vez al dĆ­a siguiente sus manos iban a dominar, seguras, las vĆ”lvulas de un inmenso navĆ­o. En las tinieblas de la calle adyacente circulaban parejas; los hombres regateaban, uno podĆ­a verlos indecisos. Y al lado de estas negociaciones miserables, de esta sordidez, de estos caracteres siniestros, AvesquĆ­n, absorto, vio cómo se respiraba en la atmósfera un candor. En esta feria de espectĆ”culos escatológicos, dominaba a los curiosos un candor: los hermanos siameses -feto peludo- adoptaban un aire mĆ”gico ante su vista. Un grandioso, activo candor: naturaleza profunda de esas gentes extranjeras demasiado dĆ©biles llamadas a deformarse en una constante reacción defensiva.

Los music-halls se sucedƭan con nombres extraƱos e impronunciables.

El Avón Bar quedaba en el extremo sur de la calle, frente al edificio del Correo, y lucía ante su escaparate -donde campeaban algunas botellas y un caballo de yeso blanco- dos reverberos irisados. Avesquín, con esa cara de visionario impuesta por la soledad y el silencio, entró. El salón, estrecho, estaba lleno de una niebla humosa y parecía un escenario de raras decoraciones: grandes tapices azules, en efecto, cubrían las paredes, señaladas de trecho en trecho por falsos balcones de madera labrada. Sobraban trapos, cortinas, como en esas habitaciones que se alquilan por horas donde flota un olor a humedad y polvos de arroz. Aquí todo olía a cigarro, a narciso negro; de las lÔmparas pendían papeles de color y esto cernía sobre la sala una lluvia pintoresca.

Avesquín sintió sobre sí las miradas de las mujeres. Un rÔpido juicio sobre sus bienes posibles cundió por la sala, al aparecer en el rectÔngulo de la puerta sus fuertes hombros, su palidez, su camisa negra. Caminó lentamente hasta una mesa próxima y un mozo escuÔlido se le acercó con indolencia. Como sus ojos tenían sólo un poder pasivo y su aire era modesto, ninguna curiosidad se detuvo en él mÔs de lo necesario. Algunos hombres cantaban, acompañando la orquesta que estaba en lo alto, en un Ôngulo; la formaban señoritas, quince señoritas de piernas espectaculares, pero sus instrumentos estaban mudos. Sólo les correspondía el misterioso destino musical de las sirenas. De esa orquesta no sonaba mÔs que un piano, escondido a retaguardia y librado a la tenacidad de un señor de anteojos. Esa tenacidad conseguía un gran ruido y a la sombra de ese ruido las señoritas enviaban hacia abajo, al salón, rÔpidas ojeadas de rabillos, gestos incitantes.

Una mujer enana, agitada y colérica, mandaba a los mozos detrÔs del mostrador, se acercaba a los clientes, atendía el teléfono, blasfemaba, reía, batía las manos, se desesperaba por mantener una animación estrepitosa.

AvesquĆ­n la conocĆ­a; dos noches antes se le habĆ­a acercado para hablarle, en el mismo bar. «Mi nombre es Madame Cier -le habĆ­a dicho-, pero puede llamarme Elsa». DespuĆ©s lo convidó con un vaso descomunal de whisky, porque «eso entibia e ilumina».

Sin entusiasmo, recorrió con la vista todas esas mesas. SabĆ­a que toda su ansiedad era inĆŗtil por descubrir un alma inquieta, una herida comunicante, en medio de este tumulto de risas y voces; se desalentaba. Buscaba una cicatriz cuya historia hubiera valido un relato, ojos que revelaran una vida de pulso violento o acelerado, gestos de humildad fecunda, humana tierra en fin a la cual ir con sed y hambre y cansancio, porque necesitaba hablar, hablar. Pero -incluso el hombre de la barba en punta, callado en un rincón, y aquel nĆŗcleo ruidoso que brindaba y bebĆ­a- esta masa de desechos le parecĆ­a asquerosa. Iba llenĆ”ndolo de una sensación de repugnancia que Ć©l, rĆ”pidamente, se esforzaba por combatir, evitando un malestar fĆ­sico. Se llevó el vaso a la boca, los ojos entornados, tratando de establecer su propio diĆ”logo, ahĆ­ en la pequeƱa mesa, de distraerse; evocó recuerdos y proyectos. Pero como por imposición de una conciencia mĆ”s profunda, de una urgencia premiosa, volvió a mirar a su alrededor, a volcarse hacia afuera; habĆ­a perdido los resortes enĆ©rgicos, toda vuelta a sĆ­ mismo le era angustiosa, insoportable, y seguĆ­a acumulĆ”ndose en su espĆ­ritu una corriente insidiosa, sombrĆ­a. Deletreó un gran letrero, colgado en la pared opuesta, hasta formar el tĆ­tulo «Ordenanza Municipal»; repitió lentamente esas palabras mientras se acariciaba la barba mal afeitada, inatento a la pierna que balanceaba a su lado, insistente y sonriente, la compaƱera de un inglĆ©s dormido.

La mĆŗsica aumentaba su tedio, mĆŗsica propia del paĆ­s, quejumbrosa y pausada. En la puerta apareció un hombre. «Grand», gritaron de varias mesas, y del grupo que bebĆ­a y cantaba en un rincón, golpeando los vasos, partió un saludo estruendoso: «¡Viva el poeta eslavo Evaristo Grand!». Un individuo pequeƱo, ventrudo y desmelenado alzaba de pie su medio litro, en actitud de saludo. El grupo repitió en coro tres veces aquel nombre, echando adelante sus jarras espumosas. El hombre saludó ceremoniosamente, caminó con gravedad, saludó a las seƱoritas de la orquesta, luego, al incorporarse al grupo, lanzó una carcajada, estrechó todas las manos. Alguien retiró una silla de la mesa de AvesquĆ­n para cedĆ©rsela al poeta, despuĆ©s de empujar violentamente a una dama que insinuaba palabras en el oĆ­do del hĆ©roe. El hĆ©roe apuraba tragos de todos los vasos ajenos, sin duda apresurado por confortarse. Otro de los componentes del grupo,  envuelto en un sobretodo que no dejaba libre sino su cabeza desgreƱada y un rostro pĆ”lido, golpeó la mesa con el puƱo, se alzó, tomó a una mujer próxima del brazo y la acercó al reciĆ©n llegado: «Fruto sacro, fruto opimo», reĆ­a, ofreciĆ©ndola, mientras ella se abalanzaba sobre el poeta con un gran abrazo y los ojos cerrados de risa.

AvesquĆ­n veĆ­a aquello con sorpresa, con infinita sorpresa, y al cabo se asombraba de esta sorpresa. ¡Cómo tenĆ­a esa gente la vida fĆ”cil! ¿En quĆ© consistĆ­a? Solamente en volcarse unos en otros; pero constituĆ­an un mundo, un mundo tan cerrado como todo lo que vivĆ­a entre muros en la ciudad, pĆ”ramo hermĆ©tico. Bebió el Ćŗltimo sorbo de coƱac y ese ardor que le prendió en la garganta no era mĆ”s quemante que el extraƱo huĆ©sped cuyo dominio cada vez ocupaba en su atención mĆ”s amplia zona.

El mozo volvió a servirle con obsequiosidad. Mientras permanecía abstraído contemplando el grupo, una mano le golpeó la espalda. Se volvió rÔpidamente, Madame Cier le sonreía.

Con grandes gestos, ella desenfundó algunos datos Ć­ntimos. Era francesa, habĆ­a pasado los cincuenta aƱos, su nerviosidad no era engaƱosa porque se despedĆ­a con ardor de una juventud sin brillo, se marchitaba, no concebĆ­a la oración, habitaba una casa de pisos con ventanas a un patio de luz que segĆŗn ella se parecĆ­a a las sórdidas gargantas de la rue Saint-HonorĆ©. VeĆ­a las mismas goteras, las mismas cortinas sucias, los mismos gatos arqueados. ¿Su vehemencia -pensaba AvesquĆ­n- no habrĆ­a podido confundirse con «lo evangĆ©lico», con la de esas seƱoras del EjĆ©rcito de Salvación? Pero ella no paraba de hablar. «¿No sabe usted lo que es la muerte? Yo la he visto, una vez. Era en ParĆ­s, en los altos de una sombrererĆ­a de la Magdalena, una noche siniestra. ¡Cómo era de sombrĆ­o aquel comercio! Usted viera. TenĆ­a un zaguĆ”n, siempre en tinieblas; yo vivĆ­a en la casa de al lado, pero por ese zaguĆ”n veĆ­a entrar todos los dĆ­as al hijo del sombrerero. El sombrerero estaba en un paĆ­s lejano; el hijo habitaba solo el comercio, tenĆ­a su dormitorio en los altos. ConocĆ­ esa habitación despuĆ©s de su muerte; verĆ”, era curiosa, sobre una pared habĆ­a, fijado, un diablo tan enorme que la ocupaba hasta el techo. El hijo del sombrerero era amigo mĆ­o. Un hombre desgarbado, grande y lĆ”nguido. Todas las noches, a la hora en que mi marido -Albert-Nathaniel- pasaba ebrio frente al escaparate de su negocio, Ć©l me mandaba flores. Cosa extraƱa, las flores eran siempre viejas; no flores de sepulcro, pero lo parecĆ­an: no tenĆ­an ningĆŗn aroma. A veces alhelĆ­es, otras veces rosas. Aunque me festejaba -algo intolerable- Ć©ramos muy amigos. Mi marido se reĆ­a de Ć©l a carcajadas, le hacĆ­an gracia sus zapatos porque afirmaba que eran justamente del color y las proporciones que convenĆ­a a su calva, a la calva del hijo del sombrerero. ¿Usted se explica esto? Mi marido bebĆ­a entonces ajenjo y esto le ha hecho siempre un daƱo enorme. Un dĆ­a el hijo del sombrerero se enfermó. Al fin se sintió tan grave que las quejas se oĆ­an desde mi cuarto. En un principio no le hice caso, tratĆ© de no oĆ­r; despuĆ©s los lamentos aumentaron de un modo espantoso; mi marido no los aguantaba, desaparecĆ­a. Aumentó su dosis alcohólica y se calló. Por fin, fui. Entonces me di cuenta de que, realmente, lo estimaba y de que su ropa, sus paƱuelos, abandonados sobre las sillas, me producĆ­an un dolor. Desde luego yo no estaba sola con Ć©l mientras permanecĆ­a tendido en la cama, con los ojos abiertos, inmóviles, yerto -¿comprende?-. HabĆ­a dos mujeres mĆ”s y un chico. Ellas parecĆ­an hermanas, vestĆ­an igual y ocultaban sus rostros mitad en los paƱuelos, mitad debajo de los grandes sombreros; el chico metĆ­a un ruido infernal arrastrando por la pieza un vaso, un cepillo y dos caracoles de adorno que habĆ­a atado como si fueran un carro.  

Nadie me preguntó nada, entrĆ©, me sentĆ©. Me sentĆ©. Ninguna de las mujeres me dijo nada, se limitaron a mirarme, siguieron sollozando, tenĆ­a un aspecto espantoso, deplorable. ¡QuĆ© silenciosa tragedia, en aquella pieza! El chico de repente lanzaba un grito de gozo, de pronto se callaba; tenĆ­a una frente precoz. Era espantoso, crĆ©ame, espantoso. El hijo del sombrerero, entretanto, parecĆ­a contar en el techo una cuenta interminable. Transpiraba y dejaba caer una mano. De repente se incorporó, me miró -un rato largo-, de un modo tan intenso, tan desolado, que me sobrecogĆ­... Me sobrecogĆ­, temblaba; estuvo un rato asĆ­, incorporado. Las mujeres no lo veĆ­an; el chico se divertĆ­a enormemente, riĆ©ndose, al fin aplaudió. Tuve tentaciones de matarlo, fijĆ© la vista en una percha, con la cruz de hierro. ¿Usted se da cuenta de lo que era aquello, con la criatura aplaudiendo y saltando como un loco, lleno de gozo, el hombre incorporado con unos ojos fijos, las mujeres entregadas a un llanto sin convulsiones, interminables? ¡No, no se da cuenta...! SĆŗbitamente el chico se llevó las manos a la cabeza, profirió un grito desgarrador. Las mujeres gritaron sin destaparse los ojos que habĆ­a muerto. El hijo del sombrerero estaba muerto; seguĆ­a en la misma actitud, ¡advierta!, pero muerto. Me sentĆ­ llena, de pronto, de sentimientos extraƱos, curiosos, muchas ideas me invadĆ­an en tropel. No se las puedo contar, pero eran atroces; sabe, atroces... Diferentes ideas y confusas, otras nĆ­tidas, algunas hasta pornogrĆ”ficas -una mujer en actitud forzada-, otras suaves, deliciosas ideas; al mismo tiempo me llegaban con suma violencia sentimientos contradictorios, temblores de miedo, ansias de correr, de huir, junto a la amable sensación de estar hamacĆ”ndome, meciĆ©ndome en un parque donde algunos niƱos reĆ­an. ¡Ah, seƱor, aquella confusión era terrible, un desvanecimiento despierta; no sĆ© cuĆ”nto duró, tal vez minutos, tal vez horas, porque nunca supe tampoco el momento exacto en que habĆ­a muerto. DespuĆ©s de esa locura, la claridad fue violenta. MirĆ© a una de las mujeres: ya no lloraba; no lloraba, tenĆ­a en cambio en el rostro una expresión dulcĆ­sima, transportada, mientras el chico corrĆ­a por el cuarto metiendo un ruido infernal con el lĆ­o que arrastraba... Entonces supe lo que es la muerte. Tal vez lo sepan tambiĆ©n los que, en un dĆ­a final, estĆ©n a mi lado, aunque tampoco puedo abrigar esa esperanza porque Albert-Nathaniel no tendrĆ” para esa Ć©poca un solo minuto lĆŗcido, el alcohol lo habrĆ” anegado por completo. Pero, fĆ­jese bien: la muerte de aquellos con quienes estamos en contacto, unidos por una alianza misteriosa o por amistad, es algo que nos llena, de pronto, con un transporte de vida extraƱa, nueva, una corriente que nos entrega la misma vida que acaba de retirar minuciosamente al muerto, algo que nos infunde sus sueƱos, sus Ćŗltimos pensamientos, sus recuerdos finales. La vĆ­ctima queda exangüe entre nosotros y hasta su propia muerte -¡crĆ©ame!- lo abandona para servirnos».

DespuĆ©s, como si AvesquĆ­n estuviera interesado -Ć©l sorbĆ­a su licor sin hablar, lleno de estupefacción-, terminó con un gran suspiro, levantando las manos: «Ah, mi Albert-Nathaniel no se corrige. Lo he ayudado -¡a cada uno se nos exige un heroĆ­smo!-, pero inĆŗtilmente; como todos los que estĆ”n por ahogarse, Albert-Nathaniel nada hacia abajo...».

Cuando ella terminó, Avesquín tenía los ojos absortos en la puerta. Una figura miserable y grotesca, sin sombrero, con gestos pesados, llevaba el compÔs de la música, describiendo apenas en el aire el signo de la cruz. En la atmósfera amarillenta, densa, caía desde la calle esa grotesca bendición. Madame Cier se subió a la tarima de la orquesta e incitó a las damas a la animación y la risa. Avesquín se levantó, salió. Un tropel de marineros ruidosos le llevaron por delante y él los rechazó con debilidad. Caminaba lentamente y sólo apuró el paso al doblar la esquina, al dejar atrÔs las últimas banderolas del Avón Bar, por donde trascendía la voz aguardentosa de la diminuta francesa, cantando con un aire cínico aquellas palabras que resonaban, se apagaban, desaparecían en la atmósfera nocturna:

Voici les compagnons d'Ulysse
prenez garde pauvres sirĆØnes:
ils rapportent des mers lointaines
des tristesses, des siphylis.

Como una fuerza poderosa y activa el silencio ocupaba la ciudad. Era una ocupación, la de este gas deletĆ©reo, hasta media altura de los edificios. AvesquĆ­n se levantó el cuello del saco -soplaba del rĆ­o un aire seco,  penetrante- y ascendió las callejuelas bordeadas de Ć”rboles desollados. Escuchaba el silencio y el eco del silencio y esta acumulación pasiva lo ensordecĆ­a. Por momentos, un espasmo de rabia amenazaba ahogarlo. Todos los esfuerzos no le alcanzaban para imponer una violencia fĆ­sica a su protesta, a esa rebeldĆ­a repentina que ansiaba armar, fortificar, contra el desierto opresor. Todo sucedĆ­a en Ć©l bajo la superficie. Con esta fuerza, con estos brazos, cómo resignarse a errar sin hallar una mano cuya amistad pudiera ponerse a prueba, un obstĆ”culo con el que medirse. Y no le parecĆ­a marchar hacia la vacĆ­a inmensidad, sino que la inmensidad viniera hacia Ć©l, amenazĆ”ndolo como esas masas descomunales que angustian las pesadillas de los niƱos. SentĆ­a sus ojos abiertos ante esa amenaza y sufrĆ­a, se tenĆ­a lĆ”stima; caminaba rebelĆ”ndose y apagĆ”ndose, un instante exaltado y otro presa de un infinito desaliento, y sus pasos cambiaban asĆ­, por metros, de ritmo.

Pero, pensó que su vida no podía comunicar en el fondo sino con este desierto y tal idea melancólica lo llenó de emoción. Pensó que vivir es desarrollar energías, proyectar emociones, pasiones, en una sucesión progresiva y en él todo estaba de regreso, todo su caudal humano volvía de la acción, fatigado. Fatigadas las piernas y el alma, con esa fatiga trabajosa que se parece a un rale. Fijó los ojos en aquello que lo rodeaba, a la izquierda y a la derecha, hacia adelante, bajo la hermosa bóveda nocturna: muros y muros, estupendos falansterios rectangulares; contra todo esto había rebotado, y volvía, traído por el violento rechazo.

Llegó a su hotel. Los escalones de madera apenas se distinguían y subió con dificultad, encendiendo fósforos. En la puerta cancel dos leones dorados, pintados sobre los vidrios, convergían en una sola lengua rojiza, se atacaban condenados fatalmente a la unión por ese órgano único. A tientas, Avesquín llegó a su cuarto. Todo el hotel dormía; el reloj, en medio del corredor alto, anunciaba las dos. Se sentó en la cama sin desnudarse, sin encender la luz; después dejó caer la cabeza en la almohada.

Un tropel de palabras inútiles, como un asqueroso vómito, se le agolpó en la cabeza, vagas palabras oídas durante el día. Volvían a la superficie desahuciadas, como debían volver, cada día, nocivas, en cada hombre.

Rumor renovado, constante, sentĆ­a aquellas frases como un pulso enfermo en su propio cerebro. «Viva el poeta eslavo Evaristo Grand», voces femeninas: «Querido, lindos ojos, querido»... luego, atropelladas, las otras palabras -ah, estĆŗpidas-, ese desperdicio, ese lastre de palabras que en Ć©l no prendĆ­an, erradas en su destino, repugnantes... «El hijo del sombrerero estaba muerto, en la misma actitud, advierta, pero muerto».

¡Ah, carga recogida a diario, venenos diluidos que nos atraviesan! Palabras, frases, conversaciones interminables a las que es necesario escuchar, asentir, responder. AvesquĆ­n se apretó la frente, trató de apaciguar aquel fluir veloz de confusas palabras. Durante un rato estuvo quieto, en silencio; de la ventana venĆ­a una luz lechosa y pobre.

De pronto se alzó, corrió, poseĆ­do, abrió la puerta de su cuarto, golpeó el tabique que lo separaba del contiguo y escuchó. Escuchó. Nadie respondĆ­a y una gran calma pesaba, continuaba. Salió al corredor; un anciano de barba blanca, vestido con un largo camisón, de galera, con una palmatoria apareció al cabo en una puerta. TrĆ©mulo, AvesquĆ­n corrió hacia Ć©l, pero ante aquellos ojos sorprendidos, expectantes, tranquilos, se detuvo. Mientras el viejo le dirigĆ­a una pregunta en cierto idioma ignorado, no pudo contestar, balbuceó una excusa, volvió a su pieza. Desalentado, se acostó, despacio, como si fuera a dar   comodidad a su cansancio. Clavó los ojos en el techo; por su alma tensa desfilaron rostros familiares, paternales, gestos y tierras queridas, la mujer muerta meses antes, con su pasión, sus ojos claros, su ternura.

Y una mañana mÔs, una tarde pasaron, y ningún muro se ofrecía en la urbe para el panorama del Acrópolis. Llovía. Avesquín, que se había levantado con gestos nerviosos, defendió su habilidad, rogó, derrochó palabras extremas. Almorzó, la patrona le preguntó en el hotel por su salud; después volvió a caminar por las enormes avenidas centrales, cuyo asfalto irradiaba soportando la cortina lluviosa.

Al anochecer la metrópoli adoptó de nuevo su aire cocotesco, su profusión de cornisas iluminadas. A todo ilustre viajero se le recibía con guirnaldas luminosas. Algunos tomaban esto como la expresión de un regocijo; en el fondo no había mÔs que frialdad como en el rostro que la mueca ilumina.

AvesquĆ­n volvió al Avón despuĆ©s de haber peregrinado rondando el corazón de la villa como un malhechor sin suerte. Su ropa, que tuvo en dĆ­as anteriores un aliƱo modesto, aparecĆ­a ahora descuidada, resuelta a seguir el desorden de aquel Ć”nimo. El bar estaba desierto, la plataforma de la orquesta mostraba los instrumentos enfundados, un mozo limpiaba sin entusiasmo la mĆ”quina niquelada del cafĆ©. No estaba Madame Cier y en realidad toda la sala tenĆ­a un aire de negro esqueleto, vestido con tapices y adornos. Pronto estuvo sentado ante un brevaje turbio; con un gesto que revelaba su agotamiento sacó de un bolsillo papeles, prospectos, cartas grises, una magra cartera. ¿Bastaban estos gestos para llenar un transcurso de horas, para llenar ese gran vacĆ­o motivado por el debilitamiento de las sensaciones, por una disminución profunda en el tono de vida? Los cabellos caĆ­dos sobre la frente, los ojos inquietos, la creciente demacración, toda su nerviosidad indominable revelaban en Ć©l un apuro. Ordenó los papeles y los volvió a guardar, mientras preguntaba al mozo la hora. Estaba ansioso por irse; abandonó unas monedas y salió.

Constató su ansiedad, su apresuramiento como algo fatal, en medio de aquella actividad de fiebre que hacĆ­a girar a un mundo en su torno. Tal vez esa prisa fuera capaz de originar en Ć©l objetivos, puesto que toda actividad, aun ciega, lleva ya en su curso un intenso destino. Perseguido por esa idea, Ć©l se rebelaba, a cada instante, contra esa pasividad a la que era naturalmente propenso, temperamento contemplativo y afinado. Se rebelaba; echó a andar, siempre por el barrio paralelo al rĆ­o, y vio, próximo, en la plazoleta, el brillo de los Ć”rboles mojados. Un pequeƱo cinematógrafo, cuyo vestĆ­bulo parecĆ­a la boca de un horno tenebroso, llamaba al pĆŗblico con su timbre constante. Grandes letreros anunciaban a Selma Simpkins en El beso, «no apta para menores».

El cinematógrafo tenía una sala muy estrecha, miserable desfiladero de sombras. El propietario la había llenado con viejos bancos de iglesia de los que, a lo ancho, sólo cabía uno. Durante la función parecía de este modo un aula o una capilla sórdida, en tinieblas, con un piano por altar. Flotaba un olor a serrín húmedo y a grasa, y por las cortinas traseras entraba frío.

Al sentarse, en la punta de uno de esos bancos, Avesquín tocó a su lado una mano pequeña, helada, que se retiró velozmente. No alcanzaba a ver nada mÔs que la forma de los asientos y la imagen, borrosa y gastada, en el telón (El galÔn echaba llave a la puerta, se volvía hacia el público, en primer plano, con unos ojos siniestros y sensuales). Avesquín advirtió cómo se iba destacando, formando, a su lado, en la sombra, una cara de infinita blancura, una garganta femenina. Su corazón saltó, con ese celo inquieto que la ansiedad compone, se contrajo. Cuidando de no ser notado, volvió apenas la vista: una cabeza joven, de cabellos cortos, de labios entreabiertos, expectantes, permanecía atenta al film. Seguro de su impunidad, la miró mÔs detenidamente. La muchacha vestía de negro, tenía el cuello un poco abultado en su base, curva mórbida, allí donde descansaba el collar de minúsculas perlas. Sus ojos, atentos, habitaban cuencas profundas; esto prestaba a su rostro un aire de magrura doliente de abstracción. Avesquín volvió los ojos a la escena, pero ciegos; esa sola vecindad -palpitante, femenina, viviente- le infundió un bienestar, su aislamiento cedía como si aquel cuerpo delicado y joven trascendiera un contraveneno inmediato. La sintió sonreír, sonrió; el pianista rompía en fugas maltratadas, pero le parecía maravilloso.

Se encendieron las luces, ella se volvió hacia él y él, apenas, libró su rostro como si este movimiento limpiara con dificultad unos goznes secos. Pero en seguida volvieron las tinieblas y la escena, el drama.

De pronto, la muchacha se rió a carcajadas y, como obedeciendo a un gesto inconsciente, «Mire, mire», exclamó. AvesquĆ­n sintió crecer en su rostro la turbación, sin respirar esperó que ella reaccionara. Pero seguĆ­a inclinada hacia adelante, en Ć©xtasis, la mirada animada, los brazos apretando la silla. Entonces Ć©l dijo: «¡QuĆ© barbaridad!», comentando; nada mĆ”s que eso, nada mĆ”s que esa cosa estĆŗpida, y se quedó trĆ©mulo, contento. Y poco a poco fue organizando su coraje y cuando se encendieron definitivamente las luces, terminada la función, la miró insistentemente. Salió a su lado, mientras ella bajaba la vista y se cubrĆ­a con la piel pelada. La muchacha se detuvo en el vestĆ­bulo, ante un retrato del actor; AvesquĆ­n hizo lo propio, su rostro estaba radiante, tenĆ­a ganas de aplaudir allĆ­, ante ella, al hĆ©roe. «Trabaja endiabladamente bien», balbuceó en su mal espaƱol. «Muy bien», contestó la muchacha con seriedad, «mejor que el prĆ­ncipe Divani en El cetro real».

DespuĆ©s de lo cual Ć©l se animó a invitarla, comieron juntos. Ella lo miraba de un modo profundo, circunspecto, desde el fondo de sus cuencas ruinosas, con esos ojos de una intensidad y un alejamiento como AvesquĆ­n no habĆ­a visto en otro paĆ­s. Ojos que mordĆ­an sin retirarse, desde una remota región del alma. Ojos que habĆ­a visto en las calles del centro, en esas mujeres que miraban con rencor, con soberbia. Comieron en un restaurante de paredes blancas como un laboratorio; ella bebió sobriamente y comió apenas, mientras el hombre permanecĆ­a suspenso, dejando que los platos se enfriaran sin probarlos. La muchacha contó que formaba parte de una orquesta. Ɖl dijo alguna broma respecto al film; ella lo escuchaba sin sonreĆ­r; era muy seria, apenas pronunciaba algunas sĆ­labas. ¿Pero necesitaban acaso hablar? «Tierra, tierra que da estos ojos, este color de carne -pensaba, exaltado, AvesquĆ­n-, fruta de labios tibios».

A él le costaba hablar, pero hablaba; por momentos sofocado. La muchacha no se reía de sus errores, se los corregía de un modo cortés y grave, con la mirada inmóvil.

¿QuĆ© hacer, una vez que comieron? El extranjero no se hubiera animado a nada. Ella esperaba, silenciosa, en la calle. HabĆ­a dejado de llover. Nubes cargadas y bajas pasaban con rapidez. Los faroles de los vehĆ­culos iban abriendo en el suelo bituminoso un rastro amarillo. AvesquĆ­n comenzaba a sentir una incomodidad ante aquella mirada seria, cargada de preocupaciones lejanas y enigmĆ”ticas. «¿Quiere visitar mi palacio?», preguntó con ese humor de los que pertenecen a una raza cĆ”ndida, afectos a una naturalidad antigua y nativa. Ella provenĆ­a de otras fuentes, mĆ”s refinadas y complejas. «Vamos», dijo, y esa sequedad a Ć©l lo dejó confuso.

El aspecto del cuarto era frío y duro, desmantelado; sobre la cama sin mantas, mostraba una frazada color crema de extremos rojos; desproporcionada, la ventana estaba mÔs próxima del techo que del suelo y, también alto, brillaba un espejo, pobre, cuyo marco debió ser alguna vez dorado; la habitación no tenía cortinas y el papel exhibía un color indeciso. Alguien había fijado hacia un rincón, sobre la cómoda, el recorte de un cisne negro.

La muchacha se paró debajo de la lĆ”mpara, se sacó la piel, paseando sus ojos sin curiosidad por la estrecha habitación. Sus gestos eran tranquilos; cruzó los brazos sobre la falda. «¿Le gusta estar acĆ”? -preguntó Ć©l-;  el cuarto es frĆ­o y feo pero podemos conversar». «Cómo no -respondió ella, sin convicción-; podemos conversar». AvesquĆ­n levantó una mano escuĆ”lida, decidida a acariciar los cabellos reciĆ©n descubiertos de la muchacha, negros, la mejilla sombrĆ­a; pero, detenido de pronto, dejó caer el brazo y permaneció inmóvil y serio, como ella. ¿QuĆ© cosa podĆ­a animar aquellos ojos anclados? «EstĆ” preocupada, sin duda...» -dijo Ć©l. «No, no estoy preocupada, ¿por quĆ©?». Ella respondĆ­a, ahora, con cierta violencia, como si la pasividad del hombre la fastidiara. AvesquĆ­n apoyó su espalda en el muro. La muchacha fijó sus ojos en el hilo negro de la luz elĆ©ctrica que bordeaba el techo y desaparecĆ­a por el dintel de la puerta.

Una pausa fue creciendo entre ellos, desarrollĆ”ndose tanto que sus dos respiraciones, como una defensa, se hicieron sensibles en la atmósfera; Ć©l, obsesionado, mantenĆ­a los ojos en aquel comienzo blanco de la garganta, sujeto a una lenta palpitación. De instante en instante subĆ­a algĆŗn ruido de la calle, algĆŗn grito, luego una de esas calmas que se organizan como un intenso rumor. A la muchacha no parecĆ­a preocuparla este estado; inquieto, AvesquĆ­n, acariciando el paƱo de la mesa, sus dibujos, no hallaba una puerta para el diĆ”logo, hasta que al fin, cuando ella dejó de mirarlo con inexpresiva tenacidad para clavar sus ojos en la ventana, Ć©l comenzó a contar, un poco vacilante, su vida; y empezó por la infancia enfermiza y llegó al capĆ­tulo de las fiestas universitarias, en diciembre. La muchacha buscó en su cartera un pequeƱo espejo, se miró; luego siguió escuchando, con una atención tal que se advertĆ­a dirigida a otros puntos ausentes, distantes de aquel relato y de aquella habitación. Ɖl advirtió este ajenamiento y, levantĆ”ndose, alejĆ”ndose repentinamente de la mesa, enfrentó el rostro severo y dulce de la muchacha, con un gran anhelo de llamarla a su presencia, de atraer para sĆ­ ese hilo patĆ©tico que los negros ojos proyectaban hacia un mundo remoto. Apresurado, vehemente; con las manos desesperĆ”ndose por ayudar las palabras, fervoroso y mal abogado, se dio a describir los modos de aquella generala que acechaba con equĆ­vocas pretensiones, en un palacete venido a menos de su pueblo, a los universitarios; aquel monstruo de insinuantes gestos. Imitó, dando a su boca un esguince violento, el despecho de la generala, hija de un loco vienĆ©s de barba roja. Esto, que Ć©l creĆ­a pintoresco, no lo advirtió ella; fijaba unos ojos ahora presentes pero estupefactos en sus ademanes, exagerados por la vehemencia.   

Entonces volvieron al silencio y ella siguió librada a una grande y densa preocupación.

-Lunes -dijo al fin la muchacha, contando con los dedos de uƱa roja-, somos lunes; martes, miĆ©rcoles, jueves, viernes: cuatro dĆ­as mĆ”s antes del viernes. ¡QuĆ© dĆ­a espantoso va a ser el viernes, para mĆ­ quĆ© dĆ­a, terrible, terrible!

Pero no contó mÔs.

AvesquĆ­n caviló. ¡Infinito destiempo que preside los encuentros humanos! Imaginó un universo dramĆ”tico de horarios confundidos, lleno de gentes que chocaban extraviadas. Abajo, en la calle, ¿quĆ© tiempos coincidirĆ­an para ese desfile oscuro y tumultuoso? Toda una grey arrojada en corrientes que ya no se corregirĆ­an en su desorden hasta una hora final, hasta un extremo minuto. Tomó la mano de la muchacha.

Sin duda aproximó demasiado su cabeza.

-AcarĆ­cieme -le dijo ella con severidad-, si quiere, pero no me bese.

Sorprendido, él retrocedió. La muchacha permaneció impasible, se llevó la mano a la cara, sacudió sus cabellos hacia atrÔs. Avesquín tuvo la certidumbre de que sus ojos estaban ausentes, su Ônimo ausente, y que sólo aquella carne mate se le entregaba.

Pero era una carne hermosa y nueva, desconocida; Ôspera y cerrada como la vida de su ciudad, carne llena de silencio, fuerte, madurada en la húmeda sombra, en esa humedad que ya ha perdido la tierra europea, Ôrida y agrietada. Se abalanzó sobre aquel cuerpo, y la muchacha, apenas con un gesto, lo apartó, comenzó a desnudarse. No lo miraba. Parecía prepararse a cumplir una labor grave y triste, trascendental, y tenía la frente dominada, sin duda, por esa preocupación que exteriorizaba aplicÔndose lentamente a doblar su pollera negra, su blusa, tan pobre como pretenciosa, sus medias.

Avesquín, de nuevo, se adelantó, puso la mano sobre aquel pecho en el que aún crecía una fuerte juventud. Ella lo dejaba hacer, dócil. Temblando, él acariciaba el seno con suma dulzura, poseído de una ternura voraz y tímida.

Pero como tocado por un grito interno, espantoso, detuvo de golpe su mano. Inmóvil, abría unos ojos desmesurados. En toda su infinita hondura abarcaba -mirando la dulce piel femenina, los labios entreabiertos, la mansa y repugnante espera- el abismo que separaba su angustia de ese objeto de goce.

Los pasos de los dos resonaron en la escalera, trastabillantes, como un cuerpo que cae.

La noche estaba hĆŗmeda, helada, y Ć©l apretó el paso sin saber todavĆ­a quĆ© dirección tomar. En la calle ya sólo algĆŗn reverbero alternaba su luz con el aliento Ćŗltimo de los bares, exhalado en las aceras como un espectro lechoso; pero nada de eso veĆ­a, sus ojos estaban absortos en una visión remota y cruel. AsĆ­ pasó por delante del Hotel Municipal para emigrados, de la adyacente plaza que era un pozo sombrĆ­o, de la estación suntuosa, abierta como una gran boca hospitalaria. Iba con la cabeza tendida hacia adelante, como si esta tensión satisficiera su apuro. Un rumor martillaba su oĆ­do: «¡Huir!, ¡huir!», y su impotencia ante este grito que se mezclaba con obsesionantes imĆ”genes del pasado se convirtió en una sorda exasperación, en una desesperanza infinita. Se paró, atento al silencio circundante, y desde esa esquina vio en la plaza, dormidos, en los bancos, a unos cuantos hombres, encogidos, helados, sucios de esa costra que los aĆ­sla en un mundo ya ilusorio y sin pena. Miró las calles desiertas que se bifurcaban allĆ­; de un lado el rĆ­o, del otro las grandes moles silenciosas, con sus ventanales hermĆ©ticos, blancos. Un hombre como Ć©l, solitario, apenas visible en la noche, limpiaba la esfera de un alto reloj. AvesquĆ­n movió los labios sin hablar, sintió la mezquindad de su cuerpo en medio de aquel mundo preciso, seco, grandioso; el frĆ­o y la soledad lo agitaron en un estremecimiento. No tenĆ­a por quĆ© permanecer ahĆ­ parado, por quĆ© estar mĆ”s adelante o en otro sitio, la ciudad lo desconocĆ­a, su volumen humano sobraba en esa feria de carne velozmente dirigida hacia Ć©xitos concretos. Exhaló un gruƱido ronco, volvió la espalda a la región edificada, y se apresuró en dirección al rĆ­o. Huir, huir, el martilleo seguĆ­a, su conciencia retenĆ­a ideas siniestras que iban tomando forma. Pensó en la Ćŗnica salvación, ofrecerse en un cargo, embarcarse, partir. Su corazón palpitaba, temió de pronto, ante esa próxima claridad, desvanecerse, caer; dio unos pasos mĆ”s y, presa de un miedo vago, corrió, como si quisiera dejar atrĆ”s la masa cruenta de tinieblas. Corrió, sólo su palidez iluminada, atravesĆ”ndola, la noche. Tuvo que cruzar las vĆ­as del ferrocarril; al fin vio los navĆ­os; un bello halo agigantaba sus luces. Una profunda angustia acumulada lo hacĆ­a jadear y, al tropezar con un alambrado, cayó. HabĆ­a quedado en una postura grotesca, extendido como un sapo, y se incorporó, despacio, sin pararse. PodĆ­a esperar el alba asĆ­, inmóvil; las embarcaciones estaban cerca. Las miró con alivio y esperó, antes de volver los ojos hacia esa elevación ya distante, donde comenzaba la ciudad, sus edificios, el pĆ”ramo inmenso: Buenos Aires.



Publicado en Sur: revista trimestral, Buenos Aires, AƱo I, otoƱo 1931, pp. 86-133



EDUARDO MALLEA, relevante escritor, ensayista, novelista y periodista argentino. Nace en BahĆ­a Blanca, provincia de Buenos Aires, en 1903. De padre mĆ©dico y escritor, Eduardo Mallea se radicó con su familia en Buenos Aires en 1916, ingresando poco despuĆ©s a la Facultad de Derecho, carrera que abandonó para responder a su vocación. Se hizo periodista en La Nación. Y ya escritor respaldado por el prestigio creciente de sus primeros libros, fue durante muchos aƱos director del Suplemento Literario de ese diario. Desde 1935 -cuando recibe el Primer Premio Municipal de prosa- su vida literaria es jalonada por importantes distinciones nacionales y mundiales. En 1955 fue designado Embajador de la Argentina en la UNESCO -con sede en ParĆ­s-, cargo que, este brillante Doctor Honoris Causa de la Universidad de Michigan, desempeñó hasta 1958. En casi todas sus obras -sorprendentes, valiosas, perdurables-, el ambiente humano jugó para Mallea como parte de un significado latente, mezcla de ese crecimiento monstruoso de la urbe y del “quietismo” fijado a su imagen como condición de frustración. Su obra forma parte de la literatura y ensayĆ­stica de los aƱos ´30, en la que grupo de intelectuales argentinos se preocuparon por responder a la pregunta por la identidad nacional. De esta inquietud surgió su novela mĆ”s relavante: Historia de una pasión argentina. En 1945 obtiene el Primer Premio Nacional de Letras; en 1946 se le otorga el Gran Premio de Honor de la SADE; en 1948, Gran Premio de Honor de la Sociedad Argentina de Escritores, de la cual fue presidente; en 1949 es nombrado miembro correspondiente de la Academia Goetheana de San Pablo, Brasil; invitado a Estados Unidos por el Wellesley College de Massachusetts, en 1953 habla -en correcto inglĆ©s- en las universidades de Princeton y de Yale; en 1955 gana el premio Ćŗnico Casavalle, por su novela "La sala de espera" (1953). En este mismo aƱo es designado embajador argentino ante la UNESCO, con sede en ParĆ­s, y donde nos representó hasta 1958.; en 1960 obtiene el premio Fundación Severo Vaccaro 1959/60, recibido en pĆŗblico de manos de Bernardo Houssay, premio Nobel de FisiologĆ­a y Medicina 1947. Ese mismo aƱo es elegido miembro de nĆŗmero de la Academia Argentina de Letras, establecida en Buenos Aires en 1931; en 1968, invitado por la Universidad de Michigan (EEUU), aquĆ©lla le confiere el tĆ­tulo de doctor honoris causa, el mismo que allĆ­ le otorgaran a Sarmiento en el siglo anterior; en 1970 se le concede el Gran Premio Fondo Nacional de las Artes. Personalidades mundiales de la literatura, como Stephan Zweig, Miguel de Unamuno, Alfonso Reyes, Ernest Hemingway o Gabriel Marcel, eran admiradores confesos de Eduardo Mallea. Estaba casado con la escritora Helena MuƱoz de Larreta. Muere el 12 de noviembre de 1982.


Obra Publicada:

El escritor y nuestro tiempo (1935)
Cuentos para una inglesa desesperada (1926)
Conocimiento y expresión de la Argentina (1935, Ensayo)
Nocturno europeo (1935, Novela)
La ciudad junto al río inmóvil (1936, Nueve novelas cortas)
Historia de una pasión argentina (1937, ensayo)
Fiesta en noviembre (1938)
Meditación en la costa (1939)
La bahĆ­a del silencio (1940)
El sayal y la pĆŗrpura (1941, ensayos)
Todo verdor perecerĆ” (1943, novela)
Las Ɣguilas (1944, novela)
Rodeada esta de sueƱo (1946)
El retorno (1946)
El vĆ­nculo. Los Rembrandts. La rosa de Cernobbio. (1946, Noveulles)
Los enemigos del alma (1950, novela)
La torre (1951, novela)
Chaves (1953, novela)
La sala de espera (1953)
Notas de un novelista (1954, ensayos)
Simbad (1957, novela)
El gajo de enebro (1957, teatro)
Posesión (1958, nouvelles)
La razón humana (1959, nouvelles)
La vida blanca (1960)
Las travesĆ­as I (1961)
Las travesĆ­as II (1962)
La representación de los aficionados (1962, teatro)
La guerra interior (1963, ensayo)
PoderĆ­o de la novela (1965, ensayos)
El resentimiento (1966, noveulles)
La barca de hielo (1967, relatos)
La red (1968, relatos)
La penĆŗltima puerta (1969)
Triste piel del universo (1971, novela)
Gabriel Andaral (1971)
En la creciente oscuridad (1973)
Los papeles privados  (1974, ensayo)
La mancha en el mƔrmol (1982, cuentos)
La noche enseƱa a la noche (1985, novela)