Plantear el tema de la identidad nacional en tiempos de la globalización tecno-económica del mundo puede parecer un tema inconducente, impertinente o cuando menos anacrónico. Sin embargo, me atrevería a decir que es el tema por excelencia que se insinúa como debate impostergable para la nueva etapa iniciada, desde los últimos años, y acentuadamente a partir del año 2001. Se hace evidente a todo pensador o simple observador de la realidad que vivimos, que la mundialización de la economía puesta en marcha gracias al triunfo de la revolución tecnológica se halla lejos de resolver los problemas de toda la humanidad, y aún más de satisfacer necesidades inherentes al auténtico destino humano que han venido perfilando las culturas en un largo devenir. El tiempo del auge comunicacional es también el tiempo en que distintos pueblos de la tierra, naciones relegadas en el desarrollo material, o pequeñas comunidades sumidas en los estados nacionales reclaman su legítima idiosincrasia y su real aporte a un universalismo auténtico y deseable.
Cuando hablamos de identidad no hablamos por cierto de un patrón cerrado e inflexible, sino de un ethos que se va construyendo y afianzando por gestos y definiciones de la propia comunidad, Ella se auto reconoce en un proceso de maduración en el cual le es dado identificarse con modelos culturales de su propia historia, conductas emergentes de sus movimientos políticos, definiciones éticas y estéticas que se expresan en el arte, la creación literaria, la filosofía. Todo ello sin privilegiar lo intelectual ilustrado sobre lo popular de lo cual se nutre, como ocurre en las naciones latinoamericanas por herencia de los pueblos que la han conformado.
La Argentina es en apariencia el país más occidentalizado de la América Latina. Aquel que cuenta con un mayor porcentaje de raza blanca y con mayor cuota de inmigración proporcional a su población. Ello puede conducir erróneamente a pensar que carecemos de un perfil propio, y somos meramente un conglomerado de individuos que buscan una convivencia armónica dentro de las leyes de un estado pluralista.
Sin embargo el examen de las manifestaciones concretas de la historia y la cultura muestra la persistencia de un ethos nacional que no puede ser separado del ethos latinoamericano, o con más precisión hispanoamericano, que vertebra a un grupo de naciones en la Patria Grande: América Latina. En el proceso del dramático encuentro de pueblos y visiones del mundo que sella el ingreso de América en la historia universal, se viene moldeando una modalidad cultural nueva, que remite a una doble fuente autóctona e hispánica, oriental y occidental. Ello justifica las distintas teorizaciones sobre América como lugar de confluencia cultural de la humanidad. No se trata de una suma de rasgos heterogéneos, sino de la fusión particular, dada en un tiempo espacio propio, de viejos legados que se reformulan en una modalidad que emerge en la expresión literaria y puede ser abarcada por las denominaciones de humanismo, barroco, criollismo, americanismo.
Aún en los momentos de más fuerte antihispanismo ha sido imposible omitir en nuestros pueblos la impronta hispánica, de plural raíz greco-judeo-latina, árabe y celta; tampoco es fácil negar, aún desde los asentamientos inmigratorios modernos, la pervivencia de la raíz autóctona, religiosa y virginal, que se presentó como modelo de vida para muchos de los conquistadores.
De la cultura indígena ha prevalecido la religiosidad y el amor a la naturaleza, que emergen en la expresión latinoamericana como su rasgo más constante. De la España dominadora nos ha quedado el personalismo, y la herencia humanista que representó en Europa lo marginal y heterodoxo. Tal humanismo, perseguido por la Inquisición, es causa de la temprana valorización del indígena que se opera desde Montesinos hasta el Inca, con consecuencias crecientes sobre la Europa expansiva de la modernidad.
El sustrato mestizo no sólo fue la base de la población del continente sino que sigue siendo, aún en las naciones de predominio blanco como la nuestra, o en las de predominio indígena, como Nicaragua, México y el Ecuador, el eje sobre el cual se va definiendo la cultura en sucesivos reconocimientos y manifestaciones. Tal el proceso de una identidad móvil y en crecimiento sobre sus constantes profundas. Se ha conformado un ethos criollo, distinto del ethos indígena por su capacidad de admitir sucesivas alterizaciones, y distinto también del ethos español por su peculiar mestización eco cultural. Pero, cabe admitirlo, esta nueva instancia de la cultura universal se hizo posible por la presencia de un humanismo activo que llevaba en sí el germen de la conjugación de los opuestos.
Surgía una nueva identidad histórica y cultural; se constituía un sujeto nuevo que en sucesivas y dramáticas instancias habría de desarrollar una cultura de matices originales y creciente autoconciencia. Para ceñirnos a nuestro tema, es importante recordar que la literatura misma, además de perfilarse como un emergente histórico, practica a su turno una historificación, especialmente cuando surge como lectura y recreación de obras anteriores, como es típico de la literatura moderna. Ha sido el escritor quien ha encabezado ese movimiento de re-historificación y apreciación global de nuestras letras. Es el reconocimiento del pasado, reconocimiento siempre activo y reinterpretativo, el que permite desplegar una memoria histórica y afirmar una cierta identidad , que desde luego no es estática sino expansiva y proyectiva, como trataremos de fundamentarlo a continuación. Y es especialmente nuestro siglo, a partir de ese movimiento literario ambiguamente llamado modernismo, el que despliega una conciencia historificante que viene mostrando instancias de simbolización, teorización filosófica e implementación crítica asentadas en el reconocimiento de la identidad cultural latinoamericana.
Este proceso ha determinado la reconsideración de momentos anteriores que ostentan asimismo la marca de esa preocupación histórica y reinterpretativa, integrando una historia de la teoría americanista. Las obras de Darío, Lugones, Larreta, Rivera, Gallegos, Güiraldes, Uslar Pietri, Asturias, Carpentier, por agrupar algunos nombres que abarcan las primeras décadas de este siglo o despuntan en ellas, adquieren fuerza historificante y valor de afirmación cultural que induce a nuestro siglo a una progresiva y cada vez más amplia reconsideración del corpus total de la expresión americana, cuyo examen confluye en una reflexión filosófica sobre los aspectos originales de nuestra vida, modo de ser en el mundo y particularismo ético.
En los ensayos de Mariátegui, Henríquez, Ureña, Picón Salas, Arciniegas, Vasconcelos, Ricardo Rojas, Pablo Rojas Paz, Mallea, Borges, Marechal, Arturo Jauretche, Scalabrini Ortíz, Martínez Estrada, Sábato, Murena, Canal Feijoo, se hallan los gérmenes de una filosofía latinoamericana que sería desplegada en forma más sistemática por Taborda, Astrada, Rodolfo Kusch, Manuel Gonzalo Casas, Ernesto Mayz Vallenilla, Leopoldo Zea, Mario Casalla, Danilo Cruz Vélez, por dar algunos nombres dentro de un campo singularmente activo que permanentemente se enriquece con nuevos aportes. La búsqueda de una identidad se convierte pues en afirmación consciente de una cultura que se auto reconoce y despliega sus propias categorías epistemológicas, hermenéuticas, históricas, críticas.
Tres grandes campos se ofrecen como reserva a la reflexión del intérprete: la historia, la cultura en la pluralidad de sus manifestaciones vivientes, las artes. Desde luego que éstas pertenecen a lo histórico y a lo cultural, pero accedemos a darles un estatuto independiente por los factores específicos que operan en su constitución. Estos campos se revelan totalmente interconectados, si se tiene en cuenta que accedemos a una visión histórica del pasado a través -en gran medida- de textos que a su vez se revelan como textos literarios, y se restituye, como lo creemos legítimo, la continuidad de lo literario con las expresiones gestuales, rituales y orales de la cultura. Ello hace que sea indispensable la implantación de enfoques interdisciplinarios que son englobados bajo una perspectiva filosófica, y no ya científica. La sincronía queda hermenéuticamente subordinada a la diacronía, dimensión que revela los ejes de sentido, las categorías culturales que refuerzan un perfil reconocible.
Es dentro de esta perspectiva que hemos querido plantear, así sea brevemente, el tema de la identidad nacional y americana, del ethos propio, y la legitimidad de su localización y reconocimiento de una tradición literaria.
Identidad o ipseidad en la tradición nacional
El concepto de identidad merece ser adecuadamente profundizado, a fin de rescatarlo de estereotipos o concepciones reductivas. Toda identidad es identidad de un sujeto, sea éste personal o comunitario. El tema del sujeto, tan debatido hoy, es el que permite la vertebración unificante de la persona humana; se reconoce o se niega la existencia de esta dimensión a partir de diversas posiciones filosóficas.
Tal discusión se traslada a la existencia de los pueblos como entidades o sujetos de culturas diversas, que asimismo muestran poseer ciertos niveles comunes entre sí. Reconociendo la problematicidad de esta temática, hoy nuevamente planteada ante la formulación de una pretendida universalidad planetaria, nos inclinamos a compartir lo expresado por Paul Ricoeur cuando afirmaba: "He aquí lo asombroso: la humanidad no se ha constituido en único estilo cultural, sino que ha hechado raíces en figuras históricas coherentes, cerradas: las culturas" . Y son los valores, las imágenes básicas, los símbolos en fin, los núcleos ético-míticos, los que hacen reconocible a una cultura en relación con las demás.
Es decir que si bien aceptamos como horizonte humano la construcción de una historia universal, tal como la plantearon los filósofos románticos, alentamos la realización de esa etapa sobre la defensa de los particularismos culturales de todos los pueblos. Esto nos lleva reflexionar sobre el ser comunitario, sujeto de la cultura. Así en lo personal como en lo colectivo, se está ante la doble posibilidad de plantear, en un extremo el sujeto como idéntico a sí mismo en un sentido formal; sería lo siempre repetido e inamovible.
En el otro extremo, encontramos la tensión hacia una alteridad que llega a producir aniquilación del sujeto como "ilusión sustancialista”. Frente a tales extremos, Ricoeur recurre a un concepto elaborado por Jean Nabert, que es la ipseidad.
Reemplazando la identidad de lo mismo por la ipseidad del Sí mismo, se admite la noción del sujeto en crecimiento, que admite sucesivas alterizaciones parciales en el desenvolvimiento de su reconocible personalidad. Ese concepto de ipseidad es aplicable al sujeto comunitario. La "ipseidad comunitaria es el concepto del Sí-mismo instruido por la cultura”.
La comunidad construye su carácter en torno a ciertas pautas que emanan de sus núcleos míticos. Hay aceptación de lo fundante y a la vez desarrollo en libertad en un proceso que admite las negaciones, las confrontaciones. Sin embargo, la vitalidad de la cultura en torno a sus lineamientos éticos queda asegurada por una continua recreación de los principios.
Ello es propio del ethos americano.
Es innegable el papel de la tradición verbal y escritural en la conformación de una identidad comunitaria. Cuando el pueblo se reconoce en relatos, en historias que dan cuenta de su propio acontecer, en fábulas que expresan sus modos reales o posibles de conducta, se halla en condiciones de construir un carácter, de reconocer un destino común o la fragmentación de un proceso de autorreconocimiento.
Alejo Carpentier ha afirmado lúcidamente la riqueza original de la literatura latinoamericana, señalando que no se trata en absoluto de una literatura reflejo; por el contrario, en sus momentos de mayor fuerza expresiva y más plena conciencia de su historia y su cultura, se pone a la vanguardia del pensamiento universal, ofreciendo al mundo el perfil de una axiología que pone el acento en una preeminencia de lo ético religioso y su consecuencia en la esfera de la acción.
La literatura latinoamericana es histórica en un doble sentido. Como emergente de la conciencia evolutiva de nuestros pueblos, y como registro invalorable del acontecer mismo. La novela hispanoamericana y su antecedente innegable, las crónicas -nombre que suelen unificar a un variado material documental, testimonial e historiográfico cuyo carácter literario aparece hoy como indiscutible- otorgan legibilidad simbólica al acontecer americano convirtiéndolo en textualidad diegética, poética, crítica y filosófica.
Estamos pues abocados a la recreación y reconocimiento de una tradición de sentido, de una memoria histórica que ha sido codificada y revitalizada permanentemente en textos literarios a partir del impulso historificante de España, que introduce la escritura. Pero la pluralidad de nuestra tradición -o los anacronismos de nuestro espacio cultural propio- hacen que ésta discurra por carriles disímiles y entrecruzados: una cultura eminentemente oral, viva en las clases populares, y una cultura ilustrada, que se dinamiza en la relectura de lo escrito pero que apela continuamente al estrato viviente en busca de confrontaciones y redefiniciones que le otorgan legitimidad.
Con ritmos disímiles, ambas corrientes de nuestra tradición, la popular y la ilustrada, desenvuelven un aspecto de un ethos cultural que en términos amplios identifica a la comunidad de los pueblos hispanoamericanos, y en términos más estrictos permite el reconocimiento de las identidades nacionales. Pero tampoco ignoramos la problemática inherente a esta definición, dada la presencia de regiones culturales bien reconocibles que abarcan a dos o más naciones, o que incluyen parcialidades nacionales como el Noroeste argentino, por ejemplo, el Litoral, o Cuyo, más ligados en algunos aspectos a las naciones limítrofes que a otras parcialidades de su propio ámbito nacional. Por ello es necesario y legítimo ampliar el concepto de identidad nacional al más abarcador de identidad latinoamericana, reconociendo que estamos frente a una familia de pueblos con una historia y un acervo cultural comunes, y diferencias regionales o nacionales que no fragmentan totalmente aquella unidad, hoy planteada como el horizonte ineludible de una reintegración política.
Como principio hermenéutico recordamos que es en el seno de una tradición, de un corpus de sentido, donde los símbolos, textuales o no, son capaces de entregar plenamente su significación. Mientras el crítico ideólogo, prejuiciado, lee los textos desde una hermenéutica de la sospecha, buscando hallar las marcas del pattern previamente trazado, el lector estético será capaz de captar, fenomenológicamente, todos los aspectos de la expresión, en una recepción amplia y enriquecedora, que podrá ser completada a su turno por una hermenéutica textual, relacionante de distintos momentos de una tradición, y contextual, abierta a los datos de la historia misma. Ello deviene en la apreciación de un ethos individual y social en expansión y de un trabajo introspectivo y crítico característico de nuestra literatura.
Muchas de las obras literarias hispanoamericanas, escritas en forma de diario o de memoria, han acompañado una acción militante, prolongando así el carácter de las crónicas iniciales. Se escribe para registrar lo valioso de la experiencia; se escribe también para analizarla, para interpretar la propia vida. Muchos episodios históricos o biográficos se prestan a su amplificación o diversificación simbólica, cumpliéndose así un proceso básico de la literatura.
Tempranamente asoma, como signo del personalismo hispánico, la conciencia introspectiva, que ha sido el signo de la cultura occidental. Según Jauss, los géneros autobiográficos se revelan como la forma literaria genuina que acompaña el crecimiento de la individualidad, y que insume el paso de la cultura teocéntrica a la cultura antropocéntrica moderna, pasos verificables desde las Confesiones de San Agustín, como momento ligado aún a la teología, hasta las de Rousseau, que abren una fase nueva. Nos atreveríamos a sugerir que esta fase individualista extrema no tiene gran desarrollo en América Latina; por el contrario rige en ésta una tensión que podríamos denominar teándrica. Ella hace posible la mutua integración del español con la cultura indígena, la vivencia mítica que se pone de manifiesto en los distintos pasos de la especial modernidad americana. Una modernidad que es siempre pre o post-moderna. Así lo muestra ante nuestros ojos la extraordinaria literatura de este subcontinente.
Integrar el corpus total de las letras nacionales
La crítica actual ha incorporado definitivamente a los textos liminares muchos de ellos considerados, antes, de carácter documental o histórico. El humanista Pedro de Angelis inició entre nosotros una tarea filológica al recopilar y ordenar los textos del pasado colonial. Este discípulo de Vico reunió, en los seis tomos de la Colección de obras y documentos relativos a la Historia Antigua y Moderna de las Provincias del Río de la Plata, los textos de Ruy Díaz de Guzmán, de Ulrico Schmidl y la Relación histórica de la rebelión de Gabriel Tupac Amaru en las provincias del Perú en 1780. Un válido principio ordenador reunía textos del tronco común americano con otros circulantes en nuestra tierra y los provenientes de viajeros que escribieron sobre nuestras realidades.
La historiografía liberal tendió luego a separar el pasado hispánico, afirmando una autogeneración cultural por obra de la voluntad emancipatoria. Ello impidió -salvo etapas de restitución de aquellos nexos- que los argentinos tuvieran un fuerte sentido de su tradición cultural e histórica, como lo tienen otras naciones americanas. Las obras testimoniales e históricas se han manifestado con visibles matices literarios, incluyendo procesos de simbolización ficcional que son típicos de la literatura; por su parte las obras literarias adquieren carácter histórico y constituyen invalorables documentos del pasado. En esas obras se va revelando y configurando el ethos nacional, como afloramiento de una conciencia colectiva. Asoma allí la flexibilización del rigor hispánico, la marca del humanismo que equilibra la lealtad y libertad, la incorporación del apego indígena a la tierra, la adaptación a un nuevo medio, la progresiva aceptación del mestizaje, la incorporación del mito autóctono.
Se hace notable, como herencia del personalismo cristiano, la emergencia de un rumbo introspectivo y crítico fundado en los valores ético-religiosos. Una hermenéutica fenomenológica, aplicada con desprejuicio a la totalidad de los textos que conforman nuestra tradición, permite afirmar la existencia de constantes que perfilan a nuestros pueblo, dentro del común denominador ético-religioso de los pueblos latinoamericanos, como un pueblo menos dado a lo ingenuamente mágico o maravilloso, y más tendiente a elaborar los temas de la culpa y la conversión.
San Martín es un héroe de la renuncia y es asimismo una figura que encarna arquetípicamente a nuestro pueblo.
Leopoldo Marechal elabora literariamente esa figura en la Cantata que con música de Julio Perceval, fue estrenada en Mendoza en 1950. Pero más allá de la elaboración manifiesta, los héroes históricos y literarios ostentan una continuidad ética que permite hablar de identidad a pesar del cambio. Las figuras que pueblan nuestro imaginario simbólico surgen de la historia y de la leyenda: son Belgrano y Juana Azurduy, Siripo y Lucía Miranda, Facundo y Martín Fierro. También Erdosain, Adán Buenosayres, Oliveira, aunque menos difundidos a nivel popular: o los héroes dramáticos, los héroes de la canción. Reconstruir ese imaginario nacional nos impone atender al pasado y al presente, a lo popular y lo ilustrado, a lo oficial y lo marginal de la cultura. Si la canción folklórica surge del sujeto pueblo tradicional, el tango aparece como fruto lírico y filosófico del hombre en soledad, del hombre ciudadano.
También deberemos fortalecer un concepto histórico de la literatura nacional, prestando renovada atención a las obras liminares. Martín del Barco Centenera fija la raíz del Reyno Argentino en España, pero también ve en España la raíz del indígena a través de Tubal, de quien descienden los hermanos tupí y guaraní. Los moldes míticos así como los literarios, son rebasados por la realidad de América que sustituye el heroísmo épico por una gesta cómica, insólita, sobrenatural donde hay más culpa que triunfos, más frustración que avance.
El Argentino Reyno se revela como un mundo no fácilmente ordenable. Por su parte el mestizo Ruy Díaz de Guzmán, que hecha a circular buena parte de nuestra leyenda, consigna las apariciones de San Blas y Santiago que originan las burlas de Azara y de Groussac, anota la existencia de amazonas y pigmeos, y calla la defensa de su mestizaje, la que es elaborada simbólicamente por los episodios novelescos de su obra. En todos estos escritos se va plasmando una modalidad moral menos rígida, menos formalista que la de España: una necesidad de problematizar lo unilateral, de tender puentes entre legalidades opuestas o alejadas.
Rasgo característico de la literatura nacional es la presencia del autor en su obra. Debe ser visto como un elemento ético, y como un signo de afirmación protagónica. Muchas de nuestras obras son declarada o veladamente autobiográficas, desde el barroco laberinto de Luis de Tejeda hasta el esbozo novelístico Las aventuras de Leartes redescubierto por el padre Grenon, o las crónicas de viajes de los siglos XVII Y XVIII. La investigación histórica nos ha devuelto la imagen del Comisionado Alonso Carrió, quien desplazado de su cargo por poderes de allende el océano, publica su crónica-alegato denunciando en ella los errores de los evangelizadores, la ineficacia de los lenguaraces y la resistencia del indígena, dando cuenta al mismo tiempo de su trabajo y observaciones de una dilatada región. Por esos mismos carriles transitan los relatos del chileno Luis de la Cruz, o más tarde de Olascoaga o Mansilla. La rigidez del concepto de frontera se diluye en ellos, transformándose en el concepto positivo de vida agreste y heroica, apta para la transformación del carácter y la ampliación del conocimiento.
En el siglo XIX la impostación paulatina o franca de una visible antítesis cultural, da pié al surgimiento de una literatura más madura, gestada en las confrontaciones históricas, propicia el comienzo de una introspección más profunda. El enfrentamiento del sujeto individual ilustrado con el sujeto popular, cuya cultura es designada como barbarie, recorre el siglo: Gaspar del Corro señaló certeramente el quiasmo simbólico de los héroes. Unos continúan el iluminismo europeo: son los héroes del progreso y la civilización que aparecen en los escritos de Mármol y Echeverría, atraídos por la sugestión del desierto, concepto éste típicamente rivadaviano que niega y condena lo autóctono, así como su representación característica, el caudillo. Otros son los héroes de la tierra, postergados, que luego habrán de adquirir protagonismo.
Pero la conciencia literaria no está destinada arraigar en la defensa del progreso, del iluminismo de la civilización. Por el contrario, aún en escritores ideológicamente adheridos al impulso fáustico, la tarea poética tiende a compensar el exceso restaurando la legalidad del vencido, del oprimido. Los valores se invierten en confrontaciones problemáticas, Sarmiento ve la naturaleza como el mal, la contemplación como incuria, la tradición como atraso. Sin embargo su pluma celebra con fuerza inusitada la imagen de la tierra, el perfil moral del bárbaro, el ethos de la tradición provinciana criolla al que se liga por su infancia y temperamento.
Mansilla, hombre de mundo, impregnado de la ideología liberal, es menos vehemente pero igualmente profundo en la recuperación de una visión amplia de la nación, que excede totalmente la tertulia de sus amigos porteños. Su "excursión" es una incursión, y también un acto de desenmascaramiento. El, tan amigo del teatro y los disfraces, llega en momentos límites a preguntarse ¿cuáles son los verdaderos caracteres de la barbarie? Y su respuesta está lejos de ser unívoca. El general problematiza el discurso oficial, invierte perspectivas y legalidades, reconociendo que el otro también tiene una cultura. Civilizar es invadir, también destruir. Su desobediencia le ha permitido vivir situaciones protagónicas personales a las que es afecto, pero comprende también que ha rozado una alteridad oculta o disimulada en la vida de sus contemporáneos. Su Excursión en forma de epístolas - no en vano fue presentada al Congreso de Geografía de Paris- también es alegato personal, testimonio, obra en defensa de la gestión.
El ethos nacional empieza a reconocerse en el ethos popular, pese a la relegación de su proyecto histórico. La literatura una vez más se nutre de lo oculto y silenciado, aborda la paradoja, metaforiza lo no expreso. La figura de Martín Fierro entra en el imaginario nacional por derecho propio. No se podría entender nuestro perfil ético-religioso más tradicional sin atender a su figura; así lo ha probado, por otra parte, su amplia difusión popular, y su nutrida descendencia en la recreación pictórica, literaria, cinematográfica. Lugones, en gesto crítico y hermenéutico, revalorizó la obra en El Payador, sentando juicio sobre ella y proponiendo al cantor como imagen nacional. Borges, por su parte, no hizo tal vez sino girar infinitamente alrededor de este rico símbolo por el que se sentía cuestionado.
Hernández asienta firmemente el ethos criollo en la sabiduría bíblica, y en la plural tradición de los pueblos, análoga en su fondo. En una nueva batalla del héroe quijotesco, por excelencia hispánico, Martín Fierro sale a jugar su sapiencia contra el avance técnico, contra el dominio civilizador. Para Cervantes el fin del mito caballeresco era el comienzo de su encarnación en el mundo. El mito de Fierro es el mito del hombre americano exiliado en su propia patria. Hernández abre el texto a los discursos diversos de Fierro y de Vizcacha: enfrenta una moral de sufrimiento y justicia a una moral de adaptación y supervivencia que también es del pueblo. La picaresca española la había anticipado. Vizcacha es el mal necesario, en tanto que Martín Fierro, gaucho cantor, como Santos Vega, encarna hondamente el alma ética popular. La Vuelta muestra la dispersión de figuras de reunión, amistad y coraje; corresponde a otro tiempo y se hace cargo de una espera. En su cuento “El fin”, Borges hace lugar a la venganza del negro contra Fierro, como completando una etapa no contemplada en el poema, prolongando sus líneas. Sí en el ensayo Borges se coloca del lado de la ley, llamando a Fierro "gaucho pendenciero", en su relato da cuerpo al asesino de Fierro, en figura que parece completar el destino crístico del gaucho. Ni el indio ni el negro habían alcanzado en el poema esa dignidad. Representaban lo oscuro, lo prohibido, la última frontera que es necesario incorporar.
El personaje de Antonio Di Benedetto, Diego de Zama, vive su aventura más reveladora en su inmersión en la selva paraguaya. Ir hacia el otro, comprenderlo, es aventura de transformación de la conciencia.
Pero el contrapunto civilización-barbarie, inherente a la historia, no se resuelve en la literatura de modo unilateral; tampoco es así en la tradición popular. La leyenda de Santos Vega, retomada por Obligado en un momento en que adquiere significación histórica notable, enfrenta arquetípicamente a dos figuras que pueden muy bien representar dos perfiles de nuestra cultura y nuestra política. Santos es Abel, y como él encarna la obediencia al Padre, el sentimiento, la lealtad; Juan es Caín, la rebeldía innovadora no desdeñada por el saber tradicional. Sólo una lectura superficial de las tradiciones puede omitir en ellas el valor concedido a la negación, a la ruptura. Bajtín lo ha observado suficientemente en la cultura europea medieval, tal como se revela en los textos de Rabelais y se halla igualmente presente como impulso modificador en la cultura hispanoamericana, moderada en sus cambios, consciente de la legitimidad de absorber la negación en una síntesis superadora, como lo ha mostrado suficientemente Rodolfo Kusch.
La ciencia, la innovación material y técnica, el dominio de la naturaleza, son atributos del héroe fáustico europeo. No en vano su imagen circulaba también en la irónica recreación de Estanislao del Campo, (el héroe de la rebeldía había sido mostrado desde la Grecia antigua en su dimensión trágica; el Prometeo de Esquilo paga su demasía con el martirio, aunque es un benefactor de la humanidad). Europa se encarna en los héroes de la fuerza y el conocimiento. América se reconoce en el héroe-víctima, el invadido, el avasallado; también en el justiciero, el héroe quijotesco. Los héroes del progreso son entre nosotros los héroes del aprendizaje, la culpa y la transformación: instruidos por la Telus Mater (como Santos Luzardo en Doña Bárbara), discípulos del hombre popular (como el pueblero que vuelve al pago de la infancia en Don Segundo Sombra) son héroes de la aceptación, de la religación con el origen.
La búsqueda y reconocimiento del ethos nacional nos exige atender a las creaciones dramáticas, poéticas, novelísticas, a los ensayos y reflexiones sobre el ser nacional, a las leyendas populares, las canciones, las letras de tango, el folletín. Toda expresión del sentir popular da a conocer, a veces velada por el sarcasmo, la aspiración de enmascaramiento, la fe en la providencia o la amargura ante la caída de los valores. Buen ejemplo de ello es el tango, cuyas letras expresan el enjuiciamiento popular.
Los discursos popular e ilustrado confluyen en obras de síntesis revalorativa como Romances de Río Seco o Adán Buenosyres. En ellas se afirma, como en los Cuentos del Sol y del río, o en Gente de Palabra del santafesino José Luis Víttori, un modo de vida que reclama la relación con el paisaje y una escala axiológica que reposa sobre la lealtad, la sinceridad, la dignidad, la vocación de reconstrucción permanente.
Pero no pensemos sólo en obras que ejemplifican o subliman la cultura rural ni caigamos en oposiciones tan terminantes como las que han contrapuesto a Borges y Roberto Arlt. Uno sería el representante de la cultura conservadora; el otro, el de la cultura inmigratoria, la clase media pobre y resentida. Sin negar de plano lo que tal clasificación sociológica pueda tener como verdad parcial que irradia en los planos de sentido de la obra, podemos anotar paradójicamente en la obra de Borges ciertos elementos de cambio y transformación, y en la de Arlt una voluntad de desenmascaramiento y búsqueda del origen.
La creación pone en marcha mecanismos contradictorios, modos de comprensión supralógica, dialógica, que implican la superación del punto de vista social. Ramón Doll pretendió clausurar las significaciones de Don Segundo Sombra diciendo que era la novela escrita por el hijo del patrón de la estancia. La expresión del crítico nacionalista, rechazada por Marechal, fué recibida con alborozo por críticos marxistas que han atribuido a Mansilla, Cambaceres, Larreta, Güiraldes, Mujica Láinez, Bioy, Mallea y Borges una conciencia oligárquica cerrada en sí misma y aferrada a la defensa del privilegio.
Se omite el hecho de la creación como modificación de la conciencia; se olvida que la literatura no es mero trabajo sobre el lenguaje ni exposición de una ideología. Como decía René Char, el escritor no sale indemne de su página. Cabe afirmar que toda literatura digna de recuerdo excede el trabajo caligráfico, promueve una catarsis interior, y dinamiza una catarsis en el lector.
La constante autobiográfica que hemos señalado -con los críticos Adolfo Prieto, Ara, Borello- como rasgo de la literatura nacional, entra en pugna con modalidades ficcionales puras, fantásticas, nominalistas, signistas o concretistas, que sólo tangencialmente son incorporadas por el escritor argentino. No es el suyo el camino de la "clausura de los signos", sino el de la lectura de la realidad, la búsqueda de sentido, la introspección, el diálogo, y la conversión, característicos del ethos cristiano.
Una obra como Sin rumbo expresa la conciencia de culpa que emerge en un personaje de la clase alta -innegable hipóstasis del autor- en un período de lujo y dispersión que desgarra los valores de la sociedad originaria. Los personajes de Larreta y Mallea viven instancias de meditación personal o ascesis religiosa que prolongan o espejan situaciones autorales.
Las crisis internas, la evaluación del contexto social, los problemas de conciencia, hacen el fondo existencialista de las obras de Gálvez, Cerretani, Roger Pla, Di Benedetto, Viñas, Sábato, Cortázar. Marechal ofrece un nítido ejemplo de novela fenomenológica, surgida del despertar de la conciencia al nivel trascendental, en su Adán Buenosayres.
Pero nuestra consideración de la literatura nacional no debe limitarse a los escritores más destacados, ni a aquellos que pertenecen a una sola región del país. Una mirada amplia a las distintas regiones argentinas recoge los nombres de Alcides Greca, Ángel Vargas, Juan Filloy, Carlos B. Quiroga, José Gabriel, Alberto Rodríguez, Carlos Aparicio y muchos otros narradores, si es que atendemos preferencialmente a la novela y el cuento como géneros especialmente aptos para representar los procesos de la conciencia.
En tales obras nos es dado apreciar el perfil antropológico del hombre de provincias, más ligado al paisaje, más inclinado a la celebración lírica, firme en sus convicciones axiológicas, a veces elegíaco ante la progresiva destrucción de su cultura, o ante los cambios sociales. Buen ejemplo de ello lo dan Los Nombres de la tierra, de Lermo Balbi, y Alamos talados, de Abelardo Arias. La problemática social se dinamiza en los grandes centros urbanos, generando contrastes como los que aparecen en novelas de Libertad Demitrópulos.
La visión de la provincia como centro, la afirmación positiva de su estilo vital, se hace plenamente consciente en el escritor que vuelve a la zona nativa, como es el caso de Héctor Tizón, en Jujuy, o de Martín Alvarenga en Corrientes.
Redescubrir lo propio
El conflicto dramático civilización versus barbarie se convierte en nuestro tiempo en el enfrentamiento cultural nacional versus modernidad. Ya Antonio Di Benedetto en su novela de los años 60, El silenciero, anticipaba agudamente una problemática que se ha venido acentuando desde entonces.
El escritor no ofrece soluciones en el sentido corriente del vocablo. Su trabajo es resolución interna, confrontación en el plano simbólico del cual surge siempre una defensa de lo humano. Por su parte Sábato y Cortázar tratan el tema en lúcidos ensayos, además de profundizarlo novelísticamente. Marechal lo configura en forma certera en su Poema de Robot.
¿Vamos hacia una civilización planetaria que anulará las tradiciones volcándolas a un "grado cero" de la cultura, o será legítimo recuperarlas en sus símbolos, mitologías, expresión estética particular y herencia ético-religiosa? He aquí el gran problema que se plantea en este fin de siglo.
En nuestras obras literarias, pese a la diversidad de su espectro, podemos hallar respuestas humanistas, símbolos orientadores, figuras que expresan la pervivencia de un sentir nacional. El estudio de la literatura nacional debe ampliarse a las manifestaciones marginales, populares, orales, y recoger asimismo la historia efectual, la historia de la recepción estética. Así se nos revelará la persistencia, tanto en la memoria popular como en la recreación artística, de figuras históricas o legendarias que encarnan al héroe víctima. Dorrego, Facundo, Martín Fierro, Juan Moreira. Ellos señalan la constante ética del alma nacional. Son los héroes de la renuncia y el sacrificio, no los del dominio, la riqueza y la demasía.
También podemos constatar la presencia del héroe ilustrado, el buscador, el outsider, que representa al propio creador como es visible en Sábato y Cortázar. Este héroe es también instruido por su pueblo, como Martín en Sobre Héroes y Tumbas, o seducido por el mito, como Oliveira por la Maga. El fondo apocalíptico, con su cuota de culpa, castigo y esperanza, nutre las creaciones de Marechal y Castellani, pero también de Sábato, si atendemos a su última novela Abaddon el exterminador, verdadero exponente de un desnudamiento total de la conciencia, y radiografía de la decadencia actual.
Una larga serie de obras practican el desnudamiento en categorías formales, la condena de una moral victoriana, de estilos venales de la política criolla, de la "viveza" que cunde en la sociedad, de la burguesía autosuficiente, del racionalismo vacuo. Bastará recordar en incompleta nómina los nombres de Roberto Payró, Filloy, Cancela, Castelnuovo, Mallea, Scalabrini, Jauretche, Puig, Medina, Juan José Hernández, Alberto Lagunas; por contraste, otros escritores elaboran con fuerza el sustrato popular mítico-simbólico, o abordan una poética supraracional, como Daniel Moyano, laura del Castillo, Luisa M. Levinson, Héctor Tizón.
Nuestra literatura es ejemplo de libertad y ejercicio crítico, rasgos que en un tiempo nos singularizaron en medio del panorama latinoamericano, ligado a lo folklórico. Sin embargo, y acaso debido a esa madurez intelectual, es entre nosotros donde surge con mayor fuerza una conciencia americanista, una urgencia de rescatar la identidad cultural, un reclamo de soberanía. No es difícil hoy constatar, en la novela, la poesía y el cuento, así como en la canción popular, este rumbo definidamente americano que rechaza a las actuales tendencias postmodernas (El pensamiento débil, la anulación del sujeto y del sentido) afirmando en cambio la propia identidad, sujeto histórico, tradición, mitos, valores.
El retorno a las fuentes señalado en los comienzos de siglo por Darío y Lugones, tiene su continuidad en el ultraísta Girondo, como puede verse en su obra Campo Nuestro, o años más tarde cuando el surrealista Francisco Madariaga escribe Llegada de un jaguar a la tranquera. No nos extrañe hallar semejante vuelta igualmente en autores ligados a las estéticas del creacionismo, invencionismo, madí. El ethos nacional enmarca las aventuras intelectuales o la experimentación formal.
La figura símbolo de Horacio Quiroga en su retorno a la tierra, a la provincia, tiene su correspondencia medio siglo después en la aventura de Rodolfo Kusch, que expande filosóficamente el sentido americano de la vuelta al origen. Las grandes individualidades poéticas viven solitarias y audaces aventuras de la conciencia que comportan ruptura y religación. Esto es tan advertible en Girondo como en Castilla o Ramponi. No se trata de un retorno al folklorismo sino de asumir plenamente la tradición como caudal viviente de la cultura. Se pone nuevamente de manifiesto la íntima relación que mantiene la literatura ilustrada con el logos popular que la nutre y la sustenta.
De la lectura de nuestras obras del pasado y el presente, de nuestro cancionero, leyendas, creación dramática y otras formas de expresión popular, urbana o suburbana surge la identidad nacional que hoy alcanza su fase filosófica y epistemológica, Es este el legítimo proceso de una cultura que sin falsos complejos de inferioridad reclama su lugar en el mundo.