Lucio V. Mansilla

Lucio V. Mansilla

El indio como "prójimo",
la mujer como el "otro" en

Una excursión a los indios ranqueles
de Lucio V. Mansilla.*


María Rosa Lojo**
CONICET- Universidad De Buenos Aires



Pocos libros hay -tal vez ningún otro, en la literatura argentina del siglo XIX- de un ecumenismo tan pronunciado como Una excursión a los indios ranqueles, obra por la que fundamentalmente se recuerda al multifacético Lucio Victorio Mansilla, quien fue además de escritor, militar, político poco afortunado, diplomático, empedernido hombre de prensa, duelista contumaz y casi dandy profesional.1

Esta novela sui generis estructurada en forma de cartas dirigidas a un entonces distante amigo de Mansilla, Santiago Arcos, da cuenta del viaje del autor hacia las tolderías de Mariano Rosas, jefe de los indios ranqueles que ocupaban la pampa central argentina y que solían llegar en sus incursiones hasta la ciudad de Río Cuarto, donde se hallaba la Comandancia de Fronteras. Cuando Mansilla marcha a encontrarse con Mariano Rosas en su mismo hábitat (el corazón del Mamuelmapú o País del Monte) su propósito ostensible es hacer ratificar un tratado de paz que ya se ha demorado largamente en despachos y asambleas. Pero ante todo, para este hombre aún joven que se ha propuesto transformar el pasajero fluir de la propia vida en una obra de arte inimitable, su "calaverada militar" como gustaba llamarla, ofrece la oportunidad de esa deseada inscripción en la memoria colectiva que los libros aquilatan y extienden.

Más allá del "turismo" (el juego peligroso del viaje que con intencional descuido se ha denominado "excursión") este desafío va adquiriendo matices de una profundidad acaso insospechada en un principio. Se convierte en meditativa indagatoria de la condición humana, y asume una defensa decidida de la "planta hombre" -única en todas las latitudes bajo sus diferentes formas- que no reconoce las razas "superiores" e "inferiores" en que gustaban clasificarla las corrientes positivistas (teorías -insiste Mansilla- sólo adecuadas para justificar el despotismo).2


Pero la "planta hombre" tiene dos ramas fundamentales, dos géneros, hombre y mujer. El texto trabaja sobre esa diferencia genérica asimilando entre sí a todas las mujeres (indias o blancas) y oponiéndolas a los varones, hermanados también inter pares, más allá de su color o de su cultura. Mientras el indio varón aparece como el prójimo, sustancialmente identificable con cualquier blanco del sexo masculino, la mujer, sin que se niegue su pertenencia a la especie humana dotada de alma, es el otro, el ser distinto y siempre algo distante (aunque llegue a puntos de máxima cercanía física y afectiva) que se le presenta al varón con los rasgos de una remanente ininteligibilidad.


1. La intriga amorosa. Contra la sombra de Hernán Cortés y la Malinche. Carmen como arquetipo femenino.


La figura femenina más obvia y poderosa del libro es, sin duda, "la china3 Carmen", ranquel a la que Mansilla define como "mujer de veinticinco años, hermosa y astuta",4 agregada a la embajada indígena en concepto de lenguaraz, un puesto diplomático de no poca importancia ("vale tanto -apunta el autor- como secretario de un ministro plenipotenciario"). Carmen habría sido enviada por Mariano Rosas no sin dobles intenciones: el cacique, que ya no es un muchacho y "ha estudiado bastante el corazón humano" -dice Mansilla. "por un instinto que es de los pueblos civilizados y de los salvajes, tiene mucha confianza en la acción en la acción de la mujer sobre el hombre, siquiera esté ésta reducida a una triste condición." (p. 24). La bella Carmen, Mata-Hari vernácula, Malinche potencial, desempeña con "bastante habilidad y maña" su papel de agente secreto. Pero no da con material corruptible, ni con "otro Hernán Cortés". Mansilla declara haber sorteado sus trampas sutiles y haberse impuesto al cabo de los móviles de su misión, seguramente seduciendo a la seductora, como parece demostrarlo la fidelidad personal y el nostálgico apego que Carmen le manifiesta durante todo el relato. La figura del conquistador de un imperio aborigen junto a una compañera autóctona, quedará reservada solamente a los paródicos sueños de gloria en los que Mansilla se ve proclamado Emperador de los Ranqueles, coronando Emperatriz a la china Carmen (p. 425). Su relación con ella, que abre el relato y casi lo cierra, en el episodio romántico y veladamente sensual de la despedida, sirve al autor para exponer encontradas opiniones sobre el "eterno femenino".

La mujer -piensa Mansilla cuando se despide definitivamente de Carmen- es fuente dual de gozo y de dolor, conjunción encontrada de perfecciones físicas y defectos espirituales, o bien de bondades anímicas y desairada apariencia. El caso supremamente inexplicable resulta la mujer adorable y mala similar a "esas flores venenosas de ricos matices, susceptibles de fascinarnos con su mirada y de intoxicarnos con su aliento malsano" (p. 446). Destinada a ser emblema de belleza, cuando no lo es por igual en el interior y en el exterior parece quebrar con eso su necesaria ubicación en el orden del mundo. La postura del narrador recuerda de algún modo la de Cervantes, cuando afirma que en la mujer bien nacida la bondad es tan natural como la crueldad en el hombre.5


La dama implacable y hermosa, exaltada y denostada por una tradición que llega del amor cortés, se contrapone aquí sin embargo, a la lealtad conmovedora de la Carmen real, "fiel ministril" que está continuamente al lado de Mansilla, que le revela intrigas tramadas contra él, que le da de beber y lo auxilia cuando regresa aturdido por la borrachera forzosa a que lo ha obligado la cortesía, y hasta lo ayuda en su aseo. Surge así por otro lado el motivo de la mujer-samaritana, la imagen de la hermana y de la madre dispuestas a confortar y a servir:

Estas mujeres se le aparecen a uno en todas partes.
Nos aman con abnegación.
¡Y tan crueles que somos después con ellas!
Nos dan la vida, el placer, la felicidad.
¿Y para qué? Para que tarde o temprano en un arranque de hastío
exclamemos:
"Siempre igual, necias mujeres. (p. 240)

Este tópico también reconoce en el culto Mansilla su poeta su poeta que lo avale: "Byron, tan calumniado, tiene razón: en todo clima, el corazón de la mujer es tierra fértil en afectos generosos..." (p. 101) Ambos polos de la imagen femenina renovarán su juego de tensiones en otras voces viriles.

2. El discurso de los gauchos: historias de amor y de persecución.


Gran parte de la novela entrama -anticipación al Martín Fierro -diversos relatos de gauchos que han sido enganchados en la milicia de fronteras o se han refugiado entre los indios perseguidos por la justicia. Prácticamente en todos los casos hay una mujer de por medio como factor desencadenante de la "desgracia". Por un lado se acentúan la "falsedad" femenina, la proclividad al desapego y la traición, que desemboca en sentencias lapidarias: "todas las mujeres son iguales, falsas como la plata boliviana" (p. 98), afirma el soldado Macario. Crisóstomo opina que las mujeres "no sirven sino para perjuicio" (p. 133); Miguelito y Camargo dicen deber en gran parte a ellas su situación desdichada. Los comentarios de los gauchos son a veces rubricados por Mansilla ("Las tales mujeres tienen el poder diabólico de hacer todo cuanto quieren", p. 169; "Las mujeres tienen el don especial de hacernos hacer todo género de disparates", p. 219; "Yo amo la luz y los hombres, aunque he hecho más locuras por las mujeres", p. 353; las mujeres -apunta- maltratan a los hombres abusando de sus ventajas, p.420). En otras ocasiones se ironiza sobre la endeblez de estos lugares comunes con que los gauchos de algún modo se justifican. Así, en el caso de Camargo que confiesa estar casado pese a su opinión misógina y se excusa de la inconsecuencia con una agudeza zumbona: "Así es el hombre, mi coronel, vive quejándose de lo que más le gusta." (p. 133). Macario admite que, pese a todo, sigue acordándose de Petrona: "mi coronel, si las mujeres, cuanto más malas son, más tardamos en olvidarlas." (p. 99). El propio Mansilla, contrapesando las reflexiones que corean los reproches de los gauchos, concluye con frases como: "¿Qué sería el hermoso planeta que habitamos, sin ellas?" (p. 220), "Y con todos sus defectos, sus contradicciones y sus veleidades, la existencia sin ellas sería como una peregrinación nocturna por una tierra de hielo y bajo un cielo sin luz." (p. 448)


La cuestión femenina nunca es planteada por sí, objetivamente, sino en relación con los efectos que produce sobre el hombre. La imposibilidad de solucionar o liquidar su núcleo tensional se advierte tanto en la voz del narrador como en los otros focalizadores masculinos que reflejan y complementan su postura.

3. El otro gran rol femenino.

Si la mujer, como objeto de pasión erótica, perturba con su inquietante ambivalencia, hay un papel donde da y recibe amor incondicional, más allá del sexo: se trata por supuesto, de la figura materna, sujeta a tratamiento especial en la historia de Miguelito, que reconoce en su madre a una "mujer santa", frente al padre afectuoso pero arbitrario que bebe y la cela sin motivo. En cuanto a ella, "Trabajaba como un macho todo el día y rezar era su vida." (p. 200). La Virgen del Rosario, a la que la madre ruega y pone velas confiando en que salvará al hijo de la muerte prolonga simbólicamente el vínculo filial.

El intocable arquetipo se reitera con matices diversos en todo el libro. Es el amor materno (y hacia vástagos nacidos de la violencia) el que ennoblece a las cautivas como doña Fermina Zárate. La sacralidad del "ser querido que nos ha llevado en sus entrañas", es respetada aún "entre los bárbaros" -medita Mansilla al narrar la estremecedora escena del hijo apenas púber de Mariano Rosas amenazando de muerte al cacique cuando éste, ebrio, quiere castigar a la madre del muchachito-. También son las mujeres más piadosas que los hombres, más sensibles a la religión, y desean con mayor fervor que sus hijos reciban el sacramento del bautismo (como ocurre entre las esposas o concubinas de refugiados cristianos).



4. Indias y cautivas.

Una excursión nos informa también cómo viven, en la sociedad tribal, aborígenes y cautivas. La mujer indígena soltera -exenta del tabú de la virginidad impuesto a sus congéneres blancas- goza de relativa independencia y amplía libertad sexual lo mismo que la viuda. Para la casada, en cambio, sometida por completo al marido, que tiene sobre ella derecho de vida y muerte, sólo quedan -apunta Mansilla- dos caminos: trabajar y procrear. Si él, a fuer de caballero civilizado critica esta sociedad donde no existe la categoría de la "dama" (aunque quizá podrían entrar en este rango las madres o esposas de los caciques), no deja de plantearse si los indios, que no conocen divorcios ni reyertas por parte de la mujer, al menos, "no están en esto más acertados que nosotros". La condición de las cautivas blancas se describe como desdichada en general, pero no sólo por culpa de la obstinada lujuria de algunos captores, sino a causa de las mismas nativas que celan a las nuevas concubinas. La conclusión del narrador no se hace esperar: "Las mujeres son implacables con las mujeres" (p. 289) y, si es acertada, olvida que los enfrentamientos femeninos dimanan aquí de la disimetría con respecto al poder masculino del cual todas dependen y por cuyo favor rivalizan.

No quedan sin mencionar -aunque con ironía de hombre mundano que desdeña las supersticiones- las "brujas" (es decir, las machis, shamanes de la comunidad cuya función profunda se le escapa a Mansilla completamente6). Se las ve en todo caso como supeditadas a la voluntad viril del cacique, que les hace cambiar su vaticinio nefasto con respecto a la visita de Mansilla. Las viejas de la comunidad, eliminadas a menudo probablemente por acusaciones de hechicería maléfica, provocan palabras compasivas aunque no exentas de cierto humor sardónico.

5. Dependencia mutua de los estereotipos.

Al lado de la perplejidad que despierta la mujer como pareja amorosa más allá del tranquilizador regazo maternal, existe en Mansilla la conciencia de jugar con roles estereotipados que magnifican incomprensiones y lejanías, cargando peso no sólo sobre la mujer sino también sobre el hombre. "Hay héroes porque hay mujeres", insiste. El varón queda obligado a los gestos de la fuerza y la valentía por y ante la mujer; no puede flaquear, por ejemplo, ante los perros que lo intercepten de noche (se burla aquí de una fobia propia7). En cuanto a actitudes consideradas "típicamente" femeninas: gozar la insondable satisfacción platónica de contemplarse ante cuanto espejo se ponga a tiro, cuidarse las manos, la ropa, la piel, no dejan de ser reivindicadas también para los hombres por el dandy Mansilla, tan coqueto en esto como una dama, y lo bastante contestatario como para romper ciertos esquemas. Pero si Mansilla ha logrado una eficaz comprensión del indio desdoblándose, colocándose dentro de, no sucede igual con su imagen de la mujer, generalmente vista desde el exterior, aunque la frontera pueda romperse en el sueño (como aquel provocado por el relato de Macario, donde se identifica con todos los personajes), en la afectuosa gratitud (hacia Carmen), o merced a la franca admiración (cuando aquilata, por ejemplo, la "alta filosofía" de que es capaz doña Fermina Zárate, creyente en medio del cautiverio. Predominan, empero, las contradicciones ya tradicionales, la sumisión a los estereotipos que recortan y limitan la imagen mutua, si bien bajo esa rígida interdependencia forzadamente cultural, se percibe la corriente profunda de un efecto o una pasión capaz de desbordar los meros moldes. Pese a ello, frente al "misterio femenino" de esos seres que exigen comprensión sin palabras y para quienes "suspirar es hablar", se mantiene la actitud del conquistador/conquistado, o la del hijo devoto, antes que la del compañero, la del par solidario. La suspensión del prejuicio sobre el aborigen que constituye uno de los grandes valores de esta novela, no llega a extenderse a la del prejuicio sobre la mujer, que tal vez Mansilla, hombre de avanzada en la práctica (lo que se aprecia en la educación de sus hijas y en el vínculo con su hermana Eduarda, también escritora, a la que apoyó y admiró siempre), no pudo llevar a la formulación verbal. Tiempos vendrán, empero, en que otros escritores se atrevan a admitir en y desde su propia interioridad esa "cara oscura de la luna" que ha sido secularmente para el varón el lado femenino -su propio lado femenino- de lo humano.


NOTAS

* Artículo publicado originalmente en Alba de América. Nº 26 y 27. Vol 14 (1996): 131-137.
** Analecta Literaria agradece a la autora su autorización para republicar el artículo en su versión digital.

1 Cfr. La novelesca biografía de Enrique Popolizio, Vida de Lucio V. Mansilla (Buenos Aires: Pomaire, 1985), e Impresiones y recuerdos. Un contemporáneo: El general Lucio Victorio Mansilla, de Carlos M. Urien (Buenos Aires: Maucci Editores, 1914), entre otros textos.

2 Me he referido extensamente a esta cuestión en el trabajo "Una excursión a los indios ranqueles: la 'barbarie' en un viaje al 'más acá'", Letterature d' América IX, 38 (1990), 107-148.

3 Con la palabra china, del quechua tjina (sust. Hembra) se designaba en la Argentina a la mujer aborigen o mestiza.

4 De aquí en más todas las citas del texto provienen de Una excursión a los indios ranqueles (Buenos Aires: Emecé, 1989). Ésta corresponde a la página 24.

5 Así consta en la novela ejemplar "La fuerza de la sangre".

6 Mucho se ha escrito sobre el papel de las machis en las comunidades mapuches; papel que compensa el poder masculino en otros aspectos de la vida social. La mujer mapuche tenía particular importancia en las funciones sacerdotales, curativas, y en la sabiduría sagrada de los linajes. Eran sólo mujeres las que se transmitían, de generación en generación, la letra y la música de los cantos de linaje o tayiles que se entonaban coralmente en las rogativas. Cfr. entre otros libros: Rodolfo Casamiquela, Estudio del Ngillatún y la religión araucana (Bahía Blanca: Universidad Nacional del Sur, 1964), Jorge Dowling, Religión, chamanismo y mitologías mapuches (Santiago de Chile: Editorial Universitaria, 1973), Gregorio Alvarez, El tronco de oro (Buenos Aires: Siringa, 1981).

7 Muchos años después, en sus Memorias, Mansilla hablará libremente de sus terrores infantiles, estimulados por los cuentos lúgubres de los criados negros, y que no afectaban en cambio a su hermana Eduarda, con quien compartía el dormitorio. Parece haber sido un niño nervioso e impresionable, de quien resultaba fácil burlarse. Sobre esta figura frágil, sensitiva por demás, se imprimirá más tarde la efigie del militar y duelista (se batió 17 veces) famoso por su valentía temeraria.