Santos Vergara | Cuatro cuentos breves





EL PUENTE

Bastó una palabra y toda la luz de tu paisaje se encendió dentro de mi sueño. Vi tus cerros de verdor incomparable trepando la amplitud del cielo, vi tus ríos de aguas transparentes y musicales invadiendo las piedras de la memoria, vi los rostros y las manos infantiles que dibujaban un adiós en el patio de la vida, vi los abismos del vértigo en los bordes del camino por donde iba nuestra felicidad sonriendo entre los dos. Todo eso vi en un tiempo que luego fue un instante, y un olvido. Ahora no basta tu silencio para romper el puente que cada noche me lleva hasta el umbral de tu mundo, como un pecador arrepentido. No me basta el puente.

RESURRECCIÓN

Un verde envejecido y herrumbroso desciende del monte vecino y recorre las calles de la ciudad, trepado a la copa de los árboles y de los naranjos desolados de la plaza. Lejos, por sobre el techo de los ranchas, se eleva al cielo el humo oscuro de la caña quemada. Las papayas, con sus pechos desnudos, miran lánguidamente el horizonte gastado de la siesta, mientras el tiempo, en puntas de pie, se asoma a la esquina. Se inquietan los ojos de los últimos habitantes de la tierra prometida.

De pronto, en medio de la desolación y de las cenizas, canta un hombre y un niño suelta la paloma de su risa. Desde el sur regresa el viento rodando en el polvo de los caminos, trepándose a los árboles para descolgar sus últimas lágrimas.

Es agosto que llega para renovar la vida en el valle del Zenta. Por todas partes estallan los lapachos en floraciones rosadas y el bronce de la torre anuncian repicando: "San Ramón, San Ramón", y la infancia retorna alborozada a la calle grande para mirar los camiones cargadas de madera, los gauchos envueltos con sus ponchos, y los globos celestes perdiéndose en la inmensidad del cielo.

Entonces es cuando sentidos en una vereda del tiempo, presentimos, embriagados de lapachos y campanas, la resurrección de la esperanza.


EL ÁRBOL

Busquemos un árbol, mi amor, y en la frescura de su sombra dejemos reposar la vida. Dejemos que el verano nos aceche con su torbellino de luz y de pájaros enloquecidos, Dejemos que nuestro sueño tenga ángeles verdes y melodías de chicharras en la siesta. Nada podrá despertarnos. Seremos dos racimos de agua palpitante, corazones tocando el cielo bajo la espesura del ramaje.

Afuera, la sed irá abriendo grietas leves en la tierra y una lagartija fundirá su piel bajo las llamaradas del sol. Lejos, la muerte cruzará el horizonte con su esqueleto de sal. Pero nada podrá despertarnos. Solo la fiesta silenciosa de las hojas hará su nido en nuestra felicidad.

Luego, con los ojos lastimados de tanta claridad, veremos acercarse la tarde y la paz volviendo al mundo. Entonces, con las manos entrelazadas y bañados de sombra nueva, regresaremos lentamente al pueblo.


EL JARDÍN

Mi madre tenía un amplio jardín en un costado de la casa. Lo cuidaba primorosamente, dedicándole las mejores horas del día como una parte fundamental de su existencia. Todas las mañanas saludaba a sus flores con una sonrisa y las acariciaba tiernamente, y les quitaba cualquier hierba mala que estuviera acechándolas. Ellas parecían celebrar alborozadas la presencia de mi madre. Había una gran variedad: rosas chinas, gladiolos, geranios, claveles, crisantemos, margaritas, dalias y otras especies que adornaban el año entero nuestra casa. Las personas que nos visitaban no podían evitar la fascinación del jardín, y ella sentía un orgullo muy particular, cercano a la felicidad. Era como su mundo propio. Nadie podía ingresar al jardín sin su consentimiento. Una vez, persiguiendo los colores de una mariposa, me extravié en sus laberintos, y ella me rescató de un brazo, y llena de horror y de indignación me advirtió que no volviera a intentarlo. Tampoco permitía que sus flores se vendieran. "Son mis hijas - solía decir- y siendo mis hijas, ellas no tienen precio". Solamente cuando alguna amiga suya o un buen vecino fallecía, sus manos se atrevían a violentar el jardín. Con tristeza infinita, piadosamente, solía arrancar las flores hasta completar un ramo de diferentes colores, y personalmente las llevaba y depositaba sobre el pecho del difunto. Mi padre le recriminó muchas veces por esta mezquindad, pero ella solía defenderse diciendo que en este mundo solamente el jardín era suyo.

Un día mi madre decidió marcharse y tuvimos que regar sus flores con nuestras lágrimas. Todavía la recuerdo yéndose, impávida, por el largo camino del pueblo, con todo el jardín encima.


SANTOS VERGARA, escritor y artista plástico, nació en San Ramón de la Nueva Orán (Salta) en 1955 y egresó como Profesor en Letras de la U.N.Sa. Sede Regional Orán en 1985. Como artista plástico realizó numerosas exposiciones de sus dibujos y pinturas, ilustró libros y revistas de Orán y realizó junto a Damián Cortez las esculturas "Monumento al aborigen" (plaza Santa Marta), "Mariano Moreno" (plaza homónima) y "Hombre americano" (Escuela Patrón Costas), en la ciudad de Orán. Fundó el Grupo Vocación de Orán que durante 20 años (1982-2002) realizó una intensa labor cultural en la región. Publicó los siguientes libros: El cuentista (cuentos, 1996), Las vueltas del perro (novela, 1998), Orán Trópico Corazón (relato histórico, 2008) y Cuimbae Toro (cuentos, 2009). Recibió importantes distinciones en diferentes certámenes provinciales y nacionales. Actualmente se desempeña como docentes de lengua y literatura en instituciones secundarias y terciarias de Oràn y dirige la publicación cultural Cuadernos del Trópico que se distribuye por todo el país.