Irma Verolín | Juegos Apasionados



Como mi abuelo estaba convencido de que nadie en esta vida puede vivir sin, por lo menos, una pasión, le sugirió a mi abuela que empezaran a jugar a la escoba de quince. Mi abuela dijo "sí" a regañadientes. Era un sí que estaba a medio camino entre la negación y el condicional. Y ahí quedó el asunto.

Al día siguiente mi abuelo salió a comprar el mazo de cartas. Las sacó de la caja y las dejó con provocación sobre el mantel de hule en el que mi abuela ya había puesto la mesa para comer. El dibujo del mantel era cuadrillé y el revés de las cartas se le asemejaba bastante, eso le dio a mi abuela el pretexto para decir que no las había visto. Pero las había visto. Cuando llegó la hora de levantar la mesa, mi abuela ya no pudo disimular más su disimulo. Sin embargo la hora de jugar no iba a ser a la siesta, sino después, a eso de las seis o siete de la tarde. No bien empezaron a jugar a la escoba de quince, mi abuela supo que ese juego no iba a gustarle nada, nunca, y también que estaba condenada a padecerlo. Así es que la pasión de mi abuelo o, al menos, el intento por despertar una pasión, no fue otra cosa que un esfuerzo o un motivo de aguante para mi abuela, que tomaba las cartas con cierta aversión y las echaba al tuntún sobre la mesa como pretendiendo sacárselas de encima o terminar de una vez por todas con esa cuestión engorrosa.

Muy pronto mi abuela se acostumbró a perder y mi abuelo a que ella perdiera, mientras la espiaba por encima del horizonte defectuoso que las tres cartas formaban en su mano. Mi abuelo tiraba su carta dando un golpe seco, con la evidente intención de que medio mundo se enterara de que allí, en el departamento número dieciocho del séptimo piso, ellos despertaban una pasión: la pasión por la escoba de quince.
Jugaban generalmente con la televisión encendida. No la miraban, pero los sonidos, la música, las palabras que se escapaban de la parte trasera del aparato aplacaban el ruido seco que los nudillos de mi abuelo producían al golpear en la mesa y de nuevo sus "te gané otra vez" y ese chistido apagado que muy para sus adentros emitía mi abuela y del que nadie, nadie, nadie jamás se percataba; y ella menos que nadie. El horario del juego coincidía con el del noticiero, así que daba la impresión de que a ninguno de los dos le importaban un comino las calamidades que ocurrían en el mundo o, muy por el contrario, que le importaban demasiado, al punto de llevarlos hasta tal extremo de la indiferencia para soportar el dolor. Digamos mejor que lo que se decía del mundo y la pasión de mi abuelo buscaba armonizarse, entrar en consonancia o acaso hallar un sitio entre el borde de la mesa y la parte trasera del televisor que tolerara su mezcolanza.

Cualquiera sabe que llevar adelante una pasión exige constancia y riesgo y, más aún, cuando la pasión debe ser promovida por alguien tan desapasionada como mi abuela. A esas alturas tan altas de la vida, mi abuelo no era consciente de eso, menos mal que su carácter metódico actuó a su favor sin que él mismo lo sospechara. Se volvió más terco que nunca en su afán de jugar a la escoba de quince. Es probable que el simple hecho de obligar a los números a que sumaran siempre la misma cantidad le impusiera un orden o le diera un cauce a sus emociones. Y no es menos probable que al procurar obsesivamente cumplir con esa cifra, día tras día, hiciera nacer un pequeño deseo que con el tiempo se acercara al fervor. De esa manera y como quien no quiere la cosa, en algún momento y con la ayuda de circunstancias favorables, mi abuelo terminaría rozando la tan ansiada pasión. Claro que también existía la posibilidad de que esto no sucediera.

A mi abuela nunca le gustaron los números impares y sin duda este era un gran inconveniente que se interponía entre mi abuelo y su búsqueda de la pasión. De esto, por supuesto, él jamás tuvo la menor sospecha. Si bien se trataba de despertar pasiones, mi abuelo tenía el absoluto convencimiento de que, aún para lograr tan desbocado objetivo, el juego debía ser realizado monótona, rigurosamente, con el mismo énfasis que él le imprimió desde el principio, énfasis que el acto de echar la carta patentizaba y que la hartada resignación de mi abuela no hacía más que ridiculizar.

Las noticias de la televisión variaban, aunque no tanto como hubiera sido recomendable. En los momentos en que se pasaba la propaganda, los números apilados sobre el mazo y los que muchas veces mi abuela musitaba con un tono de voz áspero y monocorde, parecían alcanzar un sentido vagamente glorioso que inmediatamente se pulverizaba cuando el noticiero anunciaba catástrofes y muertes.

Cuesta imaginar que la pasión por el juego no se despertara teniendo en cuenta que detrás de cada carta se escondía una antiquísima historia de transgresiones, de inquisición, de magias de todos los colores, de gitanas adivinando porvenires, pero la vejez cuando es una vejez genuina, hecha y derecha, bien asentada sobre una considerable cantidad de años, puede incidir bastante en contra. Sin embargo conviene aclarar que teniendo en cuenta la sumatoria de tradiciones centenarias que traían las cartas, desde un punto de vista estrictamente numérico, no eran poca cosa con respecto a las dos vejeces juntas que mi abuelo y mi abuela sumaban. A lo mejor la culpa de todo la tuvo el noticiero. O a lo mejor fue el destino. Lo cierto es que una tarde, sin pasión y sin siquiera un enojo digno de sostener el acto, mi abuelo se levantó y dijo a los gritos:

-¡Ah! Esto no lo aguanto ¡Me estás haciendo trampas!

Entonces, sin mediar gesto amenazante ni nada que se le pareciera, agregó las palabras menos esperadas:

- Este tipo de infracción sólo puede ser debatido en el sindicato.


Mi abuelo se refería, lógicamente, al sindicato de jugadores de escoba de quince. Al principio mi abuela se resistió, aunque sabía de antemano que resistirse era inútil y hasta absurdo. Al final no tuvo más remedio que aceptarlo. Ese fue el desenlace de una historia y el inicio de otra. Bien sabido es que el sindicato tenía cierta predilección por las mujeres y que su presidente era una señora gorda y bigotuda con tendencias feministas. En fin. Cuando el sindicato interviniera iban a suceder muchas cosas. Ya sabemos que los sindicatos se nutren de un sentido ejemplar de la justicia o, si se quiere, de la pasión por la justicia. Pero a mí nadie me saca de la cabeza que lo que empujó a mi abuelo a llegar a una situación tan extrema fue el aburrimiento de sumar siempre, siempre quince. Quiso romper un orden para ver si por las hendijas se filtraba alguna clase de pasión. La idea de una trampa, quién puede negarlo, es muy propicia para eso. Lo ha sido así desde el principio de los tiempos. Y mi abuelo lo sabía, como buen hombre que era, lo sabía perfectamente. Claro que esta es, desde ya, otra historia.

Mi abuelo se presentó en el sindicato una siesta muy calurosa. La presidente no estaba, había ido a Río Hondo para disfrutar de unos baños termales. Lo atendió su secretaria, una mujer bastante joven y redondita que sonrió para sus adentros, no pudo evitar pensar en lo de siempre: "Todos los que se acercan al sindicato son viejos". Se preguntó una vez más si la escoba de quince era un juego perimido, en amenaza de extinción o si sólo los viejos se animaban a reclamar sus derechos. No quiso ni imaginarse que poco y nada la gente joven se sintiera atraída por un juego que a ella personalmente le resultaba subyugante. Mi abuelo se aclaró la garganta con un débil carraspeo antes de decir:

- Buenas tardes, vengo a sentar una queja.
- ¿Contra quién? - preguntó la secretaria que, como era su costumbre, pensó que había hecho una pregunta insoslayable ya que la escoba de quince era un juego de contrincantes.
- Contra mi mujer.

La secretaria ya había sospechado que debía tratarse de un familiar, un pariente cercano o de algún vecino. La escoba de quince es en esencia un juego para gente confianzuda. Nadie sale a la calle a jugar a la escoba de quince. Lamentablemente no puede decirse siempre lo mismo de la canasta y menos que menos del póquer. La secretaria miró a mi abuelo a los ojos. Acostumbraba hacer eso cada vez que alguien se presentaba para sentar una queja. Era como un reto, una manera de darle a entender: "Ahora o nunca, si se va no vuelva más por aquí". Con ese gesto ella realzaba la importancia de la queja y, de paso, la alta función que tenía el sindicato de la escoba de quince en la sociedad. Mi abuelo daba la impresión de no querer parpadear, ya sea por el susto o el exceso de responsabilidad.

Después de un largo silencio, la secretaria dejó escapar:

- Bueno.
- Ella hace trampas... - recitó mi abuelo.

La voz de mi abuelo había sonado rotunda aunque un poco apagada, quizá como resultado de la ofuscación y la tristeza que se le había ido acumulando en el trayecto de su casa hasta el sindicato. La secretaria tuvo ganas de decirle que esa era una respuesta demasiado dura y que, además, había que probarlo. Por eso se apuró a preguntar:

- ¿Tiene testigos?

Escuchar semejante pregunta fue como si a mi abuelo le hubieran clavado un puñal en el pecho. No, no los tenía. No tenía ninguna forma de demostrar nada. Y hasta sintió que la secretaria lo sabía antes de que él contestara.

- No - dijo - No tengo.
- Mmmmmmm... entonces...

Mientras tanto mi abuela se distendía en el sillón mirando la telenovela. Aunque su gesto era inexpresivo, si alguien se acercaba lo suficiente podía descubrir en sus ojos un brillito de revancha.

Los forcejeos verbales entre mi abuela y mi abuelo duraron un tiempo demasiado largo, duraron y se terminaron, como todo en este dichoso mundo. Al final el convenio fue el siguiente: era preciso optar por una solución intermedia, liberar a mi abuela de la tortura de jugar, pero no por ello obligar a mi abuelo a que renunciara a la búsqueda de su pasión. De modo que contrataron a un señor ya casi anciano para que jugara por ella. Esto, obviamente, complicó las relaciones con el sindicato, lo que redundó en un empeoramiento en la relación conyugal entre mi abuela y mi abuelo. Mi abuela por su parte, que estaba lisa y llanamente influida por las historias de las telenovelas mejicanas, habló de divorcio. Fue espantoso, sobre todo para mi abuelo que se sintió muy desconcertado al no existir un sindicato de maridos que intercediera y lo guiara en un asunto tan enojoso. También lo fue para el señor contratado, quien se quedó sin empleo de la noche a la mañana, porque mi abuelo se deprimió mucho y perdió de un momento a otro su interés por despertar en él la pasión por la escoba de quince y cualquier otra sucedánea o distante a ella. Las cosas terminaron mal. Mi abuela tuvo, por supuesto, la última palabra, que fue la siguiente:

- Esto pasa cuando se despiertan pasiones tardías.

El divorcio fue un hecho inevitable. No transcurrió mucho tiempo para que un nuevo desenlace se sumara a este conjunto hilvanado de sucesos desafortunados. Mi abuela murió en un geriátrico y mi abuelo en la casa de una de sus sobrinas nietas, con una diferencia de escasas semanas. Hoy, el mazo de cartas, manoseado y pringoso, es el juego preferido de una bisnieta, que nació unos meses después de la muerte de mis abuelos. Se trata de una nenita risueña. Da gusto verla echar una a una las cartas sobre el piso para combinarlas de un modo sumamente original, se diría que con excesivo entusiasmo, con un entusiasmo que, de buenas a primeras y ayudado por el tiempo, podría deslizarse hacia alguna clase de pasión.


IRMA IRENE VEROLÍN, escritora y narradora argentina, nacida en Buenos Aires, el 08 de diciembre de 1953. Ha publicado tres libros de cuentos para adultos: Hay una nena que gira, La escalera en el patio gris, Una luz que encandila y una novela: El puño del tiempo. Es también autora de literatura infanto juvenil: La gata sobre el teclado de Editorial Alfaguara, La lluvia sobre el mundo, editorial El Ateneo, y El misterio del loro, entre otros. Ha escrito la novela El camino de las araucarias con la que obtuvo el primer premio internacional de Novela Mercosur, que permanece inédita. Ha obtenido diversas distinciones entre las que se destacan el Premio Fondo Nacional de las Artes, Beca a la creación artística del Fondo Nacional de las Artes, Premio Emecé, Primer Premio Municipal Eduardo Mallea por su novela La mujer invisible, también inédita, Primer Premio Internacional de Puerto Rico Fundación Luis Palés Matos, dos de sus novelas fueron finalistas en los premios La Nación de Novela y Planeta de Argentina. Es autora de ensayos literarios y de trabajos sobre apertura de la conciencia y calidad de vida.