Horacio Quiroga | Un Drama en la selva: el imperio de las vĂ­boras




I

AĂºn a esa hora — las diez de la noche — hacĂ­a un calor sofocante. El tiempo, cargado desde dos dĂ­as atrĂ¡s, pesaba sobre el bosque, sin un soplo de viento. El cielo negro se desteñía de vez en cuando en vagos relĂ¡mpagos de un extremo a otro del horizonte; pero el chubasco silbante del sur estaba aĂºn lejos.

Por un sendero de vacas en pleno espartillo blanco, avanzaba Lanceolada, con la lentitud genĂ©rica de las vĂ­boras. Era una hermosĂ­sima yararĂ¡, de un metro cincuenta, con los negros Ă¡ngulos de su flanco bien cortados en sierra. escama tras escama. Avanzaba tanteando la seguridad del terreno con la lengua, que en los ofidios reemplaza perfectamente a los dedos. Iba de caza. Al llegar a un  cruce de senderos se detuvo, se arrollĂ³ prolijamente sobre sĂ­ misma, removiĂ³se aĂºn un momento acomodĂ¡ndose, y despuĂ©s de bajar la cabeza al nivel- de sus anillos, donde asentĂ³ la mandĂ­bula inferior, esperĂ³ inmĂ³vil.

Minuto tras minuto esperĂ³ cinco horas. Al cabo de este tiempo continuaba en igual inmovilidad. Mala noche! Comenzaba a romper el dĂ­a e iba a retirarse, cuando cambiĂ³ de idea. Sobre el cielo lĂ­vido del este se recortaba una inmensa sombra. 

—Quisiera pasar cerca de la Casa — se dijo la yararĂ¡. — Hace dĂ­as que siento ruido, y es menester estar alerta...

Y marchĂ³ prudentemente hacia allĂ¡.

La casa a que hacĂ­a referencia Lanceolada era un viejo edificio de tablas rodeada de corredores, y toda blanqueada. En torno se levantaban dos o tres galpones. Desde tiempo inmemorial el edificio habĂ­a estado deshabitado. Ahora se sentĂ­an ruidos insĂ³litos, golpes de metal, relinchos de caballo, conjunto de cosas en que trascendĂ­a a la legua la presencia del Hombre. Mal asunto...

Pero era preciso asegurarse, y Lanceolada lo hizo mucho mĂ¡s pronto de lo que acaso hubiera querido.

Un inequĂ­voco ruido de puerta abierta llegĂ³ a sus oĂ­dos. IrguiĂ³ la cabeza, y mientras notaba que una frĂ­a claridad en el horizonte anunciaba la aurora, vio una forma negra, alta y robusta, que avanzaba hacia ella. OyĂ³ tambiĂ©n el ruido de las pisadas, el golpe seguro, pleno, enormemente distanciado, que denunciaba tambiĂ©n a la legua al enemigo. 

—¡El Hombre! — murmurĂ³ Lanceolada. Y rĂ¡pida como el rayo se arrollĂ³ en guardia.

La sombra estuvo sobre ella. Un pie cayĂ³ a su lado, y la yararĂ¡, con toda la violencia de un ataque al que jugaba la vida, lanzĂ³ la cabeza contra aquello y la recogiĂ³ a la posiciĂ³n anterior. El hombre se detuvo: habĂ­a creĂ­do sentir un golpe en las botas. MirĂ³ el yuyo a su rededor, sin mover los pies de su lugar; pero nada vio en la oscuridad, apenas rota por el vago dĂ­a naciente, y siguiĂ³ adelante.

Pero Lanceolada vio que la casa comenzaba a vivir, esta vez real y efectivamente con la vida del Hombre. La yararĂ¡ emprendiĂ³ la retirada a su hueco de piedra, llevando consigo la seguridad de que aquel acto nocturno no era sino el prĂ³logo del gran drama a desarrollarse en breve.

II


Al dĂ­a siguiente la primera preocupaciĂ³n de Lanceolada fuĂ© el peligro que con la llegada del Hombre se cernĂ­a sobre la Familia entera. Hombre y DevastaciĂ³n son sinĂ³nimos sabidos desde tiempo inmemorial en el Imperio entero de los Animales. Para los Ofidios, en particular, el trastorno que los amenazaba adquirĂ­a caracteres de desastre, pues fuera de la posibilidad del arado que aniquila a los roedores, y con ellos el alimento capital de las vĂ­boras, existĂ­a la seguridad del abominable machete, escarbando y destrozando el vientre de la selva, vale decir, la Vida misma.

TornĂ¡base, pues, urgente prevenir aquello. Lanceolada esperĂ³ la nueva noche para ponerse en campaña. Sin gran trabajo hallĂ³ a dos compañeras, que lanzĂ³ a dar la voz de alarma. Ella, por su parte, recorriĂ³ hasta las doce los lugares mĂ¡s indicados para un feliz encuentro, con suerte tal que a las dos de la mañana el Congreso se hallaba, si no en pleno, por lo menos con mayorĂ­a de especies para decidir quĂ© se harĂ­a.

En la base de un murallĂ³n de piedra viva, de cinco metros de altura, y en pleno bosque, desde luego, existĂ­a una caverna, disimulada por los helechos que obstruĂ­an casi la entrada. ServĂ­a de guarida desde mucho tiempo atrĂ¡s a TerrĂ­fica, una serpiente de cascabel, vieja entre las viejas, cuya cola contaba treinta y dos segmentos. Su largo no pasaba de un metro cuarenta, pero en cambio su grueso alcanzaba al de una botella. MagnĂ­fico ejemplar, cruzada de rombos amarillos, vigorosa, tenaz, capaz de quedar siete horas en el mismo lugar frente al enemigo, pronta a enderezar los colmillos con canal interno, que son, como se sabe, si no los mĂ¡s grandes, los mĂ¡s admirablemente constituidos de todas las vĂ­boras existentes.

FuĂ© allĂ­ en consecuencia, ante la inminencia del peligro, y presidido por ella, donde se reuniĂ³ el Congreso de las VĂ­boras. Estaban allĂ­, fuera de Lanceolada y TerrĂ­fica, las demĂ¡s yararĂ¡s del paĂ­s: la pequeña Coatiarita, benjamĂ­n de la Familia, con la lĂ­nea rojiza de sus costados bien visible y su cabeza particularmente afilada. Estaba allĂ­, negligentemente tendida, como si se tratar de todo menos de hacer admirar las curvas blancas y cafĂ© de su lomo, sobre largas bandas salmĂ³n, la esbelta Neuwied, dechado de belleza, y que habĂ­a guardado para sĂ­ el nombre del naturalista que determinĂ³ su especie. Estaba Cruzada — que en el sur llaman vĂ­bora de la cruz — potente y audaz, rival de Neuwied en punto a belleza de dibujo. Estaba Atroz, de nombre suficientemente fatĂ­dico; y por Ăºltimo, UrutĂº Dorado, la yararacusĂº, disimulando discretamente en el fondo de la caverna sus ciento setenta centĂ­metros de terciopelo negro, cruzado oblicuamente por anchas bandas de oro.

Es de notar que las especies del formidable gĂ©nero Lachesis, o yararĂ¡s, a que pertenecĂ­an todas las congresales menos TerrĂ­fica, sostienen una vieja rivalidad por la belleza del dibujo y el color. 

Pocos seres, en efecto, tan bien dotados como ellos. 

SegĂºn las leyes de las vĂ­boras, ninguna especie poco abundante y sin dominio real en el paĂ­s puede presidir las asambleas del Imperio. Por esto UrutĂº Dorado, cuya especie es mĂ¡s bien rara, no lo pretendĂ­a a pesar de su potencia, cediendo de buen grado aquel derecho a la vĂ­bora de cascabel, mĂ¡s dĂ©bil, pero que abunda milagrosamente.

El Congreso estaba pues en mayorĂ­a, y TerrĂ­fica abriĂ³ la sesiĂ³n:

—¡Compañeras! — dijo. — Hemos sido todas enteradas por Lanceolada de la presencia nefasta del Hombre. Creo interpretar el anhelo de todas nosotras, al tratar de salvar nuestro Imperio de la invasiĂ³n enemiga. SĂ³lo un medio cabe, pues la experiencia nos dice que el abandono del terreno no remedia nada. Este medio, ustedes lo saben bien, es la guerra al Hombre, sin tregua ni cuartel, desde esta noche misma, a la cual cada especie aportarĂ¡ sus virtudes.

Me halaga en esta circunstancia olvidar mi especificaciĂ³n humana: No soy ahora una serpiente de cascabel; soy una yararĂ¡, como ustedes; las yararĂ¡s, que tienen a la Muerte por negro pabellĂ³n. 

¡Nosotras somos la Muerte, compañeras! Y entre tanto, que alguna de las presentes proponga un plan de campaña.

Nadie ignora, por lo menos en el Imperio de las Víboras, que todo lo que Terrífica tiene de largo en sus colmillos, lo tiene de corto en su inteligencia. Ella lo sabe también, y aunque incapaz por lo tanto de idear plan alguno, posee, a fuer de vieja reina, el suficiente tacto para callarse.

Cruzada, recogiendo un poco la cola, dijo entonces:

—Soy de la opiniĂ³n de TerrĂ­fica, y considero que mientras no tengamos un plan, nada podemos ni debemos hacer. Lo que lamento es la falta en este Congreso de nuestras primas sin veneno, las culebras.

Se hizo un largo silencio. Evidentemente, la proposiciĂ³n no halagaba a las vĂ­boras. Cruzada se sonriĂ³ de un modo vago, y continuĂ³:

— Lamento lo que pasa... pero quisiera solamente recordar esto: si entre todas nosotras pretendiĂ©ramos vencer a una culebra, no lo conseguirĂ­amos! Nada mĂ¡s quiero decir. —Si es por su resistencia al veneno — objetĂ³ perezosamente UrutĂº Dorado, desde el fondo del antro — creo que yo sola me encargarĂ­a de desengañarlas.

—No se trata de veneno, — replicĂ³ desdeñosamente Cruzada. — Yo tambiĂ©n me bastarĂ­a... — agregĂ³ con una mirada de reojo a la yararacusĂº. — Se trata de su fuerza, de su destreza, de su nerviosismo, como quiera llamĂ¡rsele!;cualidades de lucha que nadie pretenderĂ¡ negar a nuestras primas. Insisto en que en una campaña como la que queremos emprender, las culebras nos  serĂ¡n de gran utilidad; mĂ¡s, de imprescindible necesidad!

Mas la proposiciĂ³n desagradaba siempre. —¿Por quĂ© las culebras? — exclamĂ³ Atroz— son despreciables. 

—Tienen ojos de pescado. — agregĂ³ la presuntuosa Coatiarita.

—¡Me dan asco! — protestĂ³ desdeñosamente Lanceolada.

—Tal vez sea otra cosa lo que te dan...  —murmurĂ³ Cruzada, mirĂ¡ndola de reojo. —¿A mĂ­? — silbĂ³ Lanceolada, irguiĂ©ndose.

— Te advierto que haces mala figura aquĂ­, defendiendo a esos gusanos corredores! —Si te oyen las Cazadoras. — murmurĂ³ irĂ³nicamente Cruzada.

Pero al oĂ­r este nombre. Cazadoras, la asamblea entera se habĂ­a agitado. 

—¡No hay para quĂ© decir eso! — gritaron — ¡Ellas son culebras, y nada mĂ¡s!

—¡Ellas se llaman a sĂ­ mismas las Cazadoras! — replicĂ³ secamente Cruzada — Y estamos en Congreso!

TambiĂ©n desde tiempo inmemorial es fama entre las vĂ­boras la rivalidad particular de las dos yararĂ¡s: la del norte, Lanceolada, y Cruzada, la del sur; cuestiĂ³n de coqueterĂ­a en punto a belleza, segĂºn las culebras. 

—¡Vamos, vamos! — intervino TerrĂ­fica — Que Cruzada explique para quĂ© quiere la ayuda de las culebras, siendo asĂ­ que no representan la Muerte como nosotras. 

—Para esto! — replicĂ³ Cruzada, ya en calma. — Es indispensable saber quĂ© hace el Hombre en la casa; y para esto se precisa ir hasta allĂ¡, a la casa misma. Ahora bien, la empresa no es fĂ¡cil, porque si el pabellĂ³n de nuestra especie es la Muerte, el pabellĂ³n del Hombre es tambiĂ©n la Muerte. — y bastante mĂ¡s rĂ¡pida que la nuestra! Las culebras nos aventajan inmensamente en agilidad. 

Cualquiera de nosotras irĂ­a y verĂ­a. ¿Pero volverĂ­a? Nadie mejor para esto que la Ă‘acaninĂ¡. Estas exploraciones forman parte de sus hĂ¡bitos diarios, y podrĂ­a, trepada al techo, ver, oĂ­r y regresar a informarnos antes de que sea de dĂ­a.

La proposiciĂ³n eran tan razonable que esta vez la asamblea entera asintiĂ³, aunque con un resto de desagrado. 

—¿QuiĂ©n va a buscarla? — preguntaron varias voces.

Cruzada desprendiĂ³ la cola de un tronco y se deslizĂ³ afuera. 

—Voy yo, — dijo. — En seguida vuelvo. —¡Eso es! — le lanzĂ³ Lanceolada de atrĂ¡s — TĂº que eres su protectora la hallarĂ¡s en seguida!

Cruzada tuvo aĂºn tiempo de volver la cabeza hacia ella, y le sacĂ³ la lengua reto a largo plazo.


III

Cruzada hallĂ³ a la Ă‘acaninĂ¡ cuando Ă©sta trepaba a un Ă¡rbol.

—¡Eh, Ă‘acaninĂ¡! — llamĂ³ con un leve silbido.

La Ă‘acaninĂ¡ oyĂ³ su nombre, pero se abstuvo prudentemente de contestar hasta nueva llamada. —¡Ă‘acaninĂ¡! — repitiĂ³ Cruzada, levantando medio tono su silbido. —¿QuiĂ©n me llama? — respondiĂ³ la  culebra.

—¡Soy yo, Cruzada!...

—¡Ah! la prima... ¿QuĂ© quieres, prima adorada? —No se trata de bromas, Ă‘acaninĂ¡... ¿Sabes lo que pasa en la Casa? 

—SĂ­, que ha llegado el Hombre... ¿QuĂ© mĂ¡s? —¿Y sabes que estamos en Congreso?

—¡Ah, no; eso no! — repuso la Ă‘acaninĂ¡, deslizĂ¡ndose cabeza abajo contra el Ă¡rbol, con tanta seguridad como si marchara sobre un plano horizontal.

-Algo grave debe pasar para eso... ,QuĂ© ocurre? —Por el momento, nada; pero hemos llamado a Congreso, precisamente para evitar que nos ocurra algo. En dos palabras: se sabe que hay varios hombres en la Casa, y que se van a quedar definitivamente. Es la Muerte para nosotras. —Yo creĂ­a que ustedes eran la Muerte por sĂ­ mismas... No sĂ© cansan de repetirlo! — murmurĂ³ irĂ³nicamente la culebra. 

—¡Debemos esto! Necesitamos de tu ayuda. Ă‘acaninĂ¡

—Para quĂ©? ¡Yo no tengo nada que ver aquĂ­! 

—QuiĂ©n sabe? Para desgracia tuya, te pareces bastante a nosotras, las Venenosas, Defendiendo nuestros intereses, defiendes los tuyos. 

—Comprendo! — repuso la Ă‘acaninĂ¡ despuĂ©s de un momento, en el que meditĂ³ de nuevo sobre la suma de contingencias desfavorables para ella en aquella semejanza. 

—Bueno; ¿contamos contigo? 

—¿QuĂ© debo hacer? 

—Muy poco. Ir en seguida a la Casa, y arreglarte allĂ­ de modo que veas y oigas lo que pasa. 

—¡No es mucho, no! — repuso negligentemente Ă‘acaninĂ¡, restregando la cabeza contra el tronco. 

— Pero es el caso — agregĂ³ — que allĂ¡ arriba tengo la cena segura... una pava del monte a la que desde anteayer se le ha puesto en el copete anidar aquĂ­. 

—Talvez allĂ¡ encuentres algo que comer — la consolĂ³ suavemente Crusada.

Su prima la mirĂ³ de reojo. 

—Bueno, en marcha, — reanudĂ³ la yararĂ¡. — Pasemos primero por el Congreso.

—¡Ah, no! — protestĂ³ la Ă‘acaninĂ¡. — Eso no! Les hago a ustedes el favor, y en paz!- IrĂ© allĂ¡ cuando vuelva... si vuelvo. Pero ver antes de tiempo la cascara rugosa de TerrĂ­fica, los ojos de matĂ³n 

de Lanceolada, y la cara estĂºpida de Coralina, eso no! 

—No estĂ¡ Coralina. 

—No importa! Con el resto tengo bastante. 

—¡Bueno, bueno! — repuso Cruzada, que no querĂ­a hacer hincapiĂ©. — Pero si no disminuyes un poco la marcha, no te sigo.

En efecto, aĂºn a todo correr, la yararĂ¡ no podĂ­a acompañar el deslizar casi lento para ella, de la Ă‘acaninĂ¡

—QuĂ©date, ya estĂ¡s cerca de las otras — contestĂ³ la culebra. Y se lanzĂ³ a toda velocidad, dejando en un segundo atrĂ¡s a su prima venenosa.


IV

Un cuarto de hora despuĂ©s la Cazadora llegaba allĂ¡. Velaban todavĂ­a en la Casa. Por las puertas abiertas de par en par salĂ­an chorros de luz, y desde lejos aĂºn la Ă‘acaninĂ¡ pudo ver cuatro hombres sentados alrededor de la mesa.

Para llegar con impunidad, un solo detalle era necesario evitar; y Ă©ste consistĂ­a en la existencia problemĂ¡tica de un perro. ¿Los habĂ­a? Mucho lo temĂ­a Ă‘acaninĂ¡. Por esto deslizĂ³se adelante con mucha cautela, sobre todo cuando tuvo que entrar en el corredor.

Ya en Ă©l, observĂ³ con atenciĂ³n. Ni en frente, ni a la derecha, ni a la izquierda habĂ­a perro alguno. SĂ³lo allĂ¡, en el corredor opuesto, y que la culebra podĂ­a ver por entre las piernas de los hombres, un perro negro dormĂ­a echado de costado.

La plaza, pues, estaba libre. Como desde el lugar en que se encontraba podĂ­a oĂ­r, pero no ver el panorama entero de los hombres hablando, la culebra, tras una ojeada arriba, tuvo lo que deseaba en un momento. TrepĂ³ por una escalera recostada a la pared bajo el corredor, y se instalĂ³ en el espacio libre entre la pared y techo, tendida sobre el tirante. Pero por mĂ¡s precauciones que tomara al deslizarse, una leve astilla, una insignificancia, cayĂ³ al suelo y un hombre levantĂ³ los ojos. 

—¡Se acabĂ³!— se dijo Ă‘acaninĂ¡, conteniendo la respiraciĂ³n.

Otro hombre levantĂ³ tambiĂ©n los ojos. 

—¿QuĂ© hay? — preguntĂ³. 

—Nada— repuso el primero. 

—Me pareciĂ³ ver algo negro por allĂ¡. —Una rata. 

—Se equivocĂ³ el Hombre— murmurĂ³ para sĂ­ la culebra.

—O alguna ñacaninĂ¡

—AcertĂ³ el otro Hombre— murmurĂ³ de nuevo la aludida, aprestĂ¡ndose a la lucha.

Pero los ojos bajaron otra vez, y la ñacaninĂ¡ vio y oyĂ³ durante media hora.

La Casa, motivo de preocupaciĂ³n de la selva, habĂ­ase convertido en establecimiento cientĂ­fico de la mĂ¡s grande importancia. Conocida ya desde tiempo atrĂ¡s la particular riqueza de vĂ­boras de aquel rincĂ³n de Misiones — una penĂ­nsula sofocada por el YabebirĂ­ en casi todos sus lados — el Gobierno de la NaciĂ³n habĂ­a decidido la creaciĂ³n de un Instituto de Seroterapia OfĂ­dica, donde se prepararĂ­an sueros contra el veneno de las vĂ­bora. La abundancia de Ă©stas favorecĂ­a tal creaciĂ³n, pues es sabido que la carencia de vĂ­boras de que extraer el veneno, es el principal inconveniente para una vasta y segura preparaciĂ³n del suero.

El nuevo establecimiento podĂ­a comenzar casi en seguida, pues contaba con dos animales —un caballo y una mula— ya en vĂ­as de completa inmunizaciĂ³n.

Habíase logrado también disponer la caballeriza, el laboratorio y el serpentario.

Este Ăºltimo prometĂ­a enriquecerse de un modo asombroso, por mĂ¡s que el Instituto hubiera traĂ­do consigo no pocas serpientes venenosas— las mismas que servĂ­an para inmunizar a los animales citados. 

Pero si se tiene en cuenta que un caballo, en su Ăºltimo grado de inmunizaciĂ³n, necesita inyecciones de seis gramos de veneno, cada una, cantidad suficiente para matar doscientos cincuenta caballos, se comprenderĂ¡ que deba ser muy grande el nĂºmero de vĂ­boras en disponibilidad que requiere un Instituto del gĂ©nero.

Los dĂ­as, duros al principio de una instalaciĂ³n en la selva, mantenĂ­an al personal superior del Instituto en vela hasta media noche, entre planes de laboratorio, y demĂ¡s. Y los caballos, cĂ³mo estĂ¡n hoy? — preguntĂ³ uno, de lentes negros, y que parecĂ­a ser el jefe del Instituto. 

—Muy caĂ­dos — repuso otro. — Si no podemos hacer una buena recolecciĂ³n en estos dĂ­as...

La Ă‘acaninĂ¡, inmĂ³vil sobre el tirante, ojos y oĂ­dos alerta, comenzaba a tranquilizarse. —Me parece— se dijo que las primas venenosas se han llevado un susto magnĂ­fico. De estos hombres no hay gran cosa que temer... Y avanzando un poco mĂ¡s la cabeza, de modo que su nariz pasaba ya de la lĂ­nea del tirante, observĂ³ con mĂ¡s atenciĂ³n. Pero un contratiempo evoca otro. 

—Hemos tenido hoy un dia malo — agregĂ³ alguno. 

—Cinco tubos deensayo se han roto ...

La Ă‘acaninĂ¡ sentĂ­ase cada vez mĂ¡s inclinada a la bondad.

—¡Pobre gente! — murmurĂ³. — Se le han roto cinco tubos...

Y se disponĂ­a a abandonar su escondite para explorar aquella inocente casa, cuando oyĂ³:

—En cambio, las vĂ­boras estĂ¡n magnĂ­ficas... Parece sentarles el paĂ­s. 

—¿Eh? — dio una sacudida la culebra, abriendo inmensos ojos— ¿QuĂ© dice ese pelado de traje blanco?

Pero el otro proseguĂ­a: 

—Para ellas sĂ­, el lugar me parece ideal... Y las necesitadnos urgentemente, los caballos y nosotros. 

—Por suerte vamos a hacer una famosa cacerĂ­a de vĂ­boras en este paĂ­s.

No hay duda de que es el paĂ­s de las vĂ­boras. 

—Hum... hum... hum... — murmuro Ă‘acaninĂ¡, arrollĂ¡ndose en el tirante cuanto le fuĂ© posible. — Las cosas comienzan a ser un poco distintas...

Hay que quedar un poco mĂ¡s con esta buena gente... Se aprenden cosas curiosas.

Tantas cosas curiosas oyĂ³, que cuando al cabo de media hora quiso retirarse, el exceso de sabidurĂ­a adquirida le hizo hacer un falso movimiento, y la tercera parte de su cuerpo cayĂ³ a lo largo de la pared, azotando la madera.

Como habĂ­a caĂ­do de cabeza, en un instante la tuvo enderezada hacia la mesa, la lengua vibrante.

La Ă‘acaninĂ¡, cuyo largo puede alcanzar a tres metros, es valiente, con seguridad la mĂ¡s valiente de las serpientes americanas, y por algo se llama Phrynonax sulfureus a su especie. Resiste un ataque serio del hombre, que es inmensamente mayor que ella, y hace frente siempre. Su propio coraje le hace creer que es muy temida. Por esto se sorprendiĂ³ un poco al ver que los hombres, enterados de que se trataba de una simple ñacaninĂ¡, se echaron a reĂ­r tranquilos. 

—Es una ñacaninĂ¡

—Mejor; asĂ­ nos limpiarĂ¡ la casa de ratas. —¿Ratas?... — silbĂ³ la otra . Y como continuaba provocativa, un hombre se levantĂ³ al fin.

—Por Ăºtil que sea, no deja de ser un mal bicho... Una de estas noches la voy a encontrar buscando ratones dentro de mi cama.

Y cogiendo un palo prĂ³ximo, lo lanzĂ³ contra la ñacaninĂ¡, a todo vuelo. El palo pasĂ³ silbando y golpeĂ³ con terrible estruendo en la pared. Hay ataque y ataque. Fuera de la selva, y entre cuatro hombres, la ñacaninĂ¡ no se hallaba a gusto. Se retirĂ³ a escape, concentrando toda su energĂ­a en la cualidad que, conjuntamente con el valor, forman sus dos facultades primas: la velocidad para correr. Perseguida por los ladridos del perro, y aĂºn rastreada buen trecho, lo que abriĂ³ nueva luz respecto a las gentes aquĂ©llas, la culebra llegĂ³ a la caverna. PasĂ³ por encima de Lanceolada y Atroz, tendiĂ©ndose a descansar, muerta de fatiga.

—¡Por fin! — exclamaron todas, rodeando a la exploradora. — CreĂ­amos que te ibas a quedar con tus amigos los hombres...

—¡Hum!... — murmurĂ³ Ă‘acaninĂ¡

—¿QuĂ© nuevas nos traes? — preguntĂ³ TerrĂ­fica

— ¿Debemos esperar un ataque, o no tomar en cuenta a los Hombres? 

—Tal vez fuera mejor esto... y pasar al otro lado del rĂ­o — repuso.

—¿QuĂ©?... ¿CĂ³mo?... — saltaron todas. — ¿EstĂ¡s loca? 

—Oigan, primero. 

—Cuenta, entonces!

Y la Ă‘acaninĂ¡ contĂ³ todo lo que habĂ­a visto y oĂ­do; la instalaciĂ³n del Instituto SeroterĂ¡pico, sus planes, sus fines, y la absoluta decisiĂ³n de los hombres de cazar cuanta vĂ­bora hubiera en el paĂ­s. 

—¡Cazarnos! — saltaron UrutĂº Dorado, Cruzada y Lanceolada, heridas en lo mĂ¡s vivo de su orgullo. 

— ¡Matarnos, querrĂ¡s decir! 

—¡No! Cazarlas, nada mĂ¡s! Encerrarlas, darles bien de comer, y extraerles cada veinte dĂ­as el veneno. ¿Quieren vida mĂ¡s dulce?


V


La asamblea quedĂ³ estupefacta. Ă‘acaninĂ¡ habĂ­a explicado muy bien el fin de esta recolecciĂ³n de veneno; pero lo que no habĂ­a explicado eran los medios para llegar a obtener el suero.

¡Un suero antivenenoso! Es decir, la curaciĂ³n asegurada, la inmunizaciĂ³n de hombres y animales contra la mordedura, la Familia entera condenada a perecer de hambre en pleno bosque natal! 

—Exactamente! — apoyĂ³ Ă‘acaninĂ¡. — No se trata sino de esto;- el caso es bien concreto.

Para la Ă‘acaninĂ¡, el peligro previsto era mucho menor. ¿QuĂ© le importaban a ella y sus hermanas las cazadoras, a ellas que cazaban a diente limpio, a fuerza de puños, que los animales estuvieran o no inmunizados? Un solo punto oscuro habĂ­a en esto, y era el excesivo parecido de una culebra con una vĂ­bora, que favorecĂ­a confusiones mortales. De aquĂ­ el interĂ©s de la culebra en suprimir el  Instituto. 

—Yo me ofrezco a empezar la campaña, — dijo Cruzada

—¿Tienen un plan? — preguntĂ³ ansiosa TerrĂ­fica, siempre falta de ideas. 

—Ninguno. IrĂ© sencillamente mañana de tarde a tropezar con alguien. 

—Ten cuidado! — le dijo Ă‘acaninĂ¡, con voz persuasiva. 

— Hay varias jaulas vacĂ­as... 

—AllĂ¡ veremos! Pero pido que se llame un Congreso pleno, para mañana de noche. Si yo no puedo asistir, tanto peor... 

—Ah, me olvidaba ! — exclamĂ³ Ă‘acaninĂ¡, dirigiĂ©ndose a Cruzada. — Hace un rato, cuando salĂ­ de allĂ­... Hay un perro negro muy peludo... creo que sigue el rastro de una vĂ­bora... Ten cuidado.

Nueva sorpresa de la Asamblea. —¿Perro que sigue nuestro rastro?... ¿EstĂ¡s segura? 

—Casi. Ojo con ese perro, porque puede hacernos mĂ¡s daño que todos los hombres juntos! 

—Yo me encargo de Ă©l — exclamĂ³ TerrĂ­fica, contenta de — sin mayor esfuerzo mental — poder poner en juego sus glĂ¡ndulas de veneno, que a la menor contracciĂ³n nerviosa se escurrĂ­a por el canal interno de los colmillos.

Pero ya cada vĂ­bora se disponĂ­a a hacer correr la palabra en su distrito, y a Ă‘acaninĂ¡, gran trepadora, se le encomendĂ³ especialmente llevar la voz de alerta a los Ă¡rboles, reino preferido de las culebras. A las tres de la mañana la Asamblea se disolviĂ³. Las vĂ­boras, vueltas a la vida normal, se alejaron en distintas direcciones, desconocidas las unas para las otras, silenciosas, sombrĂ­as, mientras en el fondo de la caverna la reina sin subditos quedaba arrollada e inmĂ³vil, fijando sus duros ojos de vidrio en un ensueño de mil perros paralizados.


VI


Era la una de la tarde. Por el campo de fuego, por bajo las matas de espartillo, se arrastraba Cruzada hacia la Casa. No llevaba otra idea, ni creĂ­a necesaria tener otra, que matar al primer hombre que se pusiera a su encuentro. LlegĂ³ al corredor y se arrollĂ³ allĂ­, esperando. PasĂ³ media hora. El calor sofocante que reinaba desde tres dĂ­as atrĂ¡s comenzaba a pesar sobre los ojos de la yararĂ¡, cuando un temblor sordo avanzĂ³ desde la pieza. La puerta estaba abierta y ante la vĂ­bora, a treinta centĂ­metros de su cabeza, apareciĂ³ el perro, el perro negro y peludo, con los ojos entornados de sueño. 

—Maldita bestia! — se dijo Cruzada — Hubiera preferido un hombre...

En ese instante el perro se detuvo, husmeando, y volviĂ³ la cabeza...

—¡Tarde ya! AhogĂ³ un aullido de sorpresa y moviĂ³ desesperadamente el hocico mordido.

—Ya tiene Ă©ste su asunto listo... — murmurĂ³ Cruzada, replegĂ¡ndose de nuevo. Pero el animal iba a lanzarse sobre la vĂ­bora, cuando sintiĂ³ los pasos de su amo, y se arqueĂ³ ladrando a la yararĂ¡. El hombre de los lentes negros apareciĂ³ junto a Cruzada.

—¿QuĂ© es? — preguntaron desde el otro corredor. 

—Una Alternatus... lindo ejemplar — respondiĂ³ el hombre. Y antes que la vĂ­bora hubiera podido defenderse, se sintiĂ³ estrangulada en una especie de prensa al extremo de un palo.

La yararĂ¡ rugiĂ³ de orgullo al verse asĂ­; lanzĂ³ su cuerpo a todos lados, tratĂ³ en vano de recoger el cuerpo y arrollarlo en el palo: le faltaba el punto de apoyo en la cola, el famoso punto de apoyo, sin el cual un poderoso boa se encuentra reducido a la mĂ¡s vergonzosa impotencia. El hombre la llevĂ³ asĂ­ colgando, y fuĂ© arrojada en el Serpentario. HabĂ­a allĂ­, en un espacio de doscientos metros cuadrados, circundado de altas barreras de cinc liso, treinta o cuarenta vĂ­boras. Cruzada cayĂ³ sobre el cĂ©sped, y se mantuvo un momento arrollada y congestionada bajo el sol de fuego. La instalaciĂ³n era evidentemente provisoria; grandes y chatos cajones alquitranados servĂ­an de bañadera a las vĂ­boras, y varias casillas y piedras amontonadas ofrecĂ­an reparo a los huĂ©spedes de ese paraĂ­so improvisado. Un instante despuĂ©s la yararĂ¡ se veĂ­a rodeada y pasada por encima por cinco o seis compañeras que iban a reconocer su especie.Cruzada las conocĂ­a a todas; pero no a una gran vĂ­bora que se bañaba en una jaula cerrada con tejido de alambre. ¿QuiĂ©n era? Era absolutamente desconocida para la yararĂ¡. Curiosa a su vez, se acercĂ³. Se acercĂ³ tanto, que la otra la vio y se irguiĂ³ en seguida. Cruzada ahogĂ³ un silbido de estupor mientras caĂ­a en guardia, arrollada: la gran vĂ­bora acababa de hinchar el cuello, pero monstruosamente, como jamĂ¡s habĂ­a visto hacerlo a nadie. Quedaba realmente extraordinaria asĂ­. 

—¿QuiĂ©n eres? — le preguntĂ³ Cruzada. — ¿Eres de las nuestras?

Es decir, venenosa. La otra, convencida de que no habĂ­a habido intenciĂ³n de ataque en la aproximaciĂ³n de la yararĂ¡, aplastĂ³ sus dos grandes orejas. 

—SĂ­, — repuso. — Pero no de aquĂ­... muy lejos... de la India.

—¿CĂ³mo te llamas? 

HamadrĂ­as o cobra capelo real. 

—Yo soy Cruzada.

—SĂ­, no necesitas decirlo. He visto muchas hermanas tuyas ya...

Cuando te cazaron? —Hace un rato... No pude matar. 

—Mejor hubiera sido para ti que te hubieran muerto... 

—Pero matĂ© al perro. 

—¿QuĂ© perro? ¿El de aquĂ­?

—SĂ­. —La cobra real se echĂ³ a reĂ­r, a tiempo que Cruzada tenĂ­a una nueva sacudida: el perro lanudo estaba ladrando...

—¿Te sorprende, eh? — agregĂ³ HamadrĂ­as — A muchas les ha pasado lo mismo.

—Pero es que mordĂ­ en la cabeza... —contestĂ³ Cruzada, cada vez mĂ¡s aturdida. 

— ¡No te queda una gota de veneno! — concluyĂ³, mostrando a la asiĂ¡tica la boca abierta. 

—Para Ă©l es lo mismo que te hayas vaciado o no... 

—¿No puede morir? —SĂ­, pero no por cuenta nuestra.. EstĂ¡ inmunizado. Pero tĂº no sabes lo que es eso...

—SĂ© ! — repuso vivamente Cruzada. — Ă‘acaninĂ¡ nos contĂ³ ...

La cobra real la considerĂ³ entonces atentamente. —TĂº me pareces inteligente.

—¡Tanto como tĂº... por lo menos! — replicĂ³ Cruzada.

—El cuello de la asiĂ¡tica se expandiĂ³ bruscamente de nuevo, y la yararĂ¡ cayĂ³ en guardia.

Se miraron bien fijo largo rato, y el capuchĂ³n bajĂ³ lentamente. —Inteligente y valiente — murmurĂ³ HamadrĂ­as. — A ti se te puede hablar...

—¿Conoces el nombre de mi especie? 

HamadrĂ­as, supongo... 

—O naja bĂºngaro... o cobra capelo real. Nosotras somos, respecto de la vulgar cobra capelo de la India, lo que tĂº respecto de una de esas coatiaritas...

¿Y sabes de quĂ© nos alimentamos?

—No. 

—De vĂ­boras americanas... entre otras cosas — concluyĂ³ balanceando la cabeza y mirando irĂ³nicamente a Crusada.

Esta apreciĂ³ rĂ¡pidamente el tamaño de la ofiĂ³faga. —¿Dos metros cincuenta?... — preguntĂ³. 

—Sesenta... dos sesenta, pequeña Cruzada — repuso la otra, que habĂ­a seguido sus ojos. 

—Es un buen tamaño... mĂ¡s o menos el largo de Musurana, una prima mĂ­a. ¿Sabes de quĂ© se alimenta? 

—Supongo ... 

—SĂ­, de vĂ­boras asiĂ¡ticas... — y mirĂ³ a su vez a Hamadrias

—Bien contestado! — repuso Ă©sta; y despuĂ©s de refrescarse la cabeza en el agua, agregĂ³ perezosamente:

—¿Prima tuya, dijiste? !

—SĂ­. 

—¿Sin veneno, entonces? —AsĂ­ es... y por esto justamente tiene gran debilidad por las extranjeras venenosas.

Pero la asiĂ¡tica no la escuchaba ya. 

—¡Ă“yeme  — dijo de pronto. — Estoy harta de hombres, perros, caballos, y de todo este infierno de estupidez y crueldad! TĂº me puedes entender, porque lo que es Ă©sas... Llevo año y medio encerrada en una jaula como si fuera una rata, maltratada, torturada periĂ³dicamente; y lo que es peor, despreciada, manejada como una soga por viles hombres... Y yo, que tengo valor, fuerza y veneno suficientes para concluir con todos ellos, estoy condenada a entregar mi veneno para la preparaciĂ³n de los sueros antivenenosos.

!No te puedes dar cuenta de lo que esto supone para mi orgullo! ¿Me entiendes? — concluyĂ³ mirando fijamente a la yararĂ¡. —SĂ­, repuso la otra. 

— ¿QuĂ© debo hacer? 

—Una sola cosa; un sĂ³lo medio tenemos de vengarnos hasta las heces...

AcĂ©rcate, que no nos oigan... TĂº sabes la necesidad absoluta de un punto de apoyo para poder desplegar nuestra fuerza. Toda nuestra salvaciĂ³n depende de esto. Solamente...

-¿QuĂ©? 

La cobra real mirĂ³ otra vez fijamente a Cruzada. —Solamente que puedes morir... I

—¿Sola? 

—¡Oh, no! Ellos, algunos de ellos, tambiĂ©n morirĂ¡n...

—¡Es lo Ăºnico que deseo! ContinĂºa. 

—Pero acĂ©rcate aĂºn... mĂ¡s cerca!

El diĂ¡logo continuĂ³ un rato, y el cuerpo de la yararĂ¡ se desescamaba rozando las mallas del alambre. De pronto la cobra se abalanzĂ³ y mordiĂ³ por tres veces a su amiga. Las vĂ­boras, que habĂ­an seguido de lejos el incidente, gritaron: 

—¡Ya estĂ¡! ¡Ya la matĂ³! ¡Es una traicionera!

Cruzada se alejĂ³, arrastrĂ¡ndose pesadamente dos o tres metros por el pasto. Luego quedĂ³ inmĂ³vil, y fuĂ© a ella a quien encontrĂ³ el empleado del Instituto cuando tres horas despuĂ©s entrĂ³ en el Serpentario. El hombre vio a la alternada, y empujĂ¡ndola con el pie, la hizo dar vuelta como a una soga y mirĂ³ su vientre blanco. 

—EstĂ¡ muerta, bien muerta... —murmurĂ³. — ¿Pero de quĂ©?—Y se agachĂ³ a observar a la vĂ­bora. No fuĂ© largo su examen: En el vientre y en el cuello notĂ³ huellas inequĂ­vocas de colmillos venenosos. 

—¡Hum! — se dijo el hombre — Esta no puede ser mĂ¡s que la HamadrĂ­as...

AllĂ­ estĂ¡, arrollada y mirĂ¡ndome como si yo fuera otra Alternatus...

Veinte veces les he dicho que las mallas del tejido son demasiado grandes.

AhĂ­ estĂ¡ la prueba... En fin — concluyĂ³ cogiendo a Cruzada por la cola y lanzĂ¡ndola por encima del muro de cinc: — ¡un bicho menos que vigilar!

FuĂ© a ver al Director: —La HamadrĂ­as ha mordido a la yararĂ¡ que introdujimos hace un rato.

Vamos a extraerle muy poco veneno. —Es un fastidio grande, — repuso aquĂ©l — pero necesitamos para hoy el veneno. No nos queda mĂ¡s que un solo tubo de suero... ¿MuriĂ³ la otra? —SĂ­, la tirĂ© afuera... ¿Traigo a la HamadrĂ­as? —No hay mĂ¡s remedio... Pero para la segunda recolecciĂ³n, de aquĂ­ a dos o tres horas...


VII

Se hallaba quebrantada, exhausta de fuerzas . SentĂ­a la boca llena de tierra y de sangre. ¿DĂ³nde estaba? El velo denso de sus ojos comenzaba a desvanecerse, y Cruzada alcanzĂ³ a distinguir el contorno. Vio — reconociĂ³ el muro de cinc, y sĂºbitamente recordĂ³ todo: el perro negro, el lazo, la inmensa serpiente asiĂ¡tica, y el plan de batalla de Ă©sta, en que ella misma. Cruzada, iba jugando su vida. Recordaba todo, ahora que la parĂ¡lisis provocada por el veneno comenzaba a abandonarla. Con el recuerdo, tuvo conciencia plena de lo que debĂ­a hacer. ¿SerĂ­a tiempo todavĂ­a? IntentĂ³ arrastrarse, mas en vano; su cuerpo ondulaba, pero en el mismo sitio, sin avanzar. PasĂ³ un rato aĂºn; su inquietud crecĂ­a. 

—¡Y no estoy sino a treinta metros! -- murmuraba. — ¡Dos minutos, un solo minuto de vida, y llego a tiempo!

Y tras nuevo esfuerzo, consiguiĂ³ deslizarse, arrastrarse desesperada hacia el laboratorio. AtravesĂ³ el patio, llegĂ³ a la puerta en el momento en que el empleado con las dos manos sostenĂ­a colgando  en el aire a HamadrĂ­as, mientras el hombre de los lentes negros le introducĂ­a el vidrio de reloj en la boca. La mano se dirigĂ­a a oprimir las glĂ¡ndulas, y Cruzada estaba aĂºn en el dintel. —No tendrĂ© tiempo! — se dijo desesperada; y se lanzĂ³ adelante en un supremo esfuerzo.

La cosa fue breve como un relĂ¡mpago: El peĂ³n, al sentir los dientes de la yararĂ¡ en su pie, lanzĂ³ un grito y tuvo una sacudida. No mucho;pero suficiente para que el cuerpo colgante de la cobra real oscilara y alcanzase a la pata de la mesa, donde se arrollĂ³ velozmente. Y con ese punto de apoyo, arrancĂ³ su cabeza de entre las manos del peĂ³n, y fuĂ© a clavar hasta la raĂ­z los colmillos en la muñeca izquierda del Director — justamente en una vena.

—¡Ya estaba ! Ambas, la cobra asiĂ¡tica y la yararĂ¡, huyeron sin ser perseguidas.

—¡Un punto de apoyo! — murmuraba la cobra volando a escape por el campo — Nada mĂ¡s que eso me faltaba. ¡Y lo conseguĂ­ por fin! 

—SĂ­, — asentĂ­a la yararĂ¡ a su lado, muy dolorida aĂºn. — Pero no volverĂ­a a repetir el juego...

AllĂ¡, de la muñeca del Director pendĂ­an dos negros hilos de sangre pegajosa. La inyecciĂ³n de una hamadrĂ­as en una vena es cosa demasiado seria, para que un hombre pueda resistirla largo rato con los ojos abiertos. Los del herido se cerraron para siempre a los doce minutos.


VIII 


El Congreso estaba en pleno. Fuera de TerrĂ­fica y Ă‘acaninĂ¡ y las yararĂ¡s UrutĂº Dorado, Coatiarita, Neuwied, Atroz y Lanceolada, habĂ­a acudido Coralina — de cabeza estĂºpida, segĂºn la Ă‘acaninĂ¡ — lo que no obsta para que su mordedura sea de las mĂ¡s dolorosas. AdemĂ¡s, es hermosa, incontestablemente hermosa, con sus anillos rojos y negros. Siendo, como es sabido, muy fuerte la vanidad de las vĂ­boras a este respecto Coralina se alegraba bastante de la ausencia de su hermana Frontal, aunque Ă©sta sea de tamaño y veneno muy superiores.  Su color, ademĂ¡s, dividido en triples anillos negros y blancos sobre fondo de pĂºrpura, coloca a esta vĂ­bora de coral en el mĂ¡s alto escalĂ³n de la belleza ofĂ­dica. Las Cazadoras estaban representadas esa noche por Drimobia, cuyo destino es ser llamada yararacusĂº del monte, aunque su aspecto sea bien distinto. AsistĂ­an Cipo, de un hermoso verde, y gran cazadora de pĂ¡jaros; RadĂ­nea, pequeña y oscura, que no abandona jamĂ¡s los charcos; Boipeva, cuya caracterĂ­stica es achatarse completamente contra el suelo, a penas se siente amenazada; TrigĂ©mina, culebra de coral, muy fina de cuerpo, como sus compañeras arborĂ­colas; y por Ăºltimo Esculapia, tambiĂ©n de coral, cuya entrada, por razones obvias, fuĂ© acogida con generales miradas de desconfianza.

Faltaban asimismo varias especies de las venenosas y las cazadoras, lo que motiva una aclaraciĂ³n. Al decir Congreso pleno, hemos hecho referencia a la gran mayorĂ­a de las especies, y sobre todo de las que se podrĂ­a llamar reales por su importancia. Desde el primer Congreso de las vĂ­boras se acordĂ³ que aquĂ©llas, estando en mayorĂ­a, podrĂ­an dar carĂ¡cter de absoluta fuerza a sus decisiones. De aquĂ­ la plenitud del Congreso actual, bien que  fuera lamentable la ausencia de la yararĂ¡ SurucucĂº, a quien no habĂ­a sido posible hallar por ninguna parte, hecho tanto mĂ¡s de sentir cuanto que esta vĂ­bora, que puede alcanzar a tres metros, es, a la vez que reina en AmĂ©rica, vice-emperatriz del Imperio Mundial de las VĂ­boras, pues sĂ³lo una serpiente la aventaja en tamaño y potencia de veneno: la hamadrĂ­as asiĂ¡tica.

Alguna faltaba — fuera de Cruzada — pero las vĂ­boras todas afectaban no darse cuenta de su ausencia. A pesar de todo se vieron forzadas a volverse, al ver asomar entre los helechos una cabeza de grandes ojos vivos. 

—¿Se puede? — decĂ­a alegremente. Como si una chispa elĂ©ctrica hubiera sacudido todos los cuerpos, las vĂ­boras irguieron con pasmosa unanimidad lĂ¡ cabeza al oĂ­r aquellas palabras. 

—¿QuĂ© quieres aquĂ­? — gritĂ³ Lanceolada, con profunda irritaciĂ³n.

—¡Este no es tu lugar! — clamĂ³ UrutĂº Dorado, dando por primera vez señales de vivacidad. 

—¡Fuera, fuera! — gritaron varias con intenso desasosiego.

Pero TerrĂ­fica, con silbido claro aunque trĂ©mulo, logrĂ³ hacerse oĂ­r. 

—¡Compañeras! Se olvidan de que estamos en Congreso, y todas conocemos sus leyes: nadie, mientras dure el Congreso, puede ejercer acto alguno de violencia. Entra, Musurana!

—¡Bien dicho! — exclamĂ³ Ă‘acaninĂ¡, con sorda ironĂ­a. — Las nobles palabras de nuestra reina nos aseguran. Entra, Musurana! y la cabeza viva y simpĂ¡tica de Musurana avanzĂ³, arrastrando tras de sĂ­ dos metros cincuenta de cuerpo oscuro y brillante. PasĂ³ ante todas, cruzando una mirada de inteligencia con la Ă‘acaninĂ¡, y fuĂ© a arrollarse con leves silbidos de satisfacciĂ³n junto a TerrĂ­fica, que no pudo menos de hacer un movimiento de costado, extremeciĂ©ndose. —¿Te incomodo? — le preguntĂ³ cortĂ©smente Musurana.

—No, de ninguna manera! — contestĂ³ TerrĂ­fica. — Son las glĂ¡ndulas que me incomodan, de hinchadas...

Musurana y Ă‘acaninĂ¡ tornaron a cruzar una mirada irĂ³nica, y prestaron atenciĂ³n. La hostilidad bien evidente de la asamblea hacia la reciĂ©n llegada, tenĂ­a un cierto fundamento, que no se dejarĂ¡ de apreciar: la intrusa era fuertemente inclinada a hacer de las vĂ­boras venenosas su plato favorito, siendo, por lo demĂ¡s, de un vigor a toda prueba, y de una inmunidad perfecta respecto del veneno de aquĂ©llas. El sueño de TerrĂ­fica, Lanceolada y otras, habĂ­a sido mĂ¡s de una vez turbado por pesadillas en que la viva culebra entraba en mĂ¡s de un ciento por ciento; y de aquĂ­ la poca gracia de un tropiezo en el bosque con la cortĂ©s Musurana. AĂ±Ă¡dase a esto su inclinaciĂ³n al hombre, pues jamĂ¡s la Cazadora, valiente como la Ă‘acaninĂ¡, ha mordido ni intentado morder a persona alguna; y se comprenderĂ¡ asĂ­ de sobra cuan duro les era a las venenosas aceptar el parentesco de Musurana, adversiĂ³n que alcanzaba a Esculapia, la culebra de coral, tachada de igual viciosa alimentaciĂ³n. Pero Atroz acababa de tomar la palabra:

—Creo que podrĂ­amos comenzar ya — dijo — Ante todo, es menester saber algo de Cruzada. PrometiĂ³ estar aquĂ­ en seguida. —Lo que prometiĂ³ — intervino la Ă‘acaninĂ¡ — es estar aquĂ­ cuando pudiera.

Debemos esperarla. —Para quĂ©? — replicĂ³ Lanceolada, sin dignarse volver la cabeza a la culebra.

—¿CĂ³mo para quĂ©? — exclamĂ³ Ă©sta, irguiĂ©ndose — Se necesita toda la estupidez de una Lanceolada para decir esto!... ¡Estoy cansada ya de oĂ­r en este Congreso disparate tras disparate! No parece sino que las venenosas, representaran a la Familia entera! Nadie, menos Ă©sa — señalĂ³ con la cola a Lanceolada — ignora que precisamente de las noticias que traiga Cruzada depende nuestro plan... ¿QuĂ© para quĂ© esperarla?... ¡Estamos frescos si las inteligencias capaces de preguntar esto dominan en este Congreso!

—No insultes — le dijo gravemente Coatirita.

La Ă‘acaninĂ¡ se volviĂ³ a ella: —Y a ti, quiĂ©n te mete en esto? 

—No insultes! — repitiĂ³ la pequeña, dignamente. 

Ă‘acaninĂ¡ considerĂ³ al pundonoroso benjamĂ­n, y cambiĂ³ de voz. —Tiene razĂ³n la minĂºscula prima — concluyĂ³ tranquila — Lanceolada, te pido disculpa. —¡No sĂ© nada! — replicĂ³ con rabia la yararĂ¡. —No 
importa!; pero vuelvo a pedirte disculpa.

Felizmente Coralina, que acechaba a la entrada de la caverna, entrĂ³ de golpe. —AhĂ­ viene Cruzada! —¡Por fin! — exclamaron las congresales, alegres. Pero su alegrĂ­a transformĂ³se en estupefacciĂ³n, cuando detrĂ¡s de la yararĂ¡ vieron entrar a una inmensa vĂ­bora totalmente desconocida de ellas. 

Mientras Cruzada iba a tenderse al lado de Atroz, la intrusa se arrollĂ³ lenta y paulatinamente en el centro, y se mantuvo inmĂ³vil. —TerrĂ­fica! — dijo Cruzada. — Dale la bienvenida. Es de las nuestras. —Somos tus hermanas! — murmurĂ³ la reina, observĂ¡ndola inquieta.

Todas las víboras, muertas de curiosidad, se arrastraban hacia la recién llegada.

—Parece una prima sin veneno — decĂ­a una, con un tanto de desdĂ©n. 

—SĂ­, — agregĂ³ otra. — Tiene ojos redondos. —Y cola larga. —Y ademĂ¡s ...

Pero de pronto quedaron mudas porque la desconocida acababa de hinchar monstruosamente el cuello. No fue mĂ¡s que un segundo; el capuchĂ³n bajĂ³, mientras la serpiente se volvĂ­a a su amiga con la voz alterada. 

Cruzada: dĂ­les que no se acerquen tanto... no puedo dominarme.

—SĂ­, dĂ©jenla tranquila! — exclamĂ³ Cruzada. — Tanto mĂ¡s — agregĂ³ — cuanto que acaba de salvarme la vida, y tal vez la de todas nosotras.

No era menester mĂ¡s. El Congreso quedĂ³ en un instante pendiente de la narraciĂ³n de Cruzada, que tuvo que contarlo todo: el encuentro con el perro, el lazo del hombre de lentes oscuros, el magnĂ­fico plan de HamadrĂ­as, con la catĂ¡strofe final, y el profundo sueño que acometiĂ³ luego a la yararĂ¡ hasta una hora antes de llegar. 

—Resultado: — concluyĂ³ — Dos hombres fuera de combate, y de los mĂ¡s peligrosos. Ahora no nos resta mĂ¡s que eliminar a los que quedan.

—O a los caballos! —dijo HamadrĂ­as

—O al perro! — agregĂ³ la Ă‘acaninĂ¡

—Yo creo que a los caballos, — insistiĂ³ la cobra real — y me fundo en esto: mientras queden vivos los caballos, un solo hombre puede preparar miles de tubos de suero, con los cuales se inmunizarĂ¡n contra nosotras. Raras veces — ustedes lo saben  bien — se presenta la ocasiĂ³n de morder en una vena... como ayer. Insisto pues en que debemos dirigir todo nuestro ataque a los caballos. DespuĂ©s veremos! En cuanto al perro, — concluyĂ³ con una mirada de reojo a la Ă‘acaninĂ¡ — me parece despreciable.

Era evidente que desde el primer momento la serpiente asiĂ¡tica y la Ă‘acaninĂ¡ indĂ­gena se habĂ­an disgustado mutuamente. Si la una, en su carĂ¡cter de animal venenoso, representaba un tipo inferior para la Cazadora, esta Ăºltima, a fuer de fuerte y Ă¡gil, provocaba el malhumor de HamadrĂ­as, complicado con un poco de celos. De modo que la vieja y tenaz rivalidad entre serpientes venenosas y no venenosas, llevaba señas de exasperarse mĂ¡s aĂºn en aquel 4039 Congreso. 

—Por mi parte — contestĂ³ Ă‘acaninĂ¡ — creo que caballos y hombres son secundarios en esta lucha. Por gran facilidad que podamos tener para eliminar a unos y otros, no es nada esta facilidad comparada con la que puede tener el perro el primer dĂ­a que se les ocurra dar una batida en forma, y la darĂ¡n, estĂ©n bien seguras, antes de veinticuatro horas. Un perro inmunizado contra cualquier mordedura — aĂºn la de esta señora con sombrero en el cuello — agregĂ³ señalando de costado a la cobra real — es el enemigo  mĂ¡s temible que hay, y sobre todo cuando ese enemigo ha sido adiestrado a seguir nuestro rastrĂ³. ¿QuĂ© opinas, Cruzada?

No se ignoraba tampoco en el Congreso la amistad singular que unĂ­a a la vĂ­bora y la culebra; posiblemente mĂ¡s que amistad, estimaciĂ³n recĂ­proca de su mutua inteligencia.

—Yo opino como Ă‘acaninĂ¡, — repuso. — Si el perro se pone a trabajar, estamos perdidas. 

—Pero adelantĂ©monos! — replicĂ³ Hamadrias

—No podrĂ­amos adelantarnos tanto!... Me inclino decididamente por la prima. 

—Estaba segura — dijo Ă©sta tranquilamente.

Era esto mĂ¡s de lo que podĂ­a oĂ­r Hamadrias sin que la ira subiera a inundarle los colmillos de veneno. 

—No sĂ© hasta quĂ© punto puede tener valor la opiniĂ³n de esta señorita conversadora — dijo devolviendo a la Ă‘acaninĂ¡ su mirada de reojo. — El peligro real en esta circunstancia es para nosotras, las Venenosas, que tenemos por negro pabellĂ³n a la Muerte. Las culebras saben bien que el hombre no las teme, porque son completamente incapaces de hacerse temer!

—He aquĂ­ una cosa bien dicha! — dijo una voz que no habĂ­a sonado aĂºn. 

Hamadrias se volviĂ³ vivamente, porque en el tono tranquilo de la voz habĂ­a creĂ­do notar una vaguĂ­sima ironĂ­a, y vio dos grandes ojos brillantes que la miraban apaciblemente. 

—A mĂ­ me hablas? —  preguntĂ³ con desdĂ©n. 

—SĂ­, a ti — repuso mansamente la interruptora. — Lo que has dicho estĂ¡ empapado en profunda verdad.

La cobra real volviĂ³ a sentir la ironĂ­a anterior, y como por un presentimiento, midiĂ³ a la ligera con la vista el cuerpo de su interlocutora, arrollado en la Sombra. 

—TĂº eres Musurana

—TĂº lo has dicho! —repuso aquĂ©lla inclinĂ¡ndose.

Pero la Ă‘acaninĂ¡ querĂ­a de una vez por todas aclarar las cosas. 

—Un instante! — exclamĂ³. —No! — interrumpiĂ³ Musurana. — PermĂ­teme, Ă‘acaninĂ¡. Cuando un ser es bien formado, Ă¡gil, fuerte y veloz, se apodera de su enemigo con la energĂ­a de nervios y mĂºsculos que  es particular de Ă©l, como lo es de todos los luchadores de la creaciĂ³n. AsĂ­ cazan el -gavilĂ¡n, el gato onza, el tigre, nosotras, todos los seres de noble extructura. Pero cuando se es torpe pesado, poco inteligente, y se es incapaz por lo tanto de luchar francamente por la vida, entonces se tiene un par de colmillos para asesinar a traiciĂ³n, como esa dama importada que nos quiere  deslumbrar con su sombrero!

Efectivamente, Hamadrias, fuera de sĂ­, se habĂ­a erguido para lanzarse sobre la insolente. Pero tambiĂ©n el -Congreso entero se habĂ­a erguido amenazador al ver esto. 

—Cuidado! — gritaron varias a un  tiempo. — El Congreso es inviolable!

—¡Abajo el capuchĂ³n! — alzĂ³se Atroz, con los ojos hechos ascua.

Hamadrias se volviĂ³ a ella, con un silbido de rabia.

-¡Abajo el capuchĂ³n! — se adelantaron UrutĂº Dorado y Lanceolada.

Hamadrias tuvo un instante loco Ă­mpetu de rebeliĂ³n, pensando en la facilidad con que hubiera arrollado a cada una de sus contrincantes en plena selva; pero ante la actitud de combate del Congreso entero, bajĂ³ el capuchĂ³n lentamente. 

—EstĂ¡ bien — silbĂ³. — Respeto el Congreso. Pero pido que cuando se concluya... no me provoquen! 

—Nadie te provocarĂ¡ — dijo Musurana.

La cobra se volviĂ³ a ella, con reconcentrado odio:

—¡ Y tĂº menos que nadie, porque tienes miedo!

—¡Miedo yo! — contestĂ³ Musurana, avanzando. 

—Paz!, paz! — clamaron de nuevo. — Estamos dando un pĂ©simo ejemplo!

Decidamos de una vez lo que debemos hacer!

—SĂ­, ya es tiempo de esto, — dijo TerrĂ­fica. — Tenemos dos planes a seguir: el propuesto por Ă‘acaninĂ¡, y el de nuestra aliada. ¿Comenzamos el ataque por el perro, o unimos nuestras fuerzas contra los caballos?

Ahora bien, aunque la mayorĂ­a se inclinaba acaso al plan de la culebra, el aspecto, tamaño e inteligencia demostrada por la serpiente asiĂ¡tica habĂ­a impresionado favorablemente al Congreso en su favor. Estaba aĂºn viva su magnĂ­fica combinaciĂ³n contra el personal del Instituto, y fuera lo que pudiere ser su nuevo plan, es lo cierto que se le debĂ­a ya la eliminaciĂ³n de dos hombres. AgrĂ©guese que, salvo la Ă‘acaninĂ¡ y Cruzada que habĂ­an tenido que ver con Ă©l, ninguna se daba cuenta precisa del terrible enemigo que habĂ­a en un perro inmunizado y rastreador de vĂ­boras. Se comprenderĂ¡ asĂ­ que el plan de la cobra real triunfara al fin. Aunque era ya muy tarde, era tambiĂ©n cuestiĂ³n de vida o muerte llevar el ataque en seguida, y se decidiĂ³ partir sobre la marcha. 

—Adelante, pues! — concluyĂ³ la de cascabel. — ¿Nadie tiene nada mĂ¡s que decir? 

—Nada! —gritĂ³ la Ă‘acaninĂ¡— sino que nos arrepentiremos!

Y las vĂ­boras y culebras, inmensamente aumentadas por los indivĂ­duos de las especies cuyos representantes salĂ­an de la gruta, lanzĂ¡ronse hacia el Instituto.

—Una palabra! — advirtiĂ³ aĂºn TerrĂ­fica. — Mientras dure la campaña, estamos en Congreso y somos inviolables las unas para las otras! — ¿Entendido? 

—SĂ­, sĂ­; basta de palabras! — silbaron todas.

La cobra real, a cuyo lado pasaba Musurana, le dijo mirĂ¡ndola sombrĂ­amente.

—DespuĂ©s ... 

—Ya lo creo! — la cortĂ³ alegremente aquĂ©lla, lanzĂ¡ndose como una flecha a la vanguardia...


IX


El personal del Instituto velaba al pie de la cama del peĂ³n mordido por la yararĂ¡. Pronto debĂ­a amanecer. Un empleado se asomĂ³ a la ventana, por donde entraba la noche caliente, y creyĂ³ oĂ­r ruido en uno de los galpones. El nuevo director sacĂ³ la cabeza a su vez, y prestĂ³ oĂ­do. 

—Me parece que es en la caballeriza... Vaya a ver, Fragoso.

El aludido encendiĂ³ el farol de viento y saliĂ³, en tanto que los demĂ¡s quedaban inmĂ³viles, con el oĂ­do alerta.

No habĂ­a transcurrido medio minuto, cuando sentĂ­an pasos precipitados en el patio, y Fragoso aparecĂ­a, un poco pĂ¡lido de sorpresa. —La caballeriza estĂ¡ llena de vĂ­boras! — dijo. 

—¿Llena? — preguntĂ³ el nuevo Director. — ¿QuĂ© es eso? ¿quĂ© pasa?... —No sĂ©... —Vayamos.

Y se lanzaron afuera

—¡Daboy! ¡Daboy! — llamĂ³ el nuevo Director al perro que gemĂ­a soñando bajo la cama del enfermo. 

Y corriendo, entraron en la caballeriza. AllĂ­, a la luz del farol de viento, pudieron ver al caballo  y a la mula debatiĂ©ndose a patadas contra sesenta u ochenta vĂ­boras que inundaban la caballeriza. Los animales relinchaban y hacĂ­an volar a coces los pesebres; pero las vĂ­boras, como si las dirigiera una inteligencia superior, esquivaban los golpes y mordĂ­an con furia. Los hombres, con el  impulso de la llegada, habĂ­an caĂ­do entre ellas. Ante el brusco golpe de luz, las invasoras se detuvieron un instante, para lanzarse en seguida silbando a un nuevo asalto, que dada la confusiĂ³n de caballos y hombres, no se sabĂ­a contra quien iba dirigido. El personal del Instituto se vio asĂ­ rodeado por todas partes de vĂ­boras.

Fragoso sintiĂ³ un golpe de colmillos en el borde de las botas, a medio centĂ­metro de su rodilla, y descargĂ³ su vara —vara dura y flexible que nunca falta en una casa de bosque — sobre la atacante.  El nuevo Director partiĂ³ en dos a otra, y el otro empleado tuvo tiempo de aplastar la cabeza, sobre el cuello mismo del perro, a una gran vĂ­bora que acababa de arrollarse con pasmosa velocidad al pescuezo del animal. Esto pasĂ³ en menos de diez segundos. Las varas caĂ­an con loco vigor sobre las vĂ­boras que avanzaban siempre, mordĂ­an las botas, pretendĂ­an trepar por las piernas. Y en medio del relinchar de los caballos, los gritos de los hombres, los ladridos del perro y el silbido de las vĂ­boras, el asalto ejercĂ­a cada vez mĂ¡s presiĂ³n sobre los defensores, cuando Fragoso, al precipitarse sobre una inmensa vĂ­bora que creyera reconocer, pisĂ³ sobre un cuerpo a toda velocidad y cayĂ³, mientras el farol, roto en mil pedazos, se apagaba. 

—¡AtrĂ¡s! — gritĂ³ el nuevo Director. — ¡Daboy, aquĂ­! Y saltaron atrĂ¡s, al patio, seguidos por el perro que felizmente habĂ­a podido desenredarse de entre la madeja de vĂ­boras.

PĂ¡lidos y jadeantes, se miraron. —Parece cosa del diablo... — murmurĂ³ el nuevo Director. — JamĂ¡s he visto cosa igual... ¿QuĂ© tienen las vĂ­boras de este paĂ­s? Ayer, aquella doble mordedura —como matemĂ¡ticamente combinadas... Hoy... Por suerte ignoran que nos han salvado a los caballos con sus mordeduras... Pronto amanecerĂ¡, y entonces serĂ¡ otra cosa. 

—Me pareciĂ³ que allĂ­ andaba la Hamadrias, levantĂ³ los ojos Fragoso, mientras se ligaba la muñeca distendida. 

—SĂ­, — agregĂ³ el otro empleado — yo la vi bien... ¿Y Daboy, no tiene nada?

—No; muy mordido... Felizmente puede resistir cuanto quieran.

Volvieron otra vez al enfermo, cuya respiraciĂ³n era mejor. Estaba ahora inundado en copiosa transpiraciĂ³n.

—Comienza a aclarar — dijo el nuevo Director asomĂ¡ndose a la puerta. 

— Usted, Antonio, podrĂ¡ quedarse aquĂ­ con JordĂ¡n. Fragoso y yo vamos a salir.

—¿Llevamos los lazos? — preguntĂ³ Fragoso. 

—Oh, no! — repuso el jefe, sacudiendo la cabeza. — Con otras vĂ­boras, las hubiĂ©ramos cazado a todas en un segundo. Estas son demasiado singulares... Las varas, y a todo evento, el machete.

No singulares, sino vĂ­boras que ante un inmenso peligro sumaban la inteligencia reunida de las especies, era el enemigo que habĂ­a asaltado el Instituto SeroterĂ¡pico. La sĂºbita oscuridad que siguiera al farol roto, habĂ­a advertido a las combatientes el peligro de mayor luz y mayor resistencia. AdemĂ¡s, comenzaban a sentir va en la atmĂ³sfera la inminencia del dĂ­a.

—Si nos quedamos un momento mĂ¡s — exclamĂ³ Cruzada — nos cortan la retirada — ¡AtrĂ¡s!

—¡AtrĂ¡s, atrĂ¡s! — gritaron todas. 

Y atropellĂ¡ndose, pasando unas sobre las otras, se lanzaron al campo. Marchaban en tropel, derrotadas, viendo con consternaciĂ³n que el dĂ­a comenzaba a romper a lo  lejos. Llevaban ya veinte minutos de fuga, cuando un ladrido, claro y agudo, pero distante aĂºn, detuvo a la columna jadeante. 

—¡Un instante! — gritĂ³ UrutĂº Dorado. — Veamos cuĂ¡ntas somos, y quĂ© debemos hacer.

A la luz aĂºn incierta de la madrugada, examinaron sus fuerzas. Entre las patas de los caballos habĂ­an quedado dieciocho, entre ellas las dos culebras de coral. Atroz habĂ­a sido partida en dos por Fragoso, y Drimobia yacĂ­a allĂ¡, con el crĂ¡neo roto cuando estrangulaba al perro. Faltaban ademĂ¡s Coatiarita, RadĂ­nea y Boipeva. En total, veintitrĂ©s combatientes aniquilados. Pero las restantes, sin excepciĂ³n de una sola, estaban todas magulladas, pisadas, pateadas, llenas de polvo sobre las escamas rotas. 

—He aquĂ­ el Ă©xito de nuestra campaña — dijo amargamente 

Ă‘acaninĂ¡, frotando contra un arbusto su cabeza llena de sangre. 

—Te felicito, HamadrĂ­as!

Pero para sĂ­ se guardaba lo que habĂ­a oĂ­do tras la puerta cerrada de la caballeriza — pues habĂ­a salido la Ăºltima—. En vez de matar, habĂ­an salvado la vida a los caballos, que se extenuaban precisamente por falta de veneno! Sabido es que para un caballo que se estĂ¡ inmunizando, el veneno le es tan indispensable para su vida diaria como el agua misma. Un segundo ladrido de perro sobre el rastro, sonĂ³ tras ellas. 

—¡Estamos en inminente peligro! — gritĂ³ TerrĂ­fica— ¿QuĂ© hacemos? —¡A la gruta! — clamaron todas, deslizĂ¡ndose a toda velocidad. 

—¡Pero estĂ¡n locas! — gritĂ³ la Ă‘acaninĂ¡, mientras corrĂ­a — ¡Las van a aplastar a todas! ¡Van a la muerte! Ă“iganme: ¡desbandĂ©monos!

Las fugitivas se detuvieron, irresolutas. A pesar de su pĂ¡nico, algo les decĂ­a que era Ă©sa la Ăºnica medida salvadora, y miraron alocadas a todas partes. Una sola voz de apoyo, y se decidĂ­an. Pero la cobra real, humillada, vencida en su segundo esfuerzo de dominaciĂ³n, repleta de odio para un paĂ­s que en adelante debĂ­a serle eminentemente hostil, prefiriĂ³ hundirse del todo, arrastrando  con ella a las demĂ¡s especies. 

—¡EstĂ¡ loca Ă‘acaninĂ¡! —exclamĂ³— SeparĂ¡ndose, nos matarĂ¡n una a una, sin que podamos defendernos... AllĂ¡, es distinto. ¡A la caverna! —SĂ­, a la caverna! — respondiĂ³ la columna despavorida, huyendo. — A la caverna!

La Ă‘acaninĂ¡ vio aquello, y comprendiĂ³ que iban a la muerte. Pero viles, derrotadas, locas de pĂ¡nico, las vĂ­boras iban a sacrificarse, a pesar de todo!

Y con una altiva sacudida de lengua, ella que podĂ­a ponerse impunemente a salvo por su velocidad, se dirigiĂ³ con las otras directamente a la Muerte. SintiĂ³ asĂ­ un cuerpo a su lado, y se alegrĂ³ al reconocer a Musurana

—Ya ves — le dijo con una sonrisa — a lo que nos ha traĂ­do la asiĂ¡tica! 

—SĂ­, es un mal bicho... — añadiĂ³ Musurana, mientras corrĂ­an una junto a otra.

—Y ahora las lleva a hacerse masacrar todas juntas!... 

—Ella, por lo menos — advirtiĂ³ Musurana con voz sombrĂ­a — no va a tener ese gusto...

Y ambas, con un esfuerzo de velocidad, alcanzaron a la columna. Ya habĂ­an llegado. 

—¡Un momento! — se adelantĂ³ Musurana, cuyos ojos brillaban. 

— Ustedes lo ignoran, pero yo lo sĂ© con certeza, que dentro de diez minutos no va a quedar una de nosotras. El Congreso y sus leyes estĂ¡n, pues, ya concluidos. ¿No es eso, TerrĂ­fica? Se hizo un largo silencio. 

—SĂ­, — murmurĂ³ abrumada TerrĂ­fica — EstĂ¡ concluido...

—Entonces, — prosiguiĂ³ Musurana volviendo la cabeza a todos lados. — Antes de morir, quisiera... Ah!, mejor asĂ­! — concluyĂ³ satisfecha al ver a la cobra real que avanzaba lentamente hacia ella, mirĂ¡ndola con fijeza.

No era aquĂ©l posiblemente el momento ideal para un combate. Pero desde que el mundo es mundo, nada, ni la presencia del Hombre sobre ellas, podrĂ­a evitar que una Venenosa y una Cazadora solucionen sus asuntos particulares. El primer choque fue favorable a la cobra real: sus colmillos se hundieron hasta la encĂ­a en el cuello de Musurana. Esta, con la maravillosa maniobra de la especie, de devolver en ataque una cogida casi mortal, lanzĂ³ su cuerpo adelante como un lĂ¡tigo y envolviĂ³ a la Hamadrias, que en un instante se sintiĂ³ ahogada. La culebra, concentrando toda su vida en aquel abrazo, cerraba progresivamente sus anillos de acero; pero la naja bĂºngaro no soltaba presa. Hubo aĂºn un instante en que Musurana sintiĂ³ crujir su cabeza entre los dientes de la Hamadrias. Pero hizo un supremo esfuerzo, y esta postrer sacudida de voluntad decidiĂ³ la balanza en su favor. La boca de la cobra semi asfixiada se desprendiĂ³ oscilando, mientras la cabeza libre de Musurana hacĂ­a presa en el cuerpo de la Hamadrias. Poco a poco, segura del terrible abrazo con que inmovilizaba a su rival, su boca fuĂ© subiendo a lo largo del cuello, con cortas y bruscas dentelladas, en tanto que la cobra sacudĂ­a desesperada la cabeza, abriendo la boca. Los dientes pequeños y agudos de Musurana subĂ­an siempre, llegaron al capuchĂ³n, que se extendieron bruscamente, treparon, subieron, alcanzaron la garganta, subieron aĂºn, hasta que se clavaron por fin en la cabeza de su enemiga, con sordo y larguĂ­simo crujido de huesos masticados. Ya estaba concluido. Los anillos se distendieron y el macizo cuerpo de la cobra real cayĂ³ pesadamente a tierra, muerta. 

—Por lo menos, estoy contenta... — murmurĂ³ Musurana, cayendo a su vez exĂ¡nime sobre el cuerpo de la asiĂ¡tica.

Fué en ese instante cuando las víboras oyeron a menos de cien metros el ladrido agudo del perro. Y ellas, que diez minutos antes atropellaban aterradas la entrada de la caverna, vieron subir a sus ojos la llamarada salvaje de la lucha a muerte, por la Familia entera.

—¡Entremos! — gritaron sin embargo algunas.

—¡No, aquĂ­! ¡Muramos aquĂ­ — ahogaron todas con sus silbidos. Y contra el murallĂ³n de piedra que les cortaba toda retirada, el cuello y la cabeza erguidos sobre el cuerpo arrollado, los ojos hechos ascua, esperaron.

No fue larga su espera. En el dĂ­a ya claro y contra el fondo oscuro del monte, vieron surgir ante ellas las dos altas siluetas del nuevo Director y de Fragoso, reteniendo en trailla al perro, que loco de rabia se abalanzaba adelante.

—¡Se acabĂ³! Y esta vez definitivamente! — murmurĂ³ Ă‘acaninĂ¡, despidiĂ©ndose con esas seis palabras de una vida bastante feliz, cuyo sacrificio acababa de decidir. 

Y con un violento empuje se lanzĂ³ al encuentro del perro, que suelto —y con la boca blanca de espuma, llegaba sobre ellas . El animal esquivĂ³ el golpe y cayĂ³ sobre TerrĂ­fica, que le hundiĂ³ los colmillos en el hocico. Daboy agitĂ³ furiosamente la cabeza, sacudiendo en el aire a la del cascabel; pero Ă©sta no soltaba. Neuwied aprovechĂ³ el instante para hundir los colmillos en el vientre del animal, mas tambiĂ©n en ese instante llegaban sobre ellas los hombres. En un segundo TerrĂ­fica y Neuwied cayeron muertas, con los ríñones quebrados. UrutĂº Dorado fue partido en dos, y lo mismo Cipo. Lanceolada logrĂ³ hacer presa en la lengua del perro, pero dos segundos despuĂ©s caĂ­a en tres pedazos, por el doble golpe de vara, al lado de Esculapia. El combate, o mĂ¡s bien exterminio, continuaba furioso, entre silbidos y roncos ladridos de Daboy, que estaba en todas partes. Cayeron una tras otra, sin perdĂ³n que tampoco pedĂ­an, con el crĂ¡neo triturado entre las mandĂ­bulas del perro o aplastadas por los hombres. Fueron quedando masacradas frente a la Caverna de su 4039 —y Ăºltimo— Congreso. Y de las Ăºltimas, cayeron Cruzada y Ă‘acaninĂ¡. No quedaba una ya. Los hombres se sentaron, mirando aquella total masacre de las especies, triunfantes un dĂ­a. Daboy, jadeando a sus pies, acusaba algunos sĂ­ntomas de envenenamiento, a pesar de  estar poderosamente inmunizado. HabĂ­a sido mordido 64 veces. Cuando los hombres se levantaban para irse, vieron que Musurana a quien habĂ­an creĂ­do muerta, volvĂ­a de su desmayo.

—Hermoso ejemplar— dijo, el nuevo Director, acariciĂ¡ndola. — Pocas veces alcanzan estĂ© tamaño. DeberĂ­amos llevarla... Hoy ha vengado a su modo al pobre Ruiz... Acaso nos salve un dĂ­a la vida a nosotros, contra esa chusma venenosa.

Y se fueron, llevando colgada de un palo quĂ© cargaban en los hombros a Musurana, que herida y exhausta de fuerzas, iba pensando en la Ă‘acaninĂ¡ cuyo destino, con menos altivez de su parte, podĂ­a haber sido semejante al suyo, pues, por poco que a ella, Musurana, le dejaran alguna libertad para recorrer su selva, serĂ­a bien feliz, pues al fin y al cabo valĂ­a mĂ¡s ser aliada del Hombre, para  exterminar malos bichos, como la dama asiĂ¡tica, TerrĂ­fica y el resto.


El relato que publicamos ha sido tomado del original publicado en El Cuento Ilustrado, Buenos Aires, Abril 12 de 1918; Año I, Tomo I, N° 1; pp. 5-24.



HORACIO QUIROGA [Horacio Silvestre Quiroga Forteza], Poeta, Narrador, Dramaturgo y Escritor uruguayo radicado en Argentina, nacido el 31 de diciembre de 1878 en Salto, Uruguay. Era hijo del vicecĂ³nsul argentino en  Salto y de la oriental  Pastora Forteza. Por parte de su padre descendĂ­a del caudillo riojano Facundo Quiroga. EstĂ¡ considerado uno de los mayores cuentistas latinoamericanos de todos los tiempos.  Su obra se sitĂºa entre la declinaciĂ³n del modernismo y la emergencia de las vanguardias. Las tragedias marcaron la vida del escritor: su padre muriĂ³ en un accidente de caza, y su padrastro y  posteriormente su primera esposa se suicidaron; ademĂ¡s, Quiroga matĂ³ accidentalmente de un disparo a su amigo Federico Ferrando. EstudiĂ³ en Montevideo y pronto comenzĂ³ a interesarse por la literatura. Inspirado en su primera novia escribiĂ³ Una estaciĂ³n de amor (1898), fundĂ³ en su ciudad natal la Revista de Salto (1899), marchĂ³ a Europa y resumiĂ³ sus recuerdos de esta experiencia en Diario de viaje a ParĂ­s (1900). Ya instalado en Buenos Aires publicĂ³ Los arrecifes de coral, poemas, cuentos y prosa lĂ­rica (1901), seguidos de los relatos de El crimen del otro (1904), la novela breve Los perseguidos (1905), producto de un viaje con Leopoldo Lugones por la selva misionera, hasta la frontera con Brasil, y la mĂ¡s extensa Historia de un amor turbio (1908). En 1909 se radicĂ³ precisamente en la provincia de Misiones, donde se desempeĂ±Ă³ como juez de paz en San Ignacio, localidad famosa por sus ruinas de las reducciones jesuĂ­ticas, a la par que cultivaba yerba mate y naranjas. Nuevamente en Buenos Aires trabajĂ³ en el consulado de Uruguay y dio a la prensa Cuentos de amor, de locura y de muerte (1917), los relatos para niños Cuentos de la selva (1918), El salvaje, la obra teatral Las sacrificadas (ambos de 1920), Anaconda (1921), El desierto (1924), La gallina degollada y otros cuentos (1925) y quizĂ¡ su mejor libro de relatos, Los desterrados (1926). ColaborĂ³ en diferentes medios: Caras y Caretas, Fray Mocho, La Novela Semanal y La NaciĂ³n, entre otros. En 1935 publicĂ³ su Ăºltimo libro de cuentos, MĂ¡s allĂ¡.  Hospitalizado en Buenos Aires, se le descubriĂ³ un cĂ¡ncer de prĂ³stata, enfermedad que parece haber sido la causa que lo impulsĂ³ al suicidio, ya que puso fin a sus dĂ­as ingiriendo cianuro. FalleciĂ³ en Buenos Aires, el 19 de febrero de 1937.