Juan Draghi Lucero | Los Cardinales



Mi padre, caído en el vicio de la bebida, hundíase en los lamentos del que se ve mermado en los derrumbes. Rabioso una noche al sopesar su cadena de desdichas y con licor en el entendimiento, dispuso que nos fuéramos de ese lugarejo. Que nos alejáramos como de una maldición. ¡A donde el destino nos llevara! Recogimos nuestras cacharpas y partimos en las obscuras deshoras, sin dar aviso a nadie. ¡Que nadie supiera de nuestro paradero! Entramos en la oscuridad desolada del camino solitario, en seguimiento de una huella apenas blanquecina. Marchamos y marchamos; al pintarse el nuevo día se nos cansó la yegüita de nuestro viejo rodado. Paramos a guarecernos al pie de un árbol solitario. Sí, allí acampamos. Tendimos en el suelo nuestros pellones y ponchos y nos tiramos a dormir todos los cansancios, hasta que el Sol fuerte del mediodía nos irritó los ojos. Levantados, encendimos fuego, tomamos unos mates, comimos tortilla al rescoldo y volvimos a porfiar en la marcha. La flaca yegüita estaba muy cansada y con bastante hambre y sed. Nos allanamos a marchar a pie para que el pobre animal pudiera tirar del carricoche así alivianado, pero muy cargado con los trastos que salvábamos. Así viajamos bajo un Sol quemante. A eso del mediodía hallamos unos ojos de agua, escondidos entre verdores.

Mientras la yegüita pastaba, comimos y descansamos. En cayendo la tarde volvimos a pujar nuestra marcha. Esta fue la cuenta de días y días; caminar y caminar sin gozar de un descanso y cayéndonos de sueño... Una noche muy obscura hicimos paradero bajo un coposo sauce. ¡Mi padre temaba que no debíamos dormir allí, por ser los sauces con sus caídas ramas el paradero y juntas de las brujas en las deshoras. Se oían rumores descaminados, sin rumbo, vagando, vagando por lo más oscuro y escondido. Desvelados, esperamos con ansias al nuevo día y al salir el Sol nos extrañamos de no ver sino la inmensidad de los campos. Mi padre no sabía qué pensar; caviloso andaba. De nuevo fue un marchar hasta venir la negrura de la noche. Oíamos ruidos extraños, como en desavenencias sin fin ni paradero. Detenidos, encendimos una fogata y a su calor y lumbre, defendidos por las llamas amigas, nos acurrucamos... En naciendo el Sol cesaron al todo los rumores que tanto nos habían desvelado. El silencio de la inmensidad nos gustaba. Mi padre no sabía si seguir caminando o volvernos. Al fin encaramos esos campos, los más yermos y desolados; mas, en llegando los mantos de la noche volvieron los bullicios, palabreríos discutidores. Si parecía por momentos que cantaran cien gallos; que retumbaran voces encrespadas; que golpearan martillos en yunques volanderos y repicaran campanas trizadas. Lo más raro fue que se desataron los cuatro vientos como con tapujados desvaríos en el palabrerar de los desacuerdos. Allí mismo, al pie de un algarrobo nos acogimos, protegiéndonos bajo sus ramas y a la lumbre de un fuego. Las horas se detenían a platicar bajito con las vejeces del tiempo. Asustados, nos desvelábamos y más cuando vimos correrse luces como linternas huyentes, que se encendían y se apagaban ... Después de la más soportada espera se anunció el día con sus limpios clarores. Sosegados los ruidos y vientos, se nos cerraron los ojos cargados de sueño. Dormíamos, cuando de repente nos despertaron los gritos de una vieja ¡tan alta y tan flaca!, plantada a nuestro lado. Con todo desabrimiento preguntaba, encendida de rabia, por qué estábamos ahí, en tierras de su heredad y a la vista de sus techos. Todavía adormilado, mi padre sacó razones para responderle que pará­bamos en campo abierto, sin cercos ni cierres que acreditaran dueños.


–¡A nadie acuerdo permiso para hollar mis pertenencias! –gritaba.

–¡Ya mismo nos vamos! –respondía, alterado, mi padre.

Amansada la vieja, se dejó decir: –Por la cara se te conoce ser de la buena bebida. Te convido un trago del vino fermentado en mis tinajas. Mi padre cayó en la tentación del bebedor y vació el frasco que le brindaba la vieja. Alzó ella la voz para sonsacamos, y dijo: –Han de ir hasta mis portales. Corral tengo para la yegüita, ramada para el rodado y un cuarto para aposentar a ustedes.

–Vamos –nos dijo, sumiso mi padre, mirando el frasco vacío. Con nuestro destartalado carrico­che seguimos a la vieja que caminaba ¡tan empi­nada! en dereceras de su morada.

–¡Apuren antes que nos ofenda el Sol! –gritaba, sin parar sus largos trancos.

Llegamos al caserón perdido de los campos. Al trasponer esos portales nos asaltó un gallo salvaje que nos aturdía con aletazos y afilados espo­lones. Tapándonos los ojos pudimos escapar y acogernos bajo los sombríos corredores. La vieja llamaba a los sosiegos al gallo, pero el tal se empinaba encocorado, con las soberbias del amo y dueño de casa.

–¡Por fin bajo mis techos! –exclamaba la vieja, ganándose a las penumbras.

Entramos al cuartucho que nos señalaba, lleno de trastos viejos, tinajones quebrados, mil trebejos, sapos y arañas. Nos dimos a medio limpiarlo. Reparamos en las murallas carcomidas por el salitre: amenazaban caerse.

–¿Y si nos aplastan estos viejos murallones? –medio reclamó mi padre.

–Mis murallas no se abaten por salitres, temblores ni fuegos. ¡Siglos hacen que soportan mis techos! –sostuvo más que segura la empinada dueña del caserón. Allanado mi padre desató la yegüita, la llevó al corral y resguardó nuestro rodado bajo la ramada. Entramos los ponchos y cobijas.

–¿En qué lugar aposentaron antes? –inquirió la vieja desabrida.

–En el lugarejo que llaman "Los Desamparados", a leguas de aquí.

–¿Por qué se alejan de allá? ¿A qué vinieron a mis lares?

–Huyendo de mis desdichas nos alejamos. Penando a través de amargos yermos aquí llegamos.

–No debiera dar posada a gente sin paradero.

–¡Ya mismo nos vamos!

–No es para tanto –arguyó la vieja, pasándole a mi padre alguna comida y otro frasco de vino. ¡Y volvió el pobre a caer en el vicio de la borrachera!

Esa noche dormimos sólo a ratos en el cuartucho. Oíamos ruidos acallados, como si por esas murallas bajaran culebrones a palabrear con los sapos. En los entresueños escuchábamos a la vieja secreteándose con el gallo salvaje. Por momentos parecía que levantaban voz de enojados, y por ratos se allanaban al entendimiento. Todo con palabreos bajitos. Nos encogían los miedos... Antes que asomara el Sol nos despertó la vieja mandona. Ordenaba a mi padre. –Con esta hacha abatirás a seis de los más coposos árboles de mis campos. Elegirás a cuatro de los más altos y derechos, con horcones, para que soporten a dos soleras sobre las que descansarán los rollizos, a los que cubrirás con las mejores y más elegidas ramas. Y has de entresacar de tus lumbres de artesano pulido a lo mejor para levantar, con la mayor firmeza y galanura, a la Ramada de los Cuatro Cardinales que rondan, se dan cita y se apalabran en mis sosegados campos.

–Esta bien, señora y ama –contestó mi padre, ya caído en la sumisión.

–Pero antes de marchar a tus señaladas tareas, has de noticiarme de tu vida. ¿A cuántos hijos diste cita en este mundo?

–Cinco hijos me mandó el Cielo. Dos murieron como también mi santa compañera. Tres hijas me quedan para el consuelo de mi vejez. Ansío darles escuela para que arriben a gente.

–El saber engendra picardías.

–Primera vez que oigo tal novedad. Por no conocer la O por lo redonda es que me veo condenado a los más bajos oficios. Sólo sé del hacha y de la pala.

–Los de antes no sabían de letras y eran de mejores tratos y procederes. Las novedades del saber son las que traen la perdición del mundo. ¡Y basta de palabras vanas! Irás, hacha al hombro, en dereceras del Sol que nace. Llegarás al médano más alto, airoso y limpio de mis dormidos campos, y sobre esa altura dominante enterrarás en bien cavados hoyos, los cuatro horcones: pilares que serán de la Ramada de las más frescas y apaciguadas sombras. Trabajo el más fino y pulido has de hacer para aposentar a los Cuatro Cardinales que dan en citarse en esta, mi heredad, después del sinfín de ires y venires por los cuatro horizontes del Mundo. En esa, mi elegida Ramada, detendrán los incansables sus muy libres correteos y, en celebración de tal junta, oiré los palabreos noticiadores de los confines del mundo. En mi silla, la del más noble asiento, yo asistiré en persona a la Fiesta de los Resplandores, ¡Ãºnica en el Mundo!

Confuso mi padre y encendido por el vino, se balanceaba entre el ensueño y lo que oía.

–Para tu buen obedecer, beberás de mi vino, que alienta la vida, las esperanzas y la inclinación al cantar del enyugado.

Mi padre tiraba a vacilar, pero caía en la angurria del bebedor. Bebió a grandes tragos el oscuro licor. Con ojos encendidos y cantando la vieja canción del esclavo, tomó el hacha y con ella al hombro, se alejaba por los campos del sosiego. Viéndolo partir, murmuró esa arrugada vejez: –Años y años esperé al que levantaría la Ramada de los Cuatro Cardinales. ¡Por fin llegó!

Quedamos las tres hermanitas con la vieja. Mirándonos con ojos saltones, nos alcanzó tres canastas y nos ordenó que subiésemos a los árboles del campo para llenarlos con huevos de pajaritos. Salimos a la resolana. Quedó la vieja guarecida en las penumbras, como los murciélagos. Al salir de los portales nos atacó el gallo con todas sus furias. Tapándonos la cara pudimos huir campo afuera. Subimos fatigosamente a los rugosos árboles y, cabalgando sobre sus ramas, nos dimos a vaciar los nidos de sus huevitos. Apenas podíamos defendernos de la pajarería, que porfiaba por sacamos los ojos, piando lastimeramente por el robo de sus tesoros. Mañana y tarde gastamos en la codiciosa tarea del saqueo de nidos. Ya poniéndose el Sol y con las canastas llenas de pecadora cosecha, volvimos a las sombras del caserón. A todo correr entramos porque el gallo nos atacaba con aletazos y picotones. Nos recibió las canastas la dueña de los campos. Golosa, recibió la llorada cosecha. Llamó al gallo y, muy juntitos y angurrientos, devoraban los huevitos de la pajarería.

Bien entrada la noche volvía nuestro padre con el hacha al hombro; cansado y cayéndose de sueño de tanto hachar árboles espinosos en los campos dormidos. Nos acariciaba a las tres, preguntándonos con desconsuelo amoroso, qué habíamos hecho en su ausencia. Le contamos que por las ramas con espinas habíamos saqueado a cuantos niditos hallamos. Balanceando parecer, nos decía que nunca por nunca había oído decir de gentes que así se alimentaran. Temaba, desesperanzado con alejarnos del caserón en ruinas. En eso aparecía la vieja con comidas y el frasco del vino de la tentación. Y el pobre bebía hasta caer dormido. Muy de madrugada al siguiente día se iba el pobre con el hacha al hombro. A su trabajar en la Ramada de los Cuatro Cardinales acudía. Yo lo miraba alejarse como hundiéndose en la tierra. Aparecía la vieja con las tres canastas que llenaríamos con los huevitos de los que vuelan de rama en rama. Partimos a la carrera, huyendo y defendiéndonos del gallo rabioso. Con afanes de robo andábamos mañana y tarde por los castigados nidos. Cansadas, con los vestiditos rotos y manos y piernas lastimadas, dejábamos vacíos a tantas acariciadas esperanzas. Al allegarnos, hambrientas y cansadas al caserón, lo hacíamos a la carrera y con el gallo furioso detrás. Entregábamos la maldecida cosecha a la vieja, que se engolosinaba, muy camarada con su gallo.

Mi padre volvía de noche al caserón como saliéndose de los sueños. Cansado y quejoso llegaba. Con un sinfín de preguntas sobre su tarea, la vieja lo majaderiaba.

–Ya están listos los cuatro horcones que sos­tendrán la Ramada de la admiración. Mañana los plantaré en hoyos profundos; no los removerán los más fuertes vientos.

–Y ha de ser de tu mayor cuidado y finura el orientarlos cabalmente en dereceras del Sol que nace, con los justísimos rumbos por los lados del sur y del norte. Así quedará abierta, invitadora la Ramada a los Cuatro Cardinales que andan y desandan por el Mundo. Libre entrada y salida tendrán en muy fresca sombra.

–Así se hará, mi patrona y ama –contestaba, cabizbajo, mi padre, al recibir la comida y el ten­tador frasco de vino negro.

–Si mucho te fatigaron los trabajos, ya te fueras a dormir con tus hijitas.

Poco antes de anunciarse el alba, se plantaba la vieja en la puerta. Gritaba: –Ya partieras con el hacha al hombro a darle forma y vistosidad a la Ramada de los Confines del Mundo, que aposen­tará a los cuatro desasosegados andariegos. Aquí va tu comida y el frasco de vino– y le alcanzaba a mi padre, el sometido, charqui salado y el frasco del beberaje. El pobre, de tan apocado, no levan­taba los ojos cargados de sueño. 

Y es de repetirse que así entraba a los campos, fundiéndose en las sombras con el hacha al hombro.

Ya nos entregaba la vieja las tres canastas pa­ra que asaltáramos los nidos. A la carrera partíamos. Nos enfrentaba el gallo de afiliados espolones y fuertes aletazos. Atropellándonos huíamos hasta trepar a los árboles con sus nidos. Cabalgando por esas ramas, espantábamos a las encrespadas plumitas que nos clamaban con píos lastimeros. ¡Cómo luchábamos! Apretando las piernas, nos asegurábamos a las ramas; con una mano defendíamos los ojos y con la otra saqueábamos los niditos, peligrando de caernos desde esas alturas. Este era el trabajo diario de los espantos... Subida al árbol más alto, lograba ver a mi padre perdido en la lejanía en su tirano trabajar. Lo divisaba en las neblinas de mis ojos llorosos, hachando árboles indios. Veía, como luz de los arenales, rebrillar a su hacha abatidora al subir y al bajar de los hachazos. Parecía una sombra penando en los yermos de la maldición pecadora. Largo rato lo miraba, y por momentos me sentía estar con mi padre y hermanitas fuera del mundo y en trabajos por siempre culpados.

Ya poniéndose el Sol bajábamos de los árboles con nidos, con las canastas llenas de huevitos de todos los colores. Los había con pintitas rosadas, verdes y negras. Eran de jilgueros, canarios, zorzales, calandrias y otros cantores del volar sin fin. Cantores eran, sí, en los campos de la desolación, pero ¡cómo les clamaban a las tres hermanitas que no les arrebataran sus tesoros! Me parecía que éramos brujas de la Salamanca.

Tomándonos de las manos y a todo correr, trasponíamos los portales del caserón. Nos esperaba el gallo de las porfías, y era un luchar a la carrera hasta guarecernos bajo los corredores de las pesadas sombras. Al ruido de los aletazos y gritos, sa­lía la vieja de sus penumbras. Nos arrebataba la llorada cosecha y, a nuestra vista llamaba al gallo, y todo lo devoraban los muy angurrientos.

Siempre de noche aparecía mi padre con el hacha al hombro, como devuelto por los ardidos arenales. Nos juntábamos a él con desmayadas caricias. El pobre nos hacía cariñitos en los lindes del sueño pesaroso. Sufría el rigor de su trabajar sin provecho, y más al vernos con los vestiditos rotos y manos y piernas lastimadas. Aparecía la vieja y, muy reclamante y mostrando su frasca de vino, pedía las cuentas de su trabajar.

–Ya planté en hondos y bien apisonados hoyos a los cuatro pilares con horcones, apoyos que serán de las dos soleras sobre las que descansarán los rollizos del techo. Bien orientado al nacedero del Sol para la cabal entrada y salida de los que Vengan del norte, del sur, del naciente y del poniente. Logré levantar con mil penurias las dos soleras que encajan en los pilares con horcones. En días más lucirá su techo de ramas la sin par Ramada.

Veo que con buen seso cumples ajustándote a mis mandatos. La Ramada de los Cuatro Cardinales, que para tu lucimiento artesano me estás haciendo, será el centro elegido de las cuatro miras del Mundo. Allí se convocarán los señores de las clamantes lejanías. Allí han de juntarse los cuatro alientos que desandan todos los rumbos de la Tierra. Y es allí, bajo elegido reparo y fresca sombra donde, en posesión del encanto, he de sentarme a oír los trasegados decires de gozos y penas de remotísimos lugares. Allí me sentaré en paz a enhebrar la sabiduría del Mundo, porque es en el sentir de los horizontes donde se sopesa el saber de todos los tiempos. Sí, allí, sentada en mi noble silla, desentrañaré la Vida como no lograron hacerlo sabios del mayor entendimiento. Allí ¡en mi asiento! recibiré los homenajes del más rendido amor por el caballero de los tiempos de los reyes y señores; luego, ya en las deshoras, me secretearán los incansables dónde se oculta el punto de partida del ser y del no ser de las cosas; cuál es la razón, principio y fin que mueve el hacer y el deshacer. Con esto te digo que estés orgulloso de haber puesto mano y seso en tan elegida obra. Vientos voceros del ir viniendo por la redondez de la tierra recordarán tus trabajos.

Mi padre la oía como aplastado por pesadillas. Sin decir palabra nos resguardamos en el cuartucho ruinoso. Era de sopesarse que el pobre aguantaba el rigor de los rigores. Se desfogaba en hondos suspiros hasta entrar al oscuro sueño en bebiendo el engañoso licor de la tirana. Antes que entrara a las profundidades del dormir, le apreté la mano y le volqué al oído –¡No beba más de ese licor embrujado!–. Él, en obedecimiento ni apretó los dedos al hundirse en el dormir.

Antes de aclarar partía a su penosa tarea con el hacha al hombro. Le repetí el ruego de no beber. Por señas me lo prometió. Pronto apareció la mandona y nos despachó con las canastas a los árboles donde anidaban pajaritos. Corrimos con el gallo detrás a los espolonazos. Horas y más horas lo pasamos en las apartadas ramas con las tiranías del más llorado robo.

Luchamos con los pobrecitos que empollaban sus esperanzas. En poniéndose el Sol, retornamos bajo los corredores de sumadas sombras, soportando los embates del gallo centinela.

En sus resguardos nos esperaba esa vieja. Al entregarle la pecadora cosecha, no pude aguantarme: le pregunté por qué era tan gustosa en el devoro de los huevitos de los pajarillos.

–Has de saber –es que me dice– que los reyes y altos señores de la antigüedad, sólo comían huevos de los pájaros del canto y del volar. Con esto conservaban y entonaban sus sonoras voces del mando y del señorío, y gozaban del pensar con alturas. –Llamó al gallo– y, juntos y angurrientos, comieron nuestra cosecha.

Se vino la noche y trajo a empujones a mi padre, siempre con el hacha al hombro y cayéndose de sueño. Al acostarnos me decía: –En seguimiento de su consejo, hoy no bebí del vino del engaño. Con el seso despierto, me preguntaba en la soledad de esos campos, ¿de dónde saca el vino si no tiene viñas? ¿A qué tiene aquí ese gallo en las figuras del centinela? ¿Por qué nos ataca al entrar y al salir? ¿Por qué ella odia al Sol y se hunde en las penumbras como los murciélagos? ¿Es soltera, casada o viuda? ¿Y si ese gallo fuese su marido, convertido en ave por artificios brujos?... En esas soledades me di a pensar que el miedo aparta de este caserón a todo caminante. ¡Ni una huella de rodados! ¡Ni un rastro de gente o de animal que sirve al hombre! Sólo se ven huir y esconderse a las mil sabandijas del campo. Todo es desazón, lejanía, neblinas de pesadillas. Esto me secreteaba mi padre antes de dormir sus cansancios. Yo convoqué mis planes de huida...

Desperté. Mi padre había partido con el hacha al nombro. Me pareció que antes de partir nos besaba a las tres en la frente. Al levantarme vi a la vieja al lado nuestro. Conteniendo furores, decía a borbotones: –En estos campos en sosiego dormitan los alientos de largos tiempos idos. Trajinaron por aquí convoyes de rodados y cientos de jinetes en sus pardas muías. Vinieron, se hospedaron y siguieron sus andanzas los hombres sedientos de lejanías. Trajeron sus novedades y se llevaron los decires comarcanos. Todos ellos padecían la fiebre y ambición del saber, del ambular y del atesorar caudales. Tentados por labores de provecho, se quedaron algunos y levantaron las cuatro murallas en resguardo de las fuerzas que gastarían en los soñados trabajos provechosos. Así fue que florecieron estos campos en trigales y viñedos. Estos dos ojos que te asustan, miraron en lejanas edades a labradores del sueño que, fatigados, desmontaron y nivelaron y labraron estos campos. ¡Y los vi sembrar higos en demanda de alegres higuerales! ¡Y sembraron aceitunas, esperanzados en verdes olivares! ¡Y enterraban nueces, ansiosos de los coposos nogales! Eran hombres de señaladas fuerzas y confianza en lo venidero. Trabajaban envueltos en las neblinas del caviloso anochecer. Como sombras en cansancio se movían al son de los tardos bueyes. Y con las esperanzas del sembrador esparcían las simientes, entonando el cantar de las esperas; mas el pecado los socavaba en sus gustares engañosos... Verdearon, sí, los trigales que dan el pan en caldea­dos hornos; los viñedos ofrendaron sus negros racimos y, por mediación de lagares fermentaron el mosto que desborda en vino animoso y ensombrecedor. Los olivares rindieron sazonados frutos para las almazaras. Todo arribó al abundoso bienestar, mas las mudanzas del tiempo y de las cosas castigaron a los pecadores, al secar manantiales de frescas aguas. Se empecinaron los rayos del Sol que­mante y se caldeó la tierra; arreciaron las granizadas y por fin la sequía acabó con viñedos, trigales y arboledas. Los antes correntosos canales, borrados fueron por las arenas errantes, empujados por los vientos rastreros y así, en amargas desavenencias se avanzaron los yermos, y mis campos antes felices, con gozosos verdores, fueron decayendo en huraños arenales donde rebrillan los solazos y anidan las culebras. Con tantos azotes del desabrimiento, se fueron alejando, huyeron y se hicieron nada los pobladores de los tiempos cosecheros. Todo quedó en herrumbrosa soledad y retornó la antigua quietud del desierto... Pero yo con mis porfías de los maduros tiempos idos, seguí, sigo y he de seguir aferrada a mis tierras que, libres del pecado de la ambición, son animadas por los Cuatro Cardinales que aquí, en celos de soledad, se dan cita, se apalabran y luego siguen su carrera por la redondez de la tierra. De tales antiguos tiempos me restan vinos que se añejan en mis tinajas. Fruto' de mis devoradas viñas y fermentado en mis lagares de cuero. ¡Ese es mi vino! Y si doy noticia de mis cavilaciones, digo a gritos que a nadie le importa si soy soltera, casada o viuda porque como de mi pan, hecho con la harina de mis muertos trigales. Pan que yo amaso y se cuece en mi horno que yo misma caldeo! Los gritos le salían a reventones y se le encendían los ojos a la vieja, que estiraba sus manos como si quisiera ahorcar a alguien. Yo temblaba con todos los miedos. Con ansias de escapar, le dije: –¡Denos las canastas para irnos a los árboles con nidos! ¡Denos las canastas!

–Ahora me pides ir a tus tareas; así también un día aposentarás en tus resguardos a la semilla de mi estirpe, por pertenecer a los predestinados. Y nos alcanzó a las tres las canastas. Tomarlas y salir a las carreras fue de las tres hermanas. A toda furia nos alejamos del caserón para librarnos a medias de los ataques del gallo rabioso. A horcajadas en las ramas, yo me hundía en mis pensares. Cierto es que soy chica, pero los sufrimientos junto a mi caído padre, maduraron mis sentires. Al obscurecer bajamos de esas ramas con nuestra dolida cosecha y esperamos al que por fin llegaba de los campos del sueño. Encorvado venía por todos los cansancios del hachador en los solazos. Con las palabras más bajitas y señas de entendimiento, nos contábamos los cuatro los caudales del sufrir. El padre nos acariciaba con amoroso desconsuelo, como hombre rendido, apenas en sostén por delgada esperanza. Yo lo reanimaba, pintándole la libertad con la huida. Al fin nos convoyamos para huirnos en lo más oscuro de esa noche... Me decía que estaba al terminar la Ramada de esos brujos Cardinales que ya, descaradamente se hacían presentes, codiciosos por estrenar la Ramada con la fiesta de la Salamanca. De oírse eran las voces descoyuntadas de los cuatro puntos del Mundo. Vagos aullidos enloquecedores; reclamos de antiquísimas promesas incumplidas; voces de apaciguamiento a los tumultos; palabras dispares. Golpes que estremecían la Tierra; aletazos que bajaban de los cielos temblorosos. Y este desquicio va aumentando al llegar los mantos de la noche. Si hasta se dejan ver luces errantes, llamitas que se escurren, sin poder de quemazón ni clarores de reales lumbres, como si salieran de alientos huyentes.

Dominantes chistidos prevenciosos, estrujan el corazón del oyente y mirante humano, hecho en el vivir sin artificios prohibidos.

–¡Alejémonos pronto! –le repetía a mi padre, encorvado por el cansancio y pidiendo cama para dormir todos los sueños... De pronto reparé que el gallo centinela, metido entre nosotros, escuchaba espión, con afán pesquisidor. ¡Le brillaban los ojos en porfías de furia contenida! Nos callamos y fuimos en silencio al caserón.

Nos esperaba la vieja. En viéndonos llegar, dijo: –Aquí les doy mi comida y mi vino a los que cavilan bajo mis techos.

Nos fuimos a dormir sin probar bocado, y mi padre se contuvo como bebedor. A media noche se levantó y, escurriéndose, fue al corral a sacar la yegüita para irnos. ¡Encontró al pobre animal con una tremenda espina clavada en una pata! No podía andar la pobre. Como pudo se la sacó y le curó con pella fina la tremenda herida. Volvió, desolado al cuartucho mi padre. –¡Aquí hay un mal manejo! –me repetía al caer dormido.

En los días que siguieron mi padre dio fin y acabó a la Ramada de los Cuatro Cardinales. Cada vez más caviloso y rendido, nos acariciaba en los lindes del lloroso desconsuelo. ¿Las tres hermanitas penábamos siempre por esas ramas, saqueando nidos. Yo me las amañé para sacar nuestra yegüita a que pastara lejos del caserón y le curaba la herida. Por suerte mejoraba. Junto con sanar nuestro animal, mi padre terminó la Ramada.

Desperdiciando alegrías la vieja se solazaba con los preparas del estreno de tan grande obra. Descuidó el vigilamos con el celo de antes. Y llegó tal día.

Derramando palabrerío del placer soñado, la vieja olvidó los huevecillos de los pájaros. Todo eran aprontes de la anunciada fiesta. Se hizo llevar por mi padre una tinaja llena de vino, ¡y con vino regaba el piso de la Ramada, al son de cantares de la olvidada antigüedad! A medida que llegaba el anochecer, ella se demoraba, sobrenadando en las más remotas alegrías.

–¡Por fin llegó la ocasión! –nos secreteó nuestro padre. Ya en lo oscuro y cuidando el silenciarnos, trajimos a nuestro animal. Lo atamos al carricoche. Cargamos ponchos, cobijas y trebejos y, en los promedios de la medianoche, partimos silenciosos, con el corazón a los tumbos. Animábamos a la yegüita con acalladas voces, ansiosos de ganar distancias, con socavantes temores a cuestas.

En nuestra huida, teníamos que pasar frente a la Ramada de los Cuatro Cardinales. Avanzábamos en los silencios, prudenciando hasta nuestras miradas, pero al enfrentarnos a la de las famas, que con tantos desvelos levantó mi padre, detuvo nuestro marchar el encantamiento. Tanto al animal como a nosotros nos engatuzaron los deslumbres de las maravillas...

Negándonos, sometíamos nuestros desgobernados ojos a remirar prohibidos encantamientos. En las negruras de la noche infernal, sobresalía en resplandores. ¡Ella! ¡La más hermosa mujer que en el Mundo ha sido! Saboreando encantos, sonreía al Amor de los amores, ofrendado con antigua cortesanía por el Hombre gallo, con los arrestos del más rendido galán. Era el amador de los tiempos famosos: el amante hecho fuego en el crisol del amor más trasegado. Era el caballero perfecto, el que ofrenda vida y alma por su dama. Y ella, ¡Ella! la alta dama solicitada por el ardoroso amador de los tiempos galantes.

Ella y él ocupaban el centro; la dama sentada como en su trono y el caballero a sus pies. Por los cuatro costados de la Ramada, entraban sin acabar de hacerlo, el fresco Viento Sur, el caluroso Viento Norte; y por el poniente y el naciente: el Viento indio del Ande y el turbulento de las pampas. Los cuatro andariegos del Mundo, únicos invitados a la Fiesta de los Siglos, rodeaban con celos de rendimiento a los amantes remozados. Los cuatro trashumantes transparentaban mocetones morenos, con flores remotas en sus manos. Brazos y pies emplumados ostentaban los aquietados visitantes. Rendían florido homenaje a los amantes que transponían demorados siglos tan sólo para revivir un momento supremo...

Con ojos ¡tan abiertos! y el entendimiento conturbado trasegábamos los imposibles el padre y sus hijas. Oleadas de músicas de la Salamanca, doraban la remecida noche en los trasiegos de la locura y del milagro. Pasaban los momentos sin poder recobrarnos, entregando ojos, oídos y ¡y el alma! al encanto inenarrable. Enviones hacía mi padre para recobrarse y huir... ¡Nos apresábamos al asistir a la más bella pesadilla en los escondrijos del Mundo!

Aprisionados todos al ver ¡con ojos que se salían de la cara! y oír las músicas de la Salamanca, allí nos eternizábamos en miedo y angurria del mirar. Es que la noche ¡la noche inmensa! encendía lucientes halos a la Fiesta del Amor Redivivo. Todo era oscuridad pero las negruras licenciaban claridades para mayor lucimiento de la Fiesta. Y sobresalían, radiantes ¡Ella!, él y los cuatro mocetones de las correrías. A todos los presentaba la Noche como dueños del Mundo. De lo más hondo y apartado de la oscuridad desprendíanse voladores halos que se allegaban a Ella, aposentaban en Ella, quedaban en Ella. Él y los Cuatro Andariegos le ofrendaban el amor rendido y el lucimiento a su fiesta sin par. Todo, en vorágine, era homenaje a la belleza rediviva. Sumas de siglos corrían en trasegados instantes...

De repente mi padre, rehaciéndose al son de pasados sufrimientos, con todos los miedos encima, animó y castigó al pobre animal, con todas las ansias de alejarse del artificio brujo. Sí, arrancamos, escurridizos, hundiéndonos, escondiéndonos en los obscuros campos. Dejamos atrás al resplandor del festejo de los Tiempos. A gritos y latigazos animábamos a la yegüita a que galopara por los arenales del yermo. Crispados y mirando para atrás con todos los espantos, recorrimos leguas y leguas. Tardaba en anunciarse el esperado Sol y más ansiábamos el alejamiento, hasta que el pobre animal cayó al suelo, sudoroso, aplastado... Ya en descanso forzado, dimos agua y pasto a la yegüita. Dormimos unas pestañadas y nos repusimos con unos bocados. Ya medio rehecho el animal al anochecer, seguimos alejándonos. ¡Oíamos algazaras lejanas, perdidas en la noche, resto de la Fiesta de los Cardinales!

Semanas y semanas marchamos por esos campos, sin darnos respiro ni paradillas. Noches y días en un huir sin tregua, siempre con sueño y como perseguidos por la Enemistad. Por fin dimos con una posada de los campos. Allí nos arrimamos y pedimos alojamiento. Largamos nuestra yegüita al corral donde había otros animales.

Dos días después, ya algo repuestos, seguimos al trotecito. Ya más tranquilos y sosegados. Encontramos arboleda y una que otra casa. Nos solazábamos de ver gente trabajadora en sus casitas blanqueadas. Vimos casaquintas con bien tenidos jardines y huertas, y se nos hacía que volvíamos al mundo de los vivos. Mirábamos como hallazgos a las gentes de costumbres domésticas y les deseábamos de corazón todas las bienaventuranzas. ¿Y cómo no si ansiábamos retornar a la gente de juicio asentado? A los que aman al Sol, al pan, al trato de buenos vecinos.

Arribamos por fin a la plazuela del poblado, donde se compran y se venden las mil cosas que rinde el trabajo. Ya aposentados en una casita limpia, mi padre encontró ocupación de hortelano. Huyendo del vicio de la bebida se dio a cuidar plantas, abrir surcos, carpir la tierra y sembrarla. Yo, la mayorcita, le ayudaba en sus tareas y llevaba el cuidado de la casa. Mis hermanitas pudieron ir a la escuela. ¡Vieran qué gusto me daba al verlas con sus delantalcitos blancos y limpios de colegialas! Mi gusto era hojear sus cuadernos con palabras y cuentas corregidas. Toda esa vida me gustaba y más al recordar las penurias pasadas al robar los huevitos de los nidos para la vieja sin alma.

Nuestra yegüita tuvo un potrillito ¡de bonito! Yo lo acariciaba y le daba agüita en la palma de mis manos. (Le gustaba el azúcar al picaronazo).

Mi padre ¡tan débil! volvió a caer al vicio del bebedor. Con el seso caldeado por los vinos, hacía que lo rodeáramos las tres hijas. Acariciándonos, acostado en su cama, nos contaba ¡abortando lágrimas!, las andanzas de su desdichada vida.

Supimos de las tropelías de su arrastrada mocedad; que fue cuchillero y jugador; que el naipe y la taba lo dominaban hasta desbarrancarlo y, en su caída, ir a parar a la cárcel. Que cargó grillos en sus pies y cepo en el cuello. Que desde tan maldecida bajeza juró enmendarse y apartarse para siempre de las tentaciones del jugador y guitarrero. Entrar a la purificación de su vida en los trabajos más nobles y dignos. Ya enmendado, tuvo la dicha de conocer a una niña juiciosa y casera. Que le propuso la alianza del casamiento y ella, la santa, para acabar de reformarlo se avino a formar el hogar con él, y así fue que nací yo y mis hermanitas. La trabajada vida les trajo bonanzas y atrasos. Dos hijos murieron y murió ella, la santa. Ya viudo y con tres hijas, volvió a caer en el vicio del bebedor y perdió los bienes atesorados... Llorando los recordaba.

Así, con estos vaivenes, pasaron unos tiempos.

No sé cómo un tibio anochecer se me ocurrió salir a la puerta de calle con un vistoso clavel en el pelo y vine a encontrarme ¡como en un sueño! cruzando finas palabras con un mocito, que de hacía tiempo rondaba por frente a nuestra vivienda. Ruboroso y con cambios de voz, me fue apalabrando con decires de rosas y jazmines...

Y pasaron bellos anocheceres y se aposentó el querer en mi corazón y crecían sus picarones atrevimientos. Me acariciaban músicas entreoídas, cada vez más deseadas y casi temidas. ¡Y qué lindo que era el mocito! Le pintaba el bozo. Tenía los arrestos de la mocedad en los portales del llegar a hombre; y se avanzaba entre sonrisas a pedir y pedir cariñitos y yo me defendía sin querer defenderme y fue... que ya pasado un anochecer, me tomó del brazo y me fue llevando, me fue llevando hasta un sauzal, y sobre el suelo tapizado de hojas caídas, el muy picarón se aprovechó de mi aturdimiento... Otras noches nos fuimos al sauzal de cayentes hojas.

Un día sentí que algo se movía aposentado en mis entrañas. Se lo dije al enamorado pero el muy travieso, siempre alocado y retozón, se reía.

Llegó el tiempo que se echó de ver muy abultado mi vientre.

–¡Debemos casarnos! –le reclamé–. Mi padre me castigará por mala y arrastrada.

–Después se encariñará con su nietito y todo se olvidará.– Luego me habló, muy preocupado de un viaje que debía hacer.

–¿Cuándo nos casamos? –le porfiaba yo.

–A mi vuelta. Recibí mensaje de mi reviejaza tatarabuela. Me noticia que morirá a mil días de su Fiesta de la Vida. Que vaya a verla por última vez. Me dejará en herencia un caserón que tiene perdido en la inmensidad de los campos.

Llevada por repentino deseo, le conté lo de la vieja que comía huevos de los pajaritos; de su rabioso gallo centinela; de la Ramada de los Cuatro Cardinales y de la Fiesta de la Vida Resplan­deciente, como no habrá dos en el Mundo. Con todo su entregamiento y pasándose la mano por la frente afiebrada, me escuchaba... 

Sopesó los silencios y me dijo, alterado: –Mi viejísima tatara­buela siempre comía huevos de pajarillos en compañía de un gallo tan raro como regalón. Divagaba con los vientos de las Cuatro Lejanías del Mundo. Una vez me dijo que todos teníamos un Cardinal: que el mío era el del sur: retozón y amoroso ... Tal vez sea así.

–¿Y a qué Cardinal perteneceré yo? –se me ocurrió preguntar.

–Al del naciente. Aposenta la vida que se arraiga.

–¿Cuándo volverás para casarnos?

–En un tiempo... Ya partiré para llegar a día señalado–. Me besó en señal de despedida y comenzó a marcharse. Se iba a pasos cortos, medidos, porfiando tironeos. Hacía fuerzas para romper suaves ataduras... Se fue yendo, demorándose en devaneos; parecía discutir con su sombra en un dulce porfiar por desentenderse de ruegos. Casi se detenía en los desconciertos.


Entre las cayentes ramas del sauzal embrujado, fue desapareciendo como desaparecen los susurros adormilados de la caída hojarasca...


Tomado de Los Cardinales, Editorial Plus Ultra, Buenos Aires 1979; 4-14.


Los datos del autor puede el lector interesado consultarlos en nuestro post del 14 de julio de 2009; aquí