1. EL ZANJÓN
Saliendo de la ciudad hacia el norte, sobre la mano del río, los camiones de la empresa recolectora de residuos se mueven como moscas sobre las pústulas del basural. El límite sur del predio es una cuneta de bordes verdosos, de casi tres metros de ancho, con su sangraza marrón estancada. De vez en cuando los desniveles y la lluvia se encargan de desbordar algo de podredumbre en el río, sin que esto parezca importarle a nadie.
Sobre la otra costa de esa herida fea del terreno, merodean los habitantes de la basura. Allí se levantan algunos ranchos construidos con desperdicios, entre los que se puede ver —algo apartado de los demás y casi sobre la zanja— el del paraguayo Acuña, más conocido aquí como el Palanga. Después de un lío con sus papeles, cuando cayó en la redada por el piquete salvaje del puente, se refugió en esa mugre para que la policía dejara de molestarlo. Y ya que estaba, cuando el ladeado Benegas quedó preso, se hizo dueño de su rancho con mujer y todo. Y todo quería decir los perros y una hija de catorce también. Desde entonces, y no sin recelo, algunos vecinos comenzaron a mencionar al lugar como lo del Palanga. Es que aun siendo tan poca la gente del rancherío, no faltaba quien tuviera ganas de echarle mano para cobrarse alguna deslealtad y de paso la usurpación, ya que el ladeado era un vecino respetuoso de los códigos. Tanto, que se había comido una sentencia de dieciocho meses por no comprometer a un compañero.
El sol ya dibujaba un arco iris brillante y fugaz sobre el agua empetrolada del zanjón, cuando el Palanga llegó de la ciudad con algo que se había encontrado por ahí.
—Tomá, para vos y la gurisa —le dijo a la mujer, quien a esa hora ya estaba levantada, aunque sin terminar de vestirse.
—Pero estas son pinturas finas —comentó sorprendida la concubina—. ¿Vos estás diciendo que las encontraste en una bolsa de basura? ¿En esta cantidad, una caja de esmaltes entera, sin abrir? No te creo.
—El que busca encuentra...
—Eso es lo que siempre decís. A ver si de paso, cuando voy a la Unidad Tres, tengo que llevarte cigarrillos a vos también —le increpó la mujer.
—Vos fumá —replicó el Palanga. Tal era su dicho para imponer silencio. Ella dejó de hablar y se dio vuelta hacia la cama todavía caliente, sentándose allí porque el rancho no tenía casi otra comodidad. Al hacerlo, la enagua se le subió a media pierna. El paraguayo se tendió junto a su compañera y mandó a la muchacha a buscar agua del grifo. Del grifo que está como a cuatro cuadras, porque el agua del que está cerca no sirve para tomar.
La concubina está pensando ahora que le conviene cerrar el pico. En los catorce meses que lleva con él ya tiene varios juegos de sábanas, un ikebana que no sabe dónde poner, cuatro cacerolas de aluminio de esas que se guardan una dentro de otra (ahora el Palanga le susurra algo al oído) y —entre varias cosas más— dos espejos colgados sobre la pared. Uno mediano, que ha de ser de camión o colectivo, y otro más chico, de auto, que a ella no le gusta porque es bombé y le deforma la cara pero a la nena sí, a la nena le encanta pasarse horas haciendo muecas frente al espejito. La mujer exagera un par de gemidos y sigue pensando. Casi a diario cuentan con alguna bolsa de alfajores o chocolate o alguna caja de hamburguesas. Entonces recuerda que el ladeado, sin ser mal tipo, en varios años no había traído casi nada. Y no le había dejado nada, salvo una cocina vieja, de la basura, y el pistolón que se agenció en una trifulca y que ella aprendió a manejar por insistencia de su compañero, aunque nunca estuvo convencida de para qué. En cambio su nuevo hombre, muy práctico, supo hasta colgarse de la línea de iluminación que está enfrente, en el basural, atravesando el zanjón con un cable forrado. Y un mes atrás se había “encontrado” un televisor de catorce pulgadas, algo maltrecho pero en funcionamiento. (A esta altura la mujer ya gime sin exageraciones). El Palanga es hábil, piensa ella. Y también ducho en la cama, como termina de demostrarlo una vez más. Entonces para qué tanta pregunta.
—Me hace falta un corpiño —dijo después la mujer. No, para mí no. Es para la Cacha. Esta opa ya tiene todo lo que hay que tener adelante, pero abajo de los pelos no tiene ni ocho años. Los camioneros de la empresa le tiran caramelos para que se desprenda la blusa y les muestre, y ella contenta. Menos mal que está el zanjón, que si no ya me la hubieran llenado. “Es cierto, no me había dado cuenta. Menudita y sin embargo ya pecha fuerte”, pensó el Palanga, pero no dijo nada. —Un día de éstos le consigo —comentó como al descuido, y puso la pava sobre el fuego.
Con el mate en una mano encendió el televisor y se sentó sobre la cama, esperando la hora de comer, antes de la siesta larga. Pero se veía sólo un canal y no había películas de acción, como las que a él le gustaban. Entonces se quedó viendo algunas rodadas de jinetes en un festival de Jesús María, aunque rodada fue la que sufrió él, cuando quiso orientar la antena improvisada sobre unos tirantes añadidos y enclenques. Le faltan riendas, voy a tener que conseguir alambre, se dijo. Y lo consiguió esa misma noche. En realidad casi todo lo conseguía, salvo dinero. Ya hacía tiempo que la gente no dejaba la ventana abierta y la plata encima de cualquier mueble, y no se quería meter en la cuestión del asalto. No era su oficio. Él andaba siempre con cuchillo, sí, pero como defensa. Sin embargo la suerte se acordó esta vez de los pobres y —como caída desde arriba— llegó la solución. A la mujer le dieron trabajo para cuidar de noche, de viernes a domingo, a un viejo enfermo. Él seguiría con lo suyo, cuando mucho se entretendría con alguna copa si sobraban monedas, y a la mañana temprano regresarían los dos para dormir juntos. Menos mal —se dijeron— que después que se van los camiones nadie se acerca a los ranchos porque si no la Cacha, al quedar sola, sería pan comido.
El segundo sábado, a las dos de la madrugada el Palanga ya estaba de vuelta. Venía alegre, un poco a los tumbos y canturreando alguna cosa en guaraní. Encendió el televisor y justo pasaban una película de acción, con música de suspenso y alguien entrando por la ventana, revólver en mano. Despertó a la muchacha y le dijo:
—Tomá, Cacha, lo que querías.
—¿Eeeh?
—Esto. ¿No te hacía falta un corpiño? Le contestó, mirando de costado la película y tambaleándose un poco mientras le ofrecía la prenda.
—Ah, sí —dijo la chica, incorporándose en el camastro y tapándose los senos con la sábana—. Déjelo por ahí.
—Cómo que lo deje por ahí. ¿No te lo vas a poner? Ah, no querés que te vea. Que te da cosa. Qué bien. A los camioneros les mostrás por caramelos pero a mí, que te traigo de todo, que te trato mejor que el fregado de tu padre, no. Bueno, no me mostrés si no querés —concluyó, como resignado. Total qué, gurisa flaca, se dijo, y siguió mirando la película. El que había entrado por la ventana termina de comprobar que la mujer que ocupa la habitación, está dormida. Pero la caña no, la caña que tiene adentro el Palanga no duerme ni se resigna, le invade las manos, una mano pone el televisor a todo volumen y después va hacia el cuchillo, la otra destapa a la chica, la hoja plateada manda muy cerca del cuello, la mano cómplice tapa la boca y la caña se hace cuerpo en el Palanga para la consumación. La mujer del dormitorio despierta y quiere gritar y el asaltante, sorprendido, está a punto de apretar el gatillo, en tanto la música presagia el desenlace.
Entonces una puerta se abre y el tiro escapa de la pocilga y suena largo, rebotando en los montones de basura y tierra, mientras la cabeza del Palanga empieza a drenar una sangre espesa y brillante, como la del zanjón cuando sale el sol.
2. MEJOR NO DECIRLE NADA
Hombre de pocas palabras, don Justiniano. Todos lo apreciamos mucho y creo que soy su mejor amigo, pese a que me lleva más de veinte años. Por eso entendí su pena cuando se le fue también Rosita, la menor. El hombre dejó de conversar con la gente y empezó a saludar con una mueca, acompañada por el movimiento casi imperceptible de la mano. Desde entonces no hubo quien le sacara una respuesta que no fuese “Ajá” o “No sé, no tengo noticias”.
Su hijo varón, después de cumplir con el servicio militar, se había enganchado en el ejército. Por allá andaba el cabo Sosa, de un destino en otro. “Mejor así, después de todo”, me confió el viejo. Las malas juntas habían sido la peor escuela para Juanju: esos muchachos mal entretenidos se lo pasaban visteando de manos, para divertirse, y a veces se agarraban en serio. Tendrían trece o catorce cuando ya todos andaban calzados. Pensaba que, de no haberse ido, Juanju habría terminado mal.
Ahora lo preocupaban las hijas. Don Sosa desconfiaba del novio de Erlinda, la mayor, un barbudo que llegaba siempre con papeles y a cualquier hora. Me confió que le advertía una y otra vez a la hija sobre los peligros del momento, que había que cuidarse hasta de hablar con desconocidos. “Mucho no leo pero algo escucho —le decía—, y me parece que la situación está fea. Ni sabés quién es ese hombre. No es de acá. A ver si está metido en cosas sucias y caés en la volteada”. Sin embargo, la única respuesta de Erlinda era “Y vos qué sabés”.
Con ganas de seguir descargando el entripado, también me dijo que alcanzó a ver una revista medio desparramada debajo del aparador. La levantó, leyó poco y entendió menos. “Había fotos de gente armada —me contó—; se decían cosas sobre un tal Mao y también nombraban a otro, de apellido Santucho, que había sido asesinado por los militares. Volví a poner la revista donde la había encontrado y no pregunté nada”.
Una noche le pareció que habían llamado a la ventana de Erlinda. No estaba seguro y se quedó en la cama, escuchando. Al notar un débil ruido proveniente de la cocina, un ruido de picaporte, se levantó y alcanzó a ver que ella tenía un bolso en la mano, cerraba despacio y se iba, una vez más, con el barbudo. No volvería a verla. A veces la sueña así, como tapiada por la puerta.
Por entonces Rosita, la única hija que había quedado en la casa, parecía estar conforme viviendo con su padre. O eso creía don Justiniano. A los trece la chica ya cocinaba, lavaba la ropa, barría el piso de ladrillos. Casi no recordaba a su mamá: no tenía tres años cuando ocurrió la desgracia. “Entonces la Rosita fue mi consuelo”, recordaba don Sosa. “Ella se reía mucho cuando mis dedos le caminaban por el bracito, le subían a la cabeza y le revolvían el pelo.”
Pasado cierto tiempo, Rosita empezó a cambiar. De eso se daban cuenta todos. Las formas de mujer, cada vez más insinuadas, parecían apagarle el candor y la alegría. De vez en cuando salía para el lado de la estafeta y volvía con sobres que el viejo nunca podía ver. Ella se negaba a mostrárselos y a decirle quién se los enviaba. “Han de ser cartas de Erlinda”, tiraba al aire don Justiniano, pero Rosita respondía con un no, a veces seguido por algún reproche como “Olvidate de ella, ¿querés?” o “No jodas más, papá”.
Ya se imaginaba en soledad, don Sosa. También él se daba cuenta de que la hija había cambiado, que podría levantar vuelo en cualquier momento. Solía despertar sobresaltado, sospechando la fuga.
Hasta que un lunes, cerca de las nueve de la mañana, Rosita le dijo algo que le cayó como un sopapo:
—Me voy, papá. Esta porquería de tapera que tanto te gusta es toda tuya. Ah… son los recuerdos. Decime qué carajos hago yo con los recuerdos. El mundo es otra cosa, papá. Otra cosa que vos no entendés.
“No supe si pegarle o llorar”, me contó el viejo. Sin un beso, sin un gesto de cariño, Rosita había dado media vuelta y se había ido. Desde entonces don Justiniano quedó solo, hablando con el perro. Ninguna risa en la casa, ninguna voz. Extrañaba hasta los agravios de las hijas. Contemplaba el almanaque de Molina Campos, encendía leña fina en el brasero… El brasero y la pava fueron para él una cuerda de salvación. Lo he visto debajo del paraíso, ensimismado, probando la temperatura del agua con el dedo, sin notar que me tenía a mí enfrente. Muchas veces lo encontré aferrado al mate, como si esa calabaza fuese la vida, mientras con la otra mano le rascaba la cabeza al perro. Decía que eso le traía recuerdos de tiempos mejores.
En qué andarán las muchachas de don Sosa, se preguntaba la gente. Las dos eran muy lindas y no faltaban comentarios zumbones. En el vecindario nadie entendía de política, aunque desde el golpe militar las cosas parecían estar mal o, peor aún, no se sabía cómo estaban. Habían matado a pobres vigilantes y a soldados de guardia. Más que por las chicas, don Sosa estaba preocupado por el hijo militar. Para que el hombre no entrase en la desesperación si le ocurría algo a Juanju, yo le hacía comentarios como al pasar. Le decía que los jefes militares no se quedaban atrás. Que en las ciudades grandes, la gente buscaba familiares que habían desaparecido. Algunos —se comentaba— fueron sacados de sus casas en paños menores. ¿Las chicas? No, don Sosa, no se preocupe. Ellas se fueron por su voluntad, en busca de algo mejor. Hay que entenderlas. No, seguro que no se han olvidado de usted. Pienso que le han escrito más de una vez, pero dicen que ahora los de Inteligencia abren las cartas y dejan llegar unas pocas. Tarjetas de navidad, esas tonterías. ¿Por qué se llevaron a esas personas? Y… vaya a saber en qué andarían. ¿Mujeres? No creo que hayan arrestado mujeres, don Justiniano. Alguna puede ser, alguna intelectual de esas que quieren poner al mundo patas arriba. ¿Qué hacen los familiares? Preguntan en las comisarías, pero siempre les dicen que no saben nada. Los mandan a los cuarteles y allí los jefes los reciben, se disculpan por la amansadora y los invitan con café, pero lo único que hacen es tenerlos en vueltas hasta que se cansan.
Menos mal, don Justiniano, que en este pobrerío nunca pasa nada…
Tiempo después, llegó a mis manos algo que lo haría sentir orgulloso. Allí estaba la foto de Juan Justiniano Sosa, ya cabo primero y ahora ascendido a sargento “por la profesionalidad y valor demostrados en defensa de los altos intereses de la patria”. Los subversivos, responsables de la muerte de un militar de alto rango, ya escapaban por la boca de un túnel. Pero el valiente suboficial había pateado la puerta y, rodando sobre sí mismo, los había ametrallado.
Lo que supe hace pocos meses, de muy buena fuente, morirá conmigo. O lo callaré hasta que muera don Sosa. Me aseguraron que el capitán hizo llamar a Juanju para que viese las primeras fotos de esos enemigos abatidos por él. Y que al reconocer a dos de los cadáveres, el suboficial se metió el caño del arma en la boca y apretó el gatillo.
NOLBERTO ÁNGEL MALACALZA, Poeta, Narrador y Escritor nicoleño, nacido el 30 de marzo de 1933, en Estación Acevedo, Partido de Pergamino, provincia de Buenos Aires. Reside en San Nicolás. Es farmacéutico de profesión. Formó parte de los talleres literarios Nuevas voces, Todos los fuegos, Horacio Rega Molina, Tierra de trampas y Taller de Corte & Corrección. En los últimos once años obtuvo más de 123 premios municipales, regionales, provinciales, nacionales e internacionales en poesía, cuento y microficción, incluyendo el premio Platero de poesía 2008, certamen realizado en Naciones Unidas, Ginebra, Suiza, con intervención de escritores de 17 países. Es jurado de selección en el certamen internacional JUNINPAÍS, género cuento, desde 2009 hasta el presente. Obtuvo el Premio Aguiar a la Cultura 2007, otorgado por la Feria del Libro de San Nicolás, en la disciplina literatura. El Club de Leones de San Nicolás le otorgó el PREMIO EL LEÓN 2012, por trayectoria literaria.Fue jurado por San Nicolás en el certamen literario organizado por el distrito O5 del Club de Leones, bajo el lema “Si el árbol hablara…” y es coordinador y jurado en el certamen internacional “Hermanados en el servicio y la literatura” que organiza el Club de Leones de San Nicolás, Argentina. Ha participado en 16 antologías y en diversos libros compartidos con tres o más autores.Ha publicado Poesía: Otra Sangre (2006), Primer Premio en el Certamen Junínpaís 2006; Cuentos: Rompecabezas (2006); Tiene dos libros en preparación: Poesía: Consejos para un aprendiz de poeta; Cuentos: Los perros Salvajes.