Marcelo Caruso | Un pez en la inmensa noche y otros cuentos




LETINO


Desde la ventana, Campaci sólo pudo distinguir el cuerpo delgado de un muchacho, como de veinte años o menos, que vagaba por la calle siguiendo el dibujo de las piedras. No era curioso que lo mirara en ese momento (Nora acababa de decir que el depósito del baño perdía agua, y él se había asomado a la ventana, tratando de no oírla), lo verdaderamente curioso era el uniforme; algo que, después de un minuto, hacía aparecer la imagen del muchacho como interpolada entre los edificios, como si hubiera sido el fruto de un equívoco. Tal vez la inclinación de la luz, el sol quebrado por el monte o la mole pedregosa del palazzo Porti, a sus espaldas. Campaci no supo, pero había algo vagamente confuso en la imagen, como si al verla no se comprendiera del todo la realidad.

No obstante, mientras Nora acomodaba el equipaje dando vueltas por la habitación, pensó que era gratuito otorgar sentido a imágenes tan fugaces, tan alejadas de él, y que por fin, después de casi un mes  de  haberse  abarrotado  de  ciudades  europeas,  ruinas  y  madonas  renacentistas,  tenía  su habitación en el Hotel Sannita y podía mirar hacia afuera, hacia los grandes bancos y columnas de la plaza, como alguna vez, en la infancia, habría hecho su propio padre.

Entonces ya no importaba el recuento de dólares, liras, ni la alarmante anemia de la tarjeta de crédito. Tampoco importaba Nora, que toda la semana (Campaci lo supo por sus ojos, porque al mencionar el viaje se le agrandaban los enormes ojos grises) había soportado la idea convencida de que era ridículo desperdiciar los únicos días libres del tour en un pueblito de montaña.

En la madrugada de ese día, después de recorrer cientos de kilómetros de montes, bosques, rebaños de ovejas y pastores, habían cruzado el viejo puente de madera sobre el río Lete. Cuando subían por la primera calle, lo había sorprendido la manera violenta, desnuda, en que resumía la vida de su padre: una valija colorada, en una dársena del puerto de Buenos Aires, veintiocho años y tres heridas de guerra confundiéndose con la multitud.

Después tuvo la inexplicable sensación de que hasta en el aire del pueblo perseveraba una especie de acto de reverencia, de lealtad, como si cada piedra hubiera continuado el viejísimo rito de vasallaje con el castillo ruinoso de la cumbre. Y en vez de sentir que visitaba, sintió que estaba de regreso.  En  el  atropellamiento  de  imágenes  que provocaba  el  micro,  confundiendo  tiempos  y espacios, había vuelto a las mañanas de escarcha en Villa crespo; a los Particulares 30 que siempre iba a comprarle, previo ensayo de vueltos en el patio, al kiosco de la calle Lavalleja; o al borde de una pileta de loza, donde tantas veces lo había mirado en pijama, con una navaja en la mano y la cra de jabón, para preguntarle si él también, de grande, iba a afeitarse.

Campaci se cansó de esperar a su mujer. Bajó solo hasta el bar y se preocupó de conseguir una mesa frente a la ventana. Reconocía el escudo de bronce del Comune, el antiguo edificio de la cárcel y un fragmento de la plaza. Fugazmente, notó la ausencia del muchacho.

Nora tardó demasiado en bajar de la habitación. Tardó exactamente tres cafés y el trabajoso trámite de comprar un planito del pueblo a un viejo inescrutable. Después fue lenta en el almuerzo, y más lenta aún para subir a ese micro con el que, por fin, visitaron la iglesia, el cementerio del siglo XI y el castillo semiderrumbado.

Campaci se demoró en los graneros señoriales, en las caballerizas, en las celdas de una pequeña capilla donde estaban los restos de toda una familia noble. Después se alejó del grupo y de Nora para observar el pueblo desde un promontorio. No habría podido explicar a nadie aquello, pero él había visto ese paisaje allá, en una piecita gris de Villa Crespo, en boca de su padre. Había visto el azul diáfano del lago, los bosques de abedules, la gran cumbre del Matese envuelta en brumas y aquellos pequeños tejados en declive, amontonándose sobre las piedras, alrededor de un modesto campanario que llamaba a misa hacía más de cuatrocientos años. Todo encintado por el viboreo cristalino, restallante, de un dulce riachuelo sin memoria. Y así, mirando el pueblo como quien se mira las venas, entró nuevamente en los recuerdos. Revivió con los mismos ojos aquellas viejas historias de campesinos, de noches, de aullidos de lobos en el bosque, de tíos, primos, abuelos, todo lo que en Villa Crespo se había ido borrando después de la muerte del padre, transformándose en un retrato sobre el aparador de la cocina, en una escuela nocturna, en clases de contabilidad, en la monótona obligación de llevar siempre unos pesos a la casa.

El resto de la tarde lo perdió dentro del hotel. Volvió a quedarse en el bar (Nora había decidido bañarse a toda costa, aunque hubiera poca agua), bien ubicado frente a las ventanas, mirando constantemente hacia la calle. Entonces, sin explicarse cómo ni en qué momento, se topó inesperadamente con el muchacho, puesto de cuclillas junto a una criatura, ante un cordón desparejo de flores. A Campaci lo atrajo la figura de esa nena, tan  agachada que la bombacha blanca, asomando debajo de la pollerita, casi le tocaba el suelo. Tenía las manos aparatosamente entrelazadas, como solamente puede hacerlo una criatura, y miraba las flores con asombro, delante de los grandes borceguíes del muchacho. Al rato apareció una mujer vestida de luto, con una mantilla oscura sobre los hombros. Alzó a la nena, pareció decir algo duro al muchacho y se alejó por una calle transversal. Campaci pensó en la mujer y en la variación de otra imagen, una que había visto durante años envuelta en los malvones del patio, en Villa Crespo. “Cualquier mujer de luto se le parece”, pensó, porque esa ropa anticuada, los pobres zapatones, la mantilla oscura, habían sido el patrimonio de un millón de mujeres como su abuela.

El muchacho se quedó de pie, mirando la figura cada vez más lejana de la mujer. Y Campaci volvió a inundarse de ese signo secreto, equívoco, que infundía la luz en su uniforme. Signo que terminó diluyéndose con la llegada de Nora, con el pelo todavía mojado de Nora acercándose a su mesa, diciendo que la ducha apenas si sudaba un goteo de desesperación, que tenía jabón hasta en la hipófisis y que no veía la hora de estar en Madrid para visitar a su tía Consuelo.

Después, en el comedor, los dos se trenzaron con un bodrio difícilmente masticable, mezcla de grasa de cerdo y zapatería italiana, que la cocina del hotel había bautizado “Assato all’Argentina” en su honor. El café se sirvió en una salita, y no menos pueblerina. Campaci se quedó con su taza a medio camino de la boca, mirando la burda pintura que decoraba una pared. Y fue como algo roto, como  una  grieta  entre  los  ojos,  recién  entonces  descubierta,  ver  aquellas  pinceladas  crudas formando un desfiladero y un prado hirviendo de ejércitos antiguos, tiendas de campaña y estandartes.

— Las Horcas Caudinas —dijo.

Nora levantó una ceja, miró la pared y siguió con su café. Pero Campaci acababa de recordar algo. Recordaba a su padre, la mano de su padre envolviendo la suya, y una lámina en una librería de Chacarita. Con asombrosa nitidez reprodujo la larga fila de soldados agachando la cabeza.

—¿Vos sabés quiénes eran los samnitas —preguntó.

Nora lo miraba, elaborando su escueto e infalible mohín de impaciencia.

—Hace diez años que me lo venís contando.

Pero había algo que Campaci nunca había contado, un episodio que necesitó enterrar desde muy chico. Su padre lo había llevado de paseo por Chacarita (Ya estaba enfermo; podía notarse en el paso, levemente rígido, y en la mirada). En la librería le mostró una página donde había soldados desarmados, que pasaban debajo de una horqueta fabricada con lanzas, ante una multitud de soberbios enemigos. “Esos”, le había dicho, “son los samnitas, humillando a los romanos que les hacían la guerra. Los samnitas eran de mi pueblo, y pelearon más de cien años antes de que les ganaran los romanos”.

Campaci miró a su mujer, el perfil un poco fatigado de su cara, emergiendo de la maroma de pelo oscuro, y siguió para sí mismo el resto de la historia. Escuchó su propia voz pidiendo la lámina y preguntando, al rato: “Papá, ¿por qué somos pobres?” “Porque no tenemos plata, hijo”. Su padre sonreía. Y Campaci volvió a pensar, exactamente como entonces, que eso no explicaba el ser pobres, lo definía, pero no decía por qué aquella lámina con las samnitas iría a parar a otro chico o a la basura y no a él, que era hijo de un samnita.

Su padre, la cara gris de su padre, recordó entonces que una vez, a principios de la guerra, le había regalado a un argentino una estampa con esa escena. Era también una acuarela, pero del tamaño de una postal. Y había terminado su relato con unas palabras que a Campaci lo pusieron peor: “Si no se la hubiera dado a él”, le dijo, “ahora te la quedabas vos”.

En el camino de vuelta Campaci preguntó si no podían buscar a ese hombre para que les devolviera la postal; si no estaría su dirección en la guía de teléfonos; si no podía decirle, por lo menos, cómo era. Imaginaba a su padre más joven, el brazo musculoso blandiendo una espada, la coraza de bronce desafiando a los romanos, y en cada hombre, por las calles de Villa Crespo, había tratado de ver al argentino que tenía su postal.

—Qué habrá pensado mi viejo —dijo después de un rato —para irse de un lugar así.

Nora no contestó, o contestó a la manera suya: una leve inclinación de la cabeza, la mirada desde abajo, los labios afanosamente cerrados.

Campaci buscó en el mapa la ubicación de la casa de su padre. Tardó bastante, porque muchas de las calles que había oído mencionar tenían otros nombres y otras habían dejado de existir para siempre después de algún bombardeo. Pero además porque él tenía una idea más que imprecisa del sitio. Al fin hizo un circulito sobre el mapa, lo rellenó con una pequeña cruz y dijo:

—Acá está: Corso Marconi y Via dei Poveretti.

Volvió a contar, también por enésima vez, el aspecto que la casa de su padre tenía en las fotografías. El gran techo gris a dos aguas, las ventanas del primer piso, los gruesos arcos de los almacenes, cavados en la roca viva.

Nora dijo que fuerana la cama, que ahí le iba a mostrar lo que era roca viva. Campaci decidió tomar otro café y subir más tarde. Cuando la espalda de Nora desapareció en el piso, salió del hotel como quien se arranca un vendaje. Había decidido algo unas horas atrás, pero todavía no se daba cuenta. Sólo percibía el aire filoso de la noche, el hondo derrame de estrellas sobre las piedras y la rara quietud, como un estancamiento, que perpetuaban en todo su enigma los viejos edificios. No encontraba la esquina de la casa, pero se dejaba llevar por esa estrecha red de callecitas sin veredas, casi ahogadas bajo el peso de tantos aleros y balcones. Emocionado, confuso, subió y bajó escalinatas que morían en patios de piedra, caminó por pasillos para desembocar en pasadizos ciegos de los que sólo guardó la impresión de una ventana iluminada, una cariátide rota y aquella luna redonda, repentinamente pálida, incapaz de ahogar a las estrellas, que bañaba apenas un portal antiguo, una inscripción en latín o el aleteo inmóvil de un águila sobre su columna romana. Al mismo tiempo, un recuerdo demasiado dormido iba subiendo a su memoria. A veces, fragmentado; por momentos, luminoso como una revelación de Dios. Campaci se sentía vivo, se sentía solo y vivo y enormemente ansioso de gastar esa vida mientras el recuerdo de una placita de Buenos Aires terminaba de armarse en su memoria y le hablaba de una tarde invernal, un grupo de hamacas embarradas y un viejo con un enorme atado de globos. Ahora podía recordarlo: el día más hondo de su vida, cuando acompañó a su padre al hospital para que lo revisaran, después de la operación. En realidad no había querido hamacarse, ni tener un globo, sino simplemente estar sentado con él en uno de los bancos, porque había escuchado algo en el pasillo del hospital, veinte días antes, y creyó que iba a morirse en la operación. Tampoco había podido hablar; sólo tenerle la mano, para que pasara el tiempo, todo el tiempo del mundo. Su padre lo había entendido. Después de un largo hueco de silencio, le preguntó:

—¿Cómo te llamás?

—Alberto.

—¿Y el apellido?

—Campaci.

—¿Y qué quiere decir “Campaci”?

El no sabía. Sólo sabía que su padre tenía una voz extraña esa tarde. Una voz  muy baja, de secreto, una voz infinitamente dulce.

—El el dialecto de mi pueblo, quiere decir: “Vivid”. “Vivan”.

Después había hablado de Italia, de un lago y unos bosques y Campaci creyó ver en la tarde y en ese banco los signos más evidentes de algo cercano a la resurrección.

Al fin, seguro de estar irremediablemente perdido, Campaci desembocó en una cuadra, algo así como un enorme mercado al aire libre, donde había una fuente y grandes argollas de hierro, que siglos atrás habrían servido para amarrar carros o mulas. Al fondo, los arcos en sombra de un edificio y una especie de tablado monumental e inexplicable, que bien pudo haber sido un teatro o un patíbulo, rodeado de gruesos bancos de piedra.

En uno de los bancos, Campaci descubrió al muchacho.

Era difícil ver en la penumbra, pero pudo componer la imagen de su cuerpo sentado, las manos escondidas en los bolsillos de un enorme sobretodo, una gorra o algo parecido cubriéndole parte de la cara y la chispa de un cigarrillo entre los labios. Casi al mismo tiempo, un anacrónico cartel, sobre un muro, que decía: “Mateotti vive”.

Campaci contuvo la angustia. Solo, perdido en las calles de un pueblo perdido, ante la soledad de un muchacho en cuya estampa intuía algo desplazado, al margen de todo. Ensayó un par de veces su italiano básico y caminó hasta él. Dijo:

—Perdone, ¿podría indicarme el camino al hotel…

No alcanzó a decir “Samnita”. El muchacho se había puesto de pie y Campaci supo que tenía que sentarse. Miró la boina, el distintivo del Gruppo Folgore de paracaidistas,el sobretodo demasiado grande para su cuerpo. Otra vez el cartel: “Mateotti vive”, y la expresión de esos ojos, la nariz aguileña, la forma peculiar del labio inferior, partido al medio por una leve cisura.

Era increíble. Campaci recordó fotografías y tantas historias narrando el hambre de los sitios ocupados en Albania, la encandilada sed de una marcha y contramarcha por los desiertos de África, las heridas, los hospitales, la ocupación alemana de su tierra. Y de golpe tuvo la revelación de que había llegado a un pueblo hecho de tiempo, de un oscuro y cíclico tiempo de eternidad, dócil e inmutable como el alma de esa noche.

El muchacho dijo, en un italiano límpido:

—¿Qué hotel busca, señor?

A Campaci le tembló la garganta.

Dijo: —Hotel Samnita —y el muchacho uniformado preguntó si era extranjero. El muchacho alzó las cejas en un gesto de admiración.

—Mi madre dice que si no me hago matar, me vaya a la Argentina.

Campaci no tenía clara la fecha. Pensó: “1939, ’40 ó ’41, pero supo que de todos modos iba a ser inútil decir algo, que todo estaba dado, escrito en esa calle. Y que tal vez otra mirada descifraba en las piedras los episodios de esa vida casi anónima. Pensó que ese muchacho aún no sabía de esquirlas de granadas, de obúses, ni de que alguna vez iba a ser capaz de ofrecerse como rehén a cambio del hermano, la mañana en que apareció muerto un suboficial alemán. El mundo de ese muchacho era una Europa peligrosa, una España recién salida de la guerra civil, una Polonia y una Checoslovaquia cubiertas por la svástica, e Italia inyectada con el virus ceniciento y frenético de la Roma imperial. Era increíble.

—Alberto —dijo, y le tendió la mano. El muchacho se la estrechó.

—Campaci —respondió —. Davide Campaci.

El sintió extraña la mano del muchacho. Era delgada, más pequeña incluso que la suya. Era la mano de un chico. Y sin embargo, el joven que estaba delante de él algún día le tomaría su mano, y la pequeña mano de Campaci se vería rodeada, envuelta, cobijada en la gran mano de ese muchacho. Algún día que ya había pasado.

—Mi madre no soporta la idea de que me envíen al frente —dijo el muchacho—. Hoy me pidió que no los viera. No pude despedirme de mi hermana.

Campaci permaneció el silencio, mirando hacia todos lados como para fijar las imágenes en ese instante. Recompuso la escena de la tarde: la mujer de luto, las manitas entrelazadas, tal vez, de su tía Claudia. Todo eso era real: la mujer, el saludo cálido del joven. No había falla ni quiebra vivibles. Sólo esa luna vieja, lenta y pálida, cuya luz pegaba en las piedras e iluminaba la fuente, en la que descubrió una cabeza de Medusa ahogada en verdín.

Su padre había muerto una noche así, tres días después de que hablaran en la plaza, con la cara, con la mirada gris y ausente, debajo de un crucifijo de latón.

—Mi padre murió en Argentina —dijo—. Nunca pudo volver a Italia.

—Es triste —contestó el muchacho. Miraba hacia la cumbre. La noche estaba tan detenido que el humo del cigarrillo los rodeaba suavemente, apenas barrido por las respiraciones —. Cuando vengo a este sitio me olvido de la guerra. Vuelvo al pueblo de cuando era chico, cuando buscábamos huevos de águilas en el monte y nos bañábamos en el lago.

Campaci volvió a ver el cartel: “Mateotti vive” y creyó recordar. Recordó esa misma voz hablando de los fascistas, de la violencia, y de un mártir del Socialismo: Giacomo Mateotti.

—¿Qué sitio es éste? —preguntó.

—Lo llaman “Plaza Samnita” —dijo el muchacho—. En este sitio, dicen, los samnitas devolvieron rehenes a los romanos, al fin de su tercera guerra.

Campaci recordó de nuevo la pintura. Los soldados con las manos amarradas a la espalda, pasando debajo de las lanzas. Eso había sido en otro sitio, en las Horcas Caudinas, o en una librería de Chacarita, cuando él, con muchos años menos, le había preguntado por qué eran pobres.

—Fueron valerosos, los samnitas —dijo el muchacho—, pero perdieron la guerra, al final. Se quedó pensativo unos segundos y después arrojó el cigarrillo en la fuente.

Campaci miró la cabeza de Medusa, repleta de verdín y de serpientes, maltratada, eternamente muerta bajo el agua. Y de pronto creyó ver sombras a lo lejos. Parecían marchar contra los muros sin un solo ruido, sin alterar el frágil abanico con que los miraba el cielo.

—Mi hermano se hace el enfermo —dijo el muchacho—. Se orina todo el tiempo los pantalones, para que no lo trasladen.

Campaci sonrió. Era cierto, entonces.

—El miedo es contagioso —agregó después el muchacho—. Anteayer estuve a punto de volarme un dedo del pie, con tal de no ir al frente —miró a Campaci un poco avergonzado—. Lo peor es no saber cómo será uno, cómo será cuando… —hiz una minúscula sonrisa, donde había algo de angustia—. ¿Usted cree que ganaremos?

Campaci no contestó.

El muchacho se quedó mirando el cartel del muro.

—Italia está enferma —dijo—. Aunque pase la guerra, no sé si podré volver a este pueblo.

Campaci habría querido describirle aquella pensión rasposa de la calle Venezuela, donde le contaron que su padre, todavía soltero, extendía la camisa debajo del colchón para se planchara, y donde se tumbaba a la noche, después de haber trabajado como buey en una fábrica de baterías.

—Es triste desterrarse —dijo.

—¿Sabe por qué se llama “Letino” el pueblo? —el muchacho se había apoyado en el borde la fuente y miraba el cadáver de Medusa —. Este era el límite de la Magna Grecia. Para este lado, cruzando el río, desterraban a los ciudadanos caídos en desgracia. Por eso lo llamaron Lete, de Leteo, río del olvido. Y al pueblo que se formó con esos desterrados, con los sin patria, lo llamaron Letino.

Campaci pensó que, en cierto modo, él también era un desterrado. Y recordó algo, una frase que había escuchado de chico en un pasillo de hospital. Una frase trunca, sobre la acción del plomo en el organismo de un hombre. “Saturnismo”, había dicho un doctor. Plomo en la sangre, en los huesos, en todos los tejidos. Su padre había sido maestro, maestrino en Italia, antes de la guerra, y obrero en una fábrica de baterías en Buenos Aires. Y había enfermado de eso, de saturnismo.

Pero todo iba a pasar así, sin una leve variación, o ya había pasado. Ahora ese muchacho que estaba frente a él lo miraba como nunca antes ni después lo había hecho. Esperaba una palabra, esperaba de él algún consejo.

—En el adiestramiento —siguió el muchacho—, una vez apareció un oficial con cuatro condecoraciones. Era de infantería, y famoso. El oficial quería probar un paracaídas. Le aconsejaron que subiera a la torre de ejercicios, primero. El tipo subió, ofendido, y cuando estaba arriba, se congeló, no pudo saltar. Miraba la lona,abajo, y decía: “No…No…”

Campaci no supo qué decirle.

—El miedo —dijo el muchacho —es que en el frente me pase lo mismo que a ese hombre.

Campaci hundió un dedo en el agua de la fuente. Y se extravió mirando la onda, la luz lunar sobre la onda, moviendo el rostro de Medusa.

—¿Qué le dirías a tu hijo? —preguntó. El muchacho lo miraba —. Si te encontraras ahora con el hijo que vas a tener algún día.

El muchacho observaba la mano de Campaci, que goteaba lentamente. Después buscó con los ojos en la plaza, en los bancos, en el edificio.

—Que fuera un buen samnita —contestó, inseguro, sin saber para quién lo había dicho—. ¿Qué hora tiene?

Campaci sintió de golpe el corazón. Eran cerca de las cuatro. El muchacho agitó una mano y se puso de pie.

—Siga por esta calle —dijo— hasta la Via dei Condottieri. Ahí doble a la derecha y desemboca en la plaza. Después va a ver el hotel.

—¿Tenés que irte? —Campaci tembló.

—A las cuatro y cuarto pasan revista en el cuartel —dijo el muchacho.

Campaci sintió que había vivido toda su vida para ese momento, para ese instante tan puro e inexplicable que ahora estaba acabando. Volvió la cabeza y miró el tablado, el edificio, los bancos de piedra. Algo estaba cambiando en la luz, algo indefinible clavaba los objetos en un orden vagamente burdo y desgastado.

—Podría volver a verte —dijo—. Invitarte a comer.

Era imposible; incluso imbécil. Campaci lo sentía, pero la frase ya estaba dicha y en cualquier caso sólo retenía la escena un par de segundo, antes de que el tiempo la extraviara en esas calles.

—Mañana me transportan a Albania —dijo el muchacho.

Campaci sintió, como un golpe, la gravedad que había en su voz. Y pensó por primera vez, lleno de angustia, en tener un hijo.

Ese muchacho, su padre, volvía a lanzarse a la guerra, a las heridas, pero vivo, en alguna zona secreta del tiempo, esperando el momento de ver por primera vez una ciudad de Sudamérica, con una valija colorada en la mano, en medio de la multitud.

No pudo despedirse. Decidió volver sin mirar más esas calles ni esa noche que estaba dejando de ser n sueño. Pero al tercer paso una mano lo detuvo. Era el muchacho. Campaci vio la escena en un segundo de extravío, como al costado de sí mismo. Vio al muchacho uniformado frente a él, ofreciéndole un pequeño rectángulo de cartón.

—Tome —le dijo—. De Letino: un recuerdo del olvido.

Campaci volvió a ver a los soldados desarmados, pasando debajo de las lanzas, y se quedó inmóvil, sin reaccionar, zambullido en el vértigo de tantos años recobrados, detenido en esa otra fracción de eternidad en que el cuerpo uniformado de su padre, alejándose, cruzaba en diagonal la plaza, dejaba atrás el tablado, los arcos del gran edificio y acababa confundiéndose con las sombras de una calle. Volvió al hotel, casi de día.

Nora dormía boca abajo, sepultada por las cobijas.

Campaci tuvo el impulso de acomodar la postal en la mesa de luz. Pero después se paró frente a la ventana, miró los últimos restos de la noche vagando sobre la plaza y comenzó a desabotonarse la camisa en la oscuridad. Despacio, suavemente, con una sola mano.




UN PEZ EN LA INMENSA NOCHE


En el piso, la boca del hombre se contrajo, tembló un instante y luego se calmó. Algo había irrumpido desde la garganta y la había dejado inmóvil, con una mueca crispada. El único ojo abierto del hombre veía un escritorio borroso, un cuadro vacío y un estante. Todo lejano, confuso, como del otro lado de un vidrio sucio. En la penumbra de la habitación sólo se oía un burbujeo de agua. El hombre escuchaba también el chasquido de su lengua, que intentaba despegar un coágulo pegoteado entre los dientes. El ojo fue girando con esfuerzo, encontró la sombra de la nariz, los poros del piso como cráteres, restos extraños, varias gotas de sangre y algo negro y cilíndrico que lo apuntaba como un dedo feroz. Con insólito realismo, aquello atravesó la superficie de ese vidrio sucio para instalarse frente a su pupila. El ojo volvió a moverse, esta vez hacia su otro vértice. Tropezó con algunas pestañas pegoteadas, trató de liberarlas, no pudo, descubrió la pata de una mesa iluminada por un resplandor difuso, y se concentró en el esfuerzo de subir hasta la luz. Fue alzándose, al principio con movimientos bruscos, después suavemente, a lo largo del filo vertical de la pata. Halló un travesaño de madera, se elevó temblando, hasta que pudo recorrer por fin una superficie de vidrio. Era una pecera con un foco encendido en una esquina. En su interior, lentas burbujas estallaban al final de su ascenso, expulsadas por el aireador.

Más que pensar, el hombre supo que la luz debía estar iluminándole parte del cuerpo, pero estaba maquinalmente ocupado en la tarea de respirar, y si tenía algo de conciencia se le traducía en imágenes confusas de la infancia, voces que, paradójicamente, resucitaban en ese instante, fragmentos inconexos, un pecho de mujer, una lengua y, sobre todo, el deseo no formulado, pero vivo y ardiente, de encontrarse las manos. El ojo se agitó, buscándolas: las imágenes que encontró de su cuerpo fueron extrañas, como si hubiera contemplado un raro animal extinguido, sobre una mesa de disección, desenterrado de hielos prehistóricos. Cada vez más irritado, el ojo volvió a su posición anterior y recibió otra vez el resplandor de la pecera. Con una calma cercana a la inercia, el agua apenas iluminada le fue entrando en la pupila. Vio la mancha de las piedras, la neblina húmeda de la luz y algo que cruzó lentamente, de derecha a izquierda, envuelto en una oscura y vaporosa parsimonia: el Carassius.

El ojo persiguió con esfuerzo los vaivenes de su cuerpo y de esa cola que, de acuerdo con la posición, estallaba por momentos con un brillo lúgubre. El pez, solo en la reducida inmensidad de la pecera, nadaba zigzagueando hacia una esquina, se topaba con el vidrio, subía y bajaba tratando atolondradamente de superarlo, pero arriba, abajo, a los costados, volvía a chocar de lleno contra él. Entonces giraba, descendía con esfuerzo hasta el fondo de piedras, daba un mordisco a algo y, con el mismo propósito irrealizable, iniciaba empecinadamente su camino hacia la otra esquina del acuario.

El vidrio posterior del acuario tenía adosada por fuera una fotografía del templo de Abu-Simbel que el hombre había recortado días atrás. En la semipenumbra, la figura fantasmagórica del pez, chocando contra los colosos milenarios, comenzó a hundirse en el ojo con una terca continuidad, sin ostentar la potencia que la movía y sobrenadando años para raspar el fondo de la propia vida del hombre, un fondo desgranado, hecho partículas, como la grava del acuario.

Entonces ciertas voces comenzaron a seguirlo: “...Harta...” “...Tu redentorismo wagneriano...” “...Harta...” “...Los poemas no saben caminar...” Voces clavadas en su cerebro como resortes que se activaban con otros sonidos, con antiquísimos olores y miedos, con manos no del todo reconocibles y con esa pesadilla persistente que ahora era sin tapujos una visión, la visión de sí mismo nadando en la profundidad, desnudo, buscando atravesar unos colosos con la misma desesperación del pez, en un tiempo sin luz y sin medida. Un pez en la inmensa noche, sumergido, preso, en la nada de una absoluta y perenne desolación.

Una convulsión aguda lo llevó al agotamiento. La imagen del pez desapareció detrás de una niebla rojiza. La garganta se le inundó de golpe con algo líquido que empezó a fluir hacia adentro y también hacia afuera de la boca. “Ya está”, pensó, pero con la forma de un oscuro sentimiento. Sin embargo, el ojo trató de ver una vez más del otro lado del vidrio. Parecía fuera del tiempo, como si lo hubieran metido dentro de una campana o un frasco de formol sobre que a veces, y sin orden cronológico, aparecían las extrañas imágenes de su vida de la misma manera en que los objetos de la habitación se reflejaban sobre el vidrio de la pecera. Y, como el pez, el hombre ya ignoraba esas imágenes. Sólo algunas, mientras su debilidad crecía, trataban de aferrarse y de herirle la memoria, con una persistencia caprichosa que lo devolvía a una escalera, a su niñez, a unos zapatos de mujer. Desde allí había otras resbalando, secuencias disgregadas que asaltaban inútilmente su cerebro mientras  el ojo,  como  ajeno a él,  acompañaba trabajosamente los movimientos  del pez en la penumbra. Al mismo tiempo todo empezó a confundirse con un rumor sordo del otro lado de la pared, algunos golpes, sonidos lejanos de la calle, una sirena, la palabra: “basta” y una fotografía desgarrada en un canasto de papeles. Ahí, en fragmentos, el cuerpo moreno de una muchacha, arqueado en la penumbra del amor como un ave del paraíso, desbordado, húmedo, fragante. Y palabras de esa muchacha que habían estallado en el alma del hombre como bengalas de fiesta, y una noche de abrumadora belleza, los dos sentados en la escalera de una hostería, cuando aún era tiempo de deseos y en alguna zona del cielo esperaban descubrir el milagro de una estrella fugaz. Mientras buscaba vanamente al pez, se oyó diciendo: “Salió mal, muy mal”, y tuvo la visión de la muchacha abrochándose un abrigo. Después se vio a sí mismo dando un salto, algo entre infantil y patético, para llegar al escritorio y alejarse de él llevando un estuche de considerable peso. Y allí, en el centro de la habitación, diciendo: “Treinta y dos años”, diciendo: “es igual”, se recordó enfrentando al pez, al insensato pez que nadaba en la penumbra, mientras su mano, al fin, empuñaba el arma y la llevaba a la sien.






LA HISTORIA SECRETA DE PIFIO GAMBARDELLA



Antonio Gambardella saludó a la última persona, sintió, con débil amargura, la mano vacía después del saludo, y decidió cerrar. Muerta, su madre estaba muerta, aunque ésa era una palabra absurda para definir lo que había sucedido en los dos últimos días: la ambulancia de PAMI en la puerta de su casa, ahí en Perdriel; esa gente de blanco entrando y saliendo; las mejillas de la madre inflándose, desinflándose; la dentadura postiza caída en el suelo. Gambardella habría preferido no ver las otras escenas, ni escuchar esa frase: "Por fin se le cortó el cordón, al hombre", que había dicho la urraca del chalet.

Necesitaba otro café. Cuando llegaba a la cocina escuchó el primer ruido. En realidad, no supo a qué atribuirlo, porque el ruido se produjo en el preciso instante en que su mano hacía chirriar la alacena, y Gambardella pensó que a lo mejor los chicos de al lado, que tal vez una pelota. Sin embargo, había sido el ruido de una puerta. Gambardella se sintió demasiado roto para verificar esas hipótesis; el resto de energía iba a ser utilizado en el titánico esfuerzo de revolver el Nescafé.

"¿Y por qué los sueldan ahora?", pensó. Cuando enterraron a su padre -Gambardella sólo tenía cinco años-, la ceremonia había sido solemne. Para ser exactos, había sido ceremonia. Y además, el robusto ataúd de roble, cerrado en un silencio absoluto, recogido. "Así que ahora los sueldan. Con estaño".

La pava estaba silbando con insistencia. Gambardella la miró un rato, sin reaccionar, y cuando supo lo que tenía que hacer, la manija de la pava lo quemó.

-Siempre el mismo botarate- dijo una voz, atrás. Gambardella habría tardado más de un año en darse vuelta, si no hubiera reconocido esa voz.

Estaba ahí, encorvada y vieja como una semana antes, con las manos en la cintura. Y lo miraba.

-Si te vieras -dijo- Si te vieras la cara. Mirate, mirátela, bobón. ¿Qué habré hecho yo para merecer esta condena? No, no me lo digas. Yo sé lo que hice. Por supuesto, mocosa que era. Me casé con ese tarambana de tu padre, eso hice. Y el señor, después de largar su babita cada noche, durante siete años, no tuvo mejor idea que morirse y dejarme este regalito.

Gambardella dijo: -¡Mami!-, con los ojos empañados. La mujer imitó su voz con notable exactitud:

-¡Mami! ¡Mami! Hace cincuenta años que te escucho decir: ¡Mammiiiii!

Sin darse cuenta, Gambardella volcó el café. Vio a su madre mirando hacia abajo y recién entonces descubrió el charquito oscuro sobre las baldosas. Agachó la cabeza y esperó la andanada. Pero la mujer dijo, con un tono fatigado:

-Dale, nene. Agarrá el trapo rejilla. Me voy a lo de Cándida, que hoy la operan de la vesícula.

Sin un segundo para que Gambardella comprendiera algo de todo aquello, la mujer cerró la puerta y desapareció.

Gambardella se quedó de pie, con el trapo rejilla en la mano. Había estado a punto de preguntarle a qué hora volvía. Y entonces se dijo: "Está muerta. Estoy solo", y se agachó para limpiar el piso.

Esa noche durmió mal. Había sido demasiado lo del velorio. Por más veces que se tapaba (le había quedado el temor de que, si dormía destapado, tendría pesadillas) no podía alejar de la memoria la cara de su madre, golpeada por la luz violeta de las lámáras matainsectos, con un trozo de algodón cubriéndole la boca. El médico de PAMI había dicho: "insuficiencia cardíaca" "Tricardia al cardiático", había dicho la urraca del chalet. Y después había dicho lo otro, lo de "se le cortó el cordón al hombre".

La mañana siguiente se le fue en trámites.  Debió presentar  el certificado de defunción en  la cochería, el carnet de PAMI de su madre, el suyo (Gambardella se había jubilado de ordenanza municipal, por un problema de várices) y el certificado de casamiento. Si hubiera tenido dinero para comer afuera, no habría vuelto a casa. Pero de todos modos hacía mucho tiempo que apenas si almorzaba un gran tazón de leche con galletas partidas.

Cuando abrió la puerta de calle, casi no tuvo tiempo, ni firmeza, para cerrar. La vieja estaba ahí, sentada en su silla de mimbre. Había dejado caer el último tejido y se llevaba constantemente el pañuelito a los ojos.

.Claro -dijo-. Total, a quien puede importarle un viejo. Se va, no avisa, y una que en cualquier momento... -el llanto no la dejaba terminar-. Una no molesta. Una ni siquiera gasta nada. ¿Qué gasto? Yo me hago mis trapos, me arreglo una enagüita. ¿Comer? Si uno es un pajarito. Un caldo, una patita de pollo.

-Mamá -dijo Gambardella, confuso-. Tuve que salir. La madre agitó una mano.

-No si yo no digo nada. Nada te digo. Pero como vi que tardabas, me empezó acá -la mujer se clavaba un puño en el pecho- unas palpitaciones, una opresión que...

Gambardella la observó angustiado.

-Vení viejita. Acostate. -dijo- ¿Querés que te haga un caldo? La vieja sollozaba.

-Dejá, dejá -decía- Qué puede importar un viejo... A quién... Un perro... Un perro nomás... Gambardella tuvo miedo. Un miedo filoso, que se le hundió en el estómago. Sin darse cuenta, había tocado la mano de su madre. Era una mano frágil, nudosa y llena de pecas. Y estaba caliente.

-No ve -dijo ella- Asco le da. Le da asco una que lo trajo al mundo.

-No viejita -tartamudeó Gambardella-, No... es que...

-No, no, si yo sé muy bien lo que pasa. Una estará vieja, estará debilucha, enferma, pero estúpida, lo que  se dice estúpida,  no  es...  -rechazó  la  ayuda un  poco  atolondrada  de su  hijo  con  aire de irreparable ofensa- Ponele un poquito de orégano, ¿querés?

Gambardella respiró algo más aliviado. Encendió la hornalla y preparó con dedicación casi fanática el caldo de verduras. Fue todo un logro que no se le volcara por el camino. Cuando llegó a la pieza, sólo encontró la cama vacía, desarreglada desde el momento en que los camilleros se la llevaron. Y la dentadura.

"Mamá", pensó, "me estoy volviendo loco, mamá".

Una hora más tarde los vecinos lo vieron en pijama, siguiendo lentamente la franja gris del cordón de la vereda. No reconocía las casas, ni los árboles, ni la gente. La urraca del chalet lo llevó de nuevo adentro, le preparó un guiso, le recetó medio Lexotanil y lo obligó a que le diera toda la ropa sucia, la suya solamente, y aquella que necesitaba zurcido o costura.

Gambardella la dejó hacer, amodorrado por el calmante. No dijo ni una palabra de lo que había visto. Se limitó a seleccionar las camisetas, las medias y un pantalón descocido. No le dio ningún calzoncillo.

-Lo que a usted le hace falta Antonio -le dijo la urraca-, es una esposa. Qué va a hacer acá solo, en esta casa llena de humedad.

Gambardella miró la mancha negruzca que brotaba de un caño, en la pared.

-A esta altura...-dijo.

La urraca no se daba por vencida. Gambardella se dio cuenta de que no recordaba el nombre (¿Eugenia? ¿Clarisa?) Lo de urraca había sido ocurrencia de su madre, porque decía que era ladrona, picuda y que tenía el traste parado.

-¿Y no tuvo una relación? -dijo la urraca- Digo, un conocimiento, alguna muchacha. De su casa, digo.

Gambardella se sintió muy cansado para hacer memoria. Dejó que el recuerdo brotara solo, neblinoso y diluido por el Lexotanil. Había existido una, tal vez. Cuánto hacía. Su madre, eso lo recordaba un poco más claro, había dicho "Mosca muerta", y había dicho también algo terrible. Qué había dicho.

-Porque, bueno, es una lástima... Un hombre joven, todavía...

"Cacerola", había dicho su madre. Gambardella lo recordaba. Recordaba la lista de nombres que, dijo, le habían revuelto el cucharón. "Cacerola".

La mujer volvió al ataque varias veces. Gambardella agradeció el renovado batallón de zoquetes, camisetas y pantalones arreglados. Sin embargo, la tristeza de los días siguientes fue en aumento. El no saber dónde estaba, ni para qué, durante ratos cada vez más largos, se hizo frecuente. Dejó el lexotanil, pero se entretuvo esa semana en una cola de jubilados, en la cola del banco, porque vencía el gas, y en un supermercado donde compró su leche, sus galletas sin sal y una cajita de caldos Knorr.

Su  madre  no  aparecía.  La  casa  estaba  en  silencio,  pese  a  la  tenacidad  con  que  Gambardella esperaba. La urraca, que había adoptado el tono de quien disimula una secreta indignación, le pidió unos batones de su madre, para la abuelita de la casa del ligustro. Gambardella dejó que entraran y que vaciaran el ropero. Sin sorpresa, sólo constastando, vio que faltaba también una carpeta de hilo que su madre tenía sobre la cómoda. "La urraca", pensó. "La ladrona".

Una noche oyó ruidos en el patio. Se envolvió en un pulover y con el alma a destajo abrió la puerta que daba a la parra. El maullido aterrado de un gato lo derribó por completo. Pasó los días siguientes persiguiendo el crujido de los machimbres, el roce del viento en las celosías, algún cubierto mal acomodado, titntineando contra un plato. Pero nada. Es que su madre no lo quería, no lo había querido nunca. "Pifio", lo llamó por mucho tiempo. "Pifio Gambardella", porque decía que era fruto de un error. Porque su padre -el padre de Gambardella- la había engañado, prometiéndole vestidos, y un departamento en la Capital, con teléfono y mucama. Y después la había transformado en una viuda, con un hijo que nunca fue un verdadero sostén.

Gambardella resistió semanas. Siguió acechando los ruidos, siguió levantándose de noche. Soñó una y mil veces con el cuerpo amortajado, viejo, de su madre, abandonando la tumba, y con los empleados de la cochería soldando el cajón tantas veces como había salido.

Un domingo a la mañana, Gambardella escuchó cantar.

La voz provenía del baño. Se colaba por la banderola entreabierta y llegaba hasta la cama. Curiosamente se dijo  que cantaba la vecina.  No se levantó. Trató  de asfixiar  esa voz con  la almohada sobre la cabeza- Diez minutos, veinte, y desapareció. Gambardella se levantó, entonces, y se hizo el desayuno. Cuando iba a sentarse en la cocina, la imagen lo paralizó.

-Qué hizo mi Cuchu. ¿Un cafecito? Am, Am.

Eso acababa de decirlo una mujer, una mujer como de treinta años, envuelta en un toallón, descalza, con el pelo negro chorreando aún sobre sus hombros.

La mujer se le acercó a los saltos, en puntas de pie. Le robó una galletita y le dio un diminuto beso en la nariz.

-Buen día, Cuchu -dijo- ¿Dormiste bien?

Gambardella no podía reaccionar. Se había quedado dentro de esos ojos, los ojos llameantes, por momentos casi verdes, de la mujer. Eran los ojos exigentes de su madre.

-¿Qué pasó anoche, salvaje? -le preguntó ella. Sonreía, su madre sonreía-. Pito parado. Torpedín. Gambardella la vio danzar a su alrededor, quitarse fugazmente el toallón, mostrar con descaro los pechos y volver a taparse, con aire de Caperucita Roja.

-Quiero más, Cuchu -decía. Gambardella miró su café. Dijo:

-Vení, desayuná.

No le quedó garganta para otra frase. Puso una taza más, sirvió café, leche, y se olvidó de su propio desayuno.  La  mujer  era  voraz,  sensual  hasta  en  los  mordiscos,  era  habladora  y  vital  y soberanamente hermosa. Era su madre. Hablaba hasta por los codos de Irigoyen, se interrumpía, lamentaba no recibir el diario para ver los alquileres de la Capital (tres habitaciones y teléfono, para cuando quedara embarazada) decía que los ingleses fueron, eran y seguirán siendo los mismos chanchos con galera y polainas, y que cuando le iban a aumentar el sueldo, ya que no le daban un ascenso.

Confuso, Gambardella dijo: "sí", dijo: "no", dijo "pronto" y evitó tocar detalles de su padre que no recordaba o que nunca había sabido. La mujer, su madre, se limpiaba los labios con una servilleta (unos labios carnosos, enormes, que brillaban con algunas gotas de jalea y Gambardella miraba anonadado), después decía:

—Hagamos fiaca, Cuchu. ¿Querés? Gambardella la miró indeciso.

—Dale -siguió ella— Voy al baño a cepillarme el pelo. Cinco minutos, nada más. Si querés esperame en la camita. Tengo un terremoto para vos.

Gambardella la vio salir de la cocina. La escuchó cantar en el baño, a través de la banderola, mientras se cepillaba el pelo. Cantaba "La Farolera", con un tono perversamente ingenuo.

Qué hacer. Estaba atontado, triste, lleno de unas angustias que nunca había reconocido como entonces. Su padre no había sido tan feliz, después de todo. La mujer, la soberbia mujer que era su madre lo había querido, lo había llamado "Cuchu", lo había mimado y ardido con su cuerpo. El único infeliz, al fin de cuentas, era él, Antonio, o Pifio, Pifio gambardella. Esa era la verdad. Él, que prácticamente no había conocido a nadie, que nunca se había quemado en las caricias, como su padre,  que  siempre  había  sentido  una  especie  de  horror,  de  pánico  irrefrenable,  ante  la  idea turbadora de una mujer desnuda. Gambardella recordó a una muchacha. Recordó con angustiosa nitidez una sonrisa de muchacha, el nombre "alba" y la curva suave de su cadera, debajo de un vestido rosa. "Cacerola", había dicho su madre "Cacerola". Gambardella se odió durante un minuto eterno, el tiempo exacto que tardó en recuperar con toda su violencia un incidente muy viejo, el día más desesperado de su vida. Alba y su vestido rosa, ahí, en el comedorcito, acomodando unas flores que le había llevado a su madre, esas prímulas que su madre había dejado en la pileta del baño.

En el comedorcito no había té, ni masas, ni licor. Había una cacerola de aluminio gigante, tiznada por meses de guisos y polentas. Una cacerola con manijas rotas, en cuyo interior su madre había tirado infinidad de papelitos escritos con nombres y apellidos. "Enzo Rigone, dos veces". "Perini, en el zaguán". Méndez y Fanjul, doblete". "Schuster, el vidriero, por atrás" Y Alba, el rostro espantado de Alba mirando los papeles, diciendo: "Qué es esto, Antonio", mientras su madre los contemplaba satisfecha desde el corredor. "Decí algo, Antonio, hacé algo Antonio", decía Alba, decía ese vestido rosa, con una cara envuelta en lágrimas. Gambardella había dicho: "Mamá, por qué, mamá" y su madre sólo había agregado dos palabras, dos palabritas, como dos disparos secos: "Mosca muerta". Alba dijo: "Antonio, yo me voy", y Gambardella había tratado de reparar lo irreparable. había tratado de que no se fuera, diciendo que se iba a acostumbrar, que ya la iba a querer. Alba se fue para siempre, sin una mirada, sin detenerse más.

La taza mordió el borde de la mesa, titubeó un instante y después se estrelló con estrépito contra las baldosas. Gambardella dejó de recordar y prestó atención a los sonidos. Ya no provenían del baño. venían de la habitación de su mamá.

Era ella, la mujer. Seguramente se había quitado el toallón y esperaba debajo de las sábanas, con esos grandes labios encarnados. Por un momento, los ojos de Gambardella se llenaron de luz.

Cruzó el pasillo. La puerta estaba cerrada. Del otro lado, seguía saliendo "La Farolera", pero en voz muy baja, como una caricia.

Gambardella abrió de golpe y entró.





HERIDOS 629, CAÍDOS 382


La muchacha hizo silencio y lo miró.

-No. No te van a atar -repitió después.

Él siguió un rayo que atravesaba la ventana e iba a incendiarse en el retrato del padre: no se veía la cara. Había una esfera luminosa encima del uniforme, una luz helada y vacía, el pasillo de un hospital a medianoche.

-¿Qué hice? -preguntó. Ella esquivó la mirada.

Él pensó que era difícil de entender, que había algo podrido en su sangre, algo monstruoso, capaz de surgir de repente, como desde el fondo de un pozo envenenado. Y lo espantó no recordar.

-¿A que hora van a venir? -preguntó.

La muchacha se miraba los zapatos. Estaban sin lustre, roídos, cansados, pero los pies parecían diminutos y leves, como la sombra de un inocente.

-Ahora, en cualquier momento -contestó.

Él recordó unas sandalias y volvió a sentir dolor en el cuerpo. Afuera también había voces. Se preguntó qué esperaban. Todo era oscuro. Recordaba la puerta abierta, la gente que había entrado en tropel, los hombres que lo inmovilizaron en la pieza. Ninguno le habló. Se limitaron simplemente a mirarlo  y  ahora,  más  tranquilos,  a dejarle  dar  algunos  pasos.  Después  apareció  Elisa,  con  su respiración llena de esfuerzo. Dijo: "Te van a llevar, Marco", pero él no pudo ubicar su voz. Como si se hubiera esfumado, como si a través de ella o de sus palabras lo único visible hubiera sido la boina de su padre en el retrato y la camisa oscura, con las alitas en el cuello. La cara seguía ausente; en su lugar encontraba un revoltijo de miedo, un miedo muy hondo y la confusión de otro recuerdo: alguien hinchado y rígido, y unas piernas de mujer y un balanceo.

-No sé lo que hice -susurró- Es la verdad, Elisa. No sé.

-Te tengo miedo, Marco. Todos te tenemos miedo.

Pensó que ya había escuchado esas palabras; antes, mucho antes de haber nacido. O que alguien antiguo las había escuchado por el. Dijo:

-Desde el techo del galpón yo veía la ventana. Veía las piernas flacas de un hombre, con portaligas, y la mata de pelos en el vientre, y también veía a mamá sacándose el camisón por la cabeza. Un gesto inmundo. El hombre se tumbaba boca arriba y mamá lo cubría y lo sacudía como si hubiera querido  quebrarlo.  Ella  no  hablaba,  no  gritaba,  pero  a  él le  salía  del torax  un  "ay"  agudo  y taladrante. Mientras papá, bajo la parra, bajo la manta, ignorándolo o sabiéndolo, murmuraba algo sobre la guerra. En italiano, murmuraba.

-Marco -dijo ella; en sus ojos había un dolor puro, arrasado- Marco, eso es mentira. No puede ser verdad.

Él miró la habitación. Por qué estaba todo revuelto. Por qué había una silla, un espejo, un cuadro rotos.

-¿Qué fue lo que hice? -preguntó. Ella miró el pasillo. Hacia la puerta.

Marco recordó a una mujer ahorcada. Recordó sus pies balanceándose, con sandalias. Tenía un grueso deshabillé y los cabellos canosos revueltos. ¿De dónde la recordó?

-Hay una mujer, Elisa. Hay una mujer que se ahorcó en alguna parte. No sé dónde, no sé en qué zona del tiempo, o de mi cabeza, pero es una mujer desorbitada, terrible, y cuelga de su propio cinturón.

Alguien se asomó. Dijo:

-Elisa, te llama el doctor.

Él tuvo miedo. La recordó mordiéndose el labio inferior, cuando eran chicos y volvían del colegio por el camino de las fábricas. Y recordó su propia voz diciendo: "No, mamá no nos viene a buscar" "Cuántos años tiene ahora" pensó.

Caminó hasta la ventana que daba a la calle. Había un coche estacionado frente a la puerta. Había vecinos en la vereda opuesta, mirando hacia la casa. Dijo: "Se hizo de noche", y se asustó de su voz. Sobre la gente que esperaba, sobre los techos, la noche era pura, inabarcable. Entonces tuvo dos recuerdos. Uno, con la luna. Otro, con el eterno dibujo de los astros. Con la luna recordó una navidad, en el barrio de calles de tierra. Había salido al porche de una casa y de golpe se vio de pie, solo, bajo la luna. Era redonda y llena de manchas, como una torta podrida. Y en las manchas vio tres enormes brujas desgreñadas en torno de un caldero, y corrió y gritó y sintió que desde ese momento y para siempre su vida estaría acorralada por la desgracia. Su madre no estaba. Buscó amparo en su padre, pero el ya era una piltrafa de pijama, hundido en los asientos del jardín, y esa misma luna le brillaba en la piel.

Con la Cruz del Sur, con el Puntero, recordó los relatos de enormes cielos africanos, una demacrada luz  nocturna,  iluminando  pertrechos  y  arenas,  la  lastimosa  fila  de  camellos  a  la  vanguardia, abriendo  el  camino,  estallando  con  las  minas  inglesas. Y vio  a  su  padre,  barbudo  y  salvaje, recogiendo los pedazos de camello, la carne rota y chamuscada, para comer.

Detrás de él se abrió la puerta.

Había mucha gente en la casa, muchos rostros que no reconocía. Marco pensó en toda esa gente, al mirarlo, intentaba grabarse su cara a través de la abertura. Y pensó: "Van a recordarme, pero yo no". Elisa caminaba a la derecha de un hombre de saco y corbata. El hombre se detuvo cerca de la puerta. Entonces él recordó algo más. Dijo:

-Yo conocí a alguien que también usaba una corbata. Y un saco. Y lo despedían en la puerta, y lo esperaban en la puerta. Doctor, yo conocí a ese hombre pero ya lo olvidé.

El hombre se quitó los anteojos. Lo miró con esfuerzo, como tratando de encontrarle el rostro. Elisa le susurró algo al oído.
Marco recordó al hombre con una corbata impecable y un saco y una mujer del brazo, y de golpe vio la iglesia del barrio, de noche, y a su padre muriéndose en su cama de hospital, como un harapo de un estandarte de algo, de algo que lo llenó de horror.

-Qué fue lo que hice, doctor -le dijo. El hombre se le acercó.

-Déjeme ver esa mano -le dijo.

Él se miró las dos. Había algo en los nudillos y en los dedos. Había como filamentos de sangre marrón y seca, una sangre muy antigua, de muerto.

-No sé cómo no le duele -dijo el hombre, mirando a Elisa- Tiene los dedos rotos.

Elisa dijo algo pero él no escuchó. Confusamente recordaba otra cosa. El se miraba la mano porque dolía y el hombre con portaligas gateaba en el piso buscando algo que había rodado bajo el aparador. Su madre decía: ¡Maldito, maldito!, y recordó con asombro que se había asombrado. La dentadura postiza, animal y perfecta, transformándose en la boca del hombre.

El doctor dijo:

-Si quiere, me quedo hasta que vengan.

-No, doctor -dijo Elisa- Gracias, igual.

El hombre que se iba era gordo, gordo y bajo. El hombre de la corbata de su recuerdo era una vara maciza, y lo llevaba en brazos al jardín del fondo, y tenía una enorme sonrisa que le brotaba del pecho.

Entonces lo vio. Mientras la puerta se cerraba, el rayo de luz, esa luz mercúrica y vacía volvió a pegar en el retrato de su padre, y vio eso escrito.

Elisa dijo: -¡Marco!-, y fue como si su labio hubiera temblado mientras él rompía el cuadro y arrancaba la fotografía.
Abajo,  en  la  esquina  derecha,  había  algunas  letras:  pequeñas,  casi  ilegibles  y  muy  antiguas. Descifró:

"Filotrano, Belvedere, Corinaldo", fechas, manchas incomprensibles, palabras truncas. Buscó a su alrededor. Elisa no estaba. 

Marco reconocía la letra de su padre. Había un renglón que decía: "Feriti: 629; Caduti: 382" Su padre había anotado en la fotografía los hechos de combate en los que debió luchar. Tal vez detrás, o a un costado de la cámara, estuvieran los heridos o la hilera de los muertos.

Algo le corría por la cara. Era aberrante que su padre hubiera muerto en un hospital, empapado en su propia orina. Entonces fue a buscar a Elisa para decírselo, para que ahora pudiera entenderlo. Pero ella acomodaba un pijama sobre la colcha.

Marco dijo: -Eso no -señalando el pijama- Decime lo que hice, por Dios. Ella dijo, con una voz sorda y consumida, que había sido atroz.

El dijo:

-Me pedía algo en sueños. Yo reclinaba la cabeza y veía este retrato, y entonces él volvía a mostrarse en el patio, bajo la parra, mientras yo miraba la ventana desde el techo del galpón.

-Estás enfermo, Marco -dijo ella.

Alguien apareció en el umbral. Tenía un objeto frente a la cara. Se puso delante de Marco y lo encegueció con una luz repentina.

El dijo:

-Una noche, yo tendría siete años, ella me olvidó en el hospital. Se fue. Yo quise quedarmemás tiempo, porque papá estaba muy mal, y cuando salí al pasillo sólo había una luz helada, muerta, iluminando los bancos y los mosaicos. Y tuve miedo. Y él habló con fiebre de la arena, toda la noche de una arena que quemaba, y del lejano reverbero del sol en las pirámides, y de la sed. Y yo juré que nunca olvidaría. Jamás.

Elisa se había acurrucado en el suelo, con la cabeza entre las rodillas. Marco podía verle la nuca, tierna, frágil. Era difícil de entender. Para qué vivían, ella, él, la atadura de la sangre. "Los malditos, se dijo, siempre están solos en la tierra".

Y entonces oyó un rumor en la calle. Había algo alargado junto al cordón. Y luces. Y creció el moscardoneo de la gente.
Elisa, desde el suelo, trató de rozarle un brazo.

Cuando Marco los vio, sintió las piernas débiles. Una de sus manos había apretujado la foto. Sólo recordaba gritos, gritos, y ruido de golpes, y los pies con sandalias suspendidos en el aire, pendulando entre los muebles.

El primero de los hombres miró el cuadro roto en el piso. Se acercó a Marco y le quitó el cartón que estrujaba su mano.
Marco dijo:

-No quiero que me aten.

Elisa, de espaldas a la puerta, se miraba los pies.



ARIA PARA UN DESTELLO


La mujer entornó la puerta y encendió la luz. Del otro lado, la voz de su nuera daba indicaciones a la muchacha y le preguntaba a la mujer, en tono deliberadamente alto, qué pretendía metiéndose en el cuarto viejo cuando faltaban minutos para que Alfredo viniero a buscarla. La mujer respiró aire mohoso de la habitación; reconoció, detrás del polvo, la gran luna del espejo. Faltaba el juego de dormitorio,  pero  ahí  seguían  sus  cuadros,  la  doble  cortina  de  terciopelo  y  voile,  el  pequeño secretaire de siempre.

- El vestido azul no se lo pongo, mamá - dijo la nuera desde el pasillo -. En todo caso se lo lleva después.

La mujer no contestó. Caminó hasta la pared de los estantes, acarició una campesina de porcelana y abrió un cajón del secretaire.

- Bien podría elegirse usted la ropa interior, ¿no? -dijo la nuera.

La  mujer  sacó  una  vieja  carpeta  con  discos  de  pasta  y  fue  a  sentarse  en  una  silla  de  paño descolorido.

"Elegirme la ropa, para qué", pensó. Con cada movimiento de su mano aparecían un angelito sobre un gran disco en fondo rojo, o un perrito con las orejas alertas al lado de una victrola y numerosas manchas que alguna vez habían indicado con precisión erudita las partes de las obras grabadas. En uno de los sobres la mujer descubrió una fotografía. La extrajo junto con el disco y se la acercó a los ojos.  Opaco, agrisado por el tiempo, Beniamino Gigli, miraba a lo lejos, el pecho robusto de tenor contrastando con la dulzura de los ojos. Había algo ilegible, una dedicatoria manuscrita en una esquina. La mujer intentó descifrarla: la distrajo el ruido de un automóvil estacionando frente a la casa; después, el afán de entender lo que decía su nuera. Alfredo y ella estaban discutiendo. Siempre discutían. Pero el tiempo había hecho que Alfredo terminara eligiendo el silencio, que era una forma de derrota, y una semana antes la mujer y su hijo habían salido en el auto, con el pretexto de un paseo. Durante el viaje, curiosamente, la mujer había tarareado la melodía del disco que tenía en la mano. Mientras descubría un viejo aparato y colocaba la placa, reanudó el trayecto por las calles grises, ausentes de arboledas, la inutilidad de un semáforo en una cortada, el paredón de un colegio de monjas. Cuando accionaba el arranque del tocadiscos una imagen se alzó por encima de las otras y terminó desplazándolas. Era ella con sus veinte años, en un teatro del centro, trepada al escenario sobre el que Beniamino Gigli cantaba E lucevan le stelle con los ojos asustados: una multitud de fanáticos, entre ellos la mujer, habían irrumpido descontroladamente desde la platea y escuchaban a dos metros de él.

A los veinte años la mujer había temblado. Con los ojos fijos en el escenario, la vida le había parecido incomprensible sin esa aria de Tosca  y esa voz debajo de las luces. Ahora, en cambio, sólo recordaba los ojos brillosos del tenor y la boca crispada, vibrando en las notas sostenidas. Mientras la púa chirriaba al comienzo del disco, la mujer se levantó despacio, fue hasta una pared, miró un cuadro pequeño, de papel de cuaderno, con un dibujo en lápiz coloreado y una inscripción deforme; soportó un bombardeo de carteras escolares, miedos, doctores, risas, y bruscamente la visión incomprensible de un parque pulcro, con bancos y con cedros y jacaradaes y trescientos viejos silenciosos, sentados a la sombra, resignados a una espera estéril, a la lentitud y la monotonía.

Luego escuchó los primeros versos, la atmósfera tensa por debajo de los ruidos de la púa, algo que ya no alcanzaba a distinguir si era una flauta o un clarinete, pero que trataba inútilmente de surgir, se alzaba y volvía a derrumbarse en una agonía de tonos subterráneos. Entrando de perfil, como rasgando la cortina opaca de la música, la voz ascendía suavemente, diferenciándose apenas al principio, yéndose luego con la orquesta, trepando explosivamente encima de ella para caer de nuevo en algo parecido a un espasmo, a una convulsión.

A los veinte años la mujer había imaginado su propio destino con la grandilocuencia de una ópera, como una heroína debatiéndose entre tiranos, intrigas palaciegas y amores imposibles. Sin embargo su vida se le había consumido en un abrir y cerrar de ojos; había sido un destello, algo tan fugaz como el brillo de un metal precioso debajo de una luz repentina. Ahora sólo le quedaba el gesto mínimo  de  seguir  con  mucha  torpeza  el  compás  de  la  música,  buscando,  entre  colgajos  de recuerdos, un sentido para su infancia, para el hombre que le habia hecho arder la sangre, para la mirada luminosa de Alfredo desde una cuna.

Decían que su nuera tenía miedo. Que la última vez había sido peor. Peor que desorientarse, que olvidarse de todo, que no reconocer a los nietos.

La voz de Alfredo creció en el pasillo. Hubo algo así como un susurro brusco, pasos, y la muchacha preguntando si llevaba los bolsos hasta la cochera. La mujer alzó la mano cuando sollozaba el tenor, la dejó temblando en los lamentos, la crispó cuando llegaba a la cúspide. Era el instante terrible del drama. Con la vida reducida a un segundo, el protagonista se despedía de todo. La mujer vio otra vez el amplio parque, los viejos en los bancos, y la cara de Alfredo asomada a través de la puerta, cuando Gigli sollozaba L'ora è fuggita, a punto de derrumbarse hasta el final.

-Ya está todo listo, mamá.

La mujer se puso de pie, con miedo. Apagó el aparato, encarpetó el disco y la fotografía de Gigli. Pero repentinamente irguió el cuerpo como a los veinte años, y sus movimientos casi olvidaron la debilidad y la decrepitud. Se sentía radiante. Finalmente le habían permitido ir al teatro y su novio la estaba esperando en el comedor con las entradas en la mano. "Oír a Gigli", pensaba. "Ver a Gigli".

-Yo también estoy lista -dijo y, con un movimiento rápido, casi infantil, rozó la perilla y apagó la luz.






AUNQUE VENGAN

Reinaldo Merlo
In memoriam.


-Tené un poco de paciencia- dice mamá. Yo sé que lo dice convencida, que ella le cree al doctor. El problema es que yo no le creo: le tengo miedo. Y no es que no me porte bien, porque ya no grito. Pero él no dice nada. Se me queda mirando, nomás. Apunta los anteojos donde estoy y me hace verme en esos vidrios, y siento que no quiere curarme, para nada. Siento que me quiere castigar.

Pero el tío es distinto. Él viene y punto. Empieza a transpirar, como siempre, respirando un poco agitado, y me da el Billiken. Pobre tío. Nunca le dije que en Diciembre cumplí los diecisiete y ya no leo el Billiken. Pero el tío me lo trae y se queda un rato. Vamos al jardín, prende un pucho y lo apaga a medio fumar. “Guardátelo”, me dice. Yo miro para todos lados pero lo agarro lo mismo. Lo agarro aunque sé que el doctor siempre se entera. Él me debe ver, desde allá arriba, o le deben contar que fumo. No dice nada, pero Gladys me dijo que el fin de semana no salí por el lío con Osvaldo en la sala de terapia. También supieron lo de las pastillas, por eso Carson me las hace tomar delante de él, en la cocina. Bronca que las paredes sean tan altas, y yo tan petiso. Aunque yo me voy a ir, no sé cómo, pero me voy a ir. Le digo al tío que la convenza, que me saque de acá, que me voy a portar bien. El tío mira una planta o pone en hora el reloj, o dobla la cabeza como si hubiera escuchado que lo llaman y me hace una caricia.

Yo le digo que es como estar preso. Como condenado. “Pero es por tu bien, Marito”, me dice mamá. Cómo se nota que nos están ellas acá, ni mamá, ni Laura ni Cristina.

Laura vino con Ofi, la semana pasada. De Ofi me acuerdo, pero yo no quiero que me vengan a visitar. Después andan comentando por ahí que me vinieron a ver a la clínica. Además, nadie me cree pero de muchas cosas no me acuerdo. Ofi me dijo que Angélica me mandaba saludos. Qué prohiben venir. “Qué Angélica”, le dije yo. “Angélica, tu novia” Ahora parece que me acuerdo porque me lo contó todo. Dice que él mismo fue el que me hizo gancho. Y no entienden. Me dijo que tenía ojos verdes, que estaba en el primer año en el Santa Teresita. Y yo no me acuerdo y me angustio más porque lo que me cuenta me gusta y me gustaría conocerla. Pero con qué cara la miro después.

Mamá dice que no tengo que pensar así y yo de inmediato pienso en el doctor. Entonces me alegro de no acordarme, porque a veces me hablan y se junta todo. Me cuentan mil cosas que yo no recuerdo, que me olvidé. Ahí me agarran ganas de irme. Entonces empieza el sermón. Te dicen: “Paciencia”, “Es por tu bien”, “Un tiempito más”. Cómo quieren que entienda. Acá el día no pasa nunca. Porque encima sos el más chico y entonces todos te mandan. Y el que debe mandar eso es él, el doctor. Pero nunca dice nada y a veces hasta se quiere hacer el simpático. Yo le pregunté cuando me iba a dar de alta. Y dijo un montón de estupideces. Me dijo se me acordaba de lo del galpón. “Qué pasó en el galpón”, me preguntó.

Yo le dije lo que me dijo mamá, porque no me acuerdo. Mamá me lo dice cuando le pido que me saque de acá. Que casi los mato a todos. Que tuvieron que venir los bomberos. Que don José todavía tiene el brazo con quemaduras. Pero yo no sé que pasó en el galpón. Y si insisto, entonces agregan lo de Laura, tanto que al final la voy a terminar odiando. Aunque seamos mellizos. Porque al fin de cuentas el que está acá soy yo y no ella, y las peleas las empezamos siempre los dos. Además ella salta con eso de “asesino”.

Yo la quiero, pero a veces me da bronca. Será porque me hace sentir malo. Pero yo no soy malo, yo quiero hacer las cosas bien. Cómo se ve que a ella no le gritaban asesino por la calle mientras le tiraban piedras. Entonces vamos a ver si no se iba a poner nerviosa. Además en casa son todos nerviosos. Yo más porque grito y tengo más fuerza. Pero desde que murió papá en casa gritan todos. Aunque yo, de eso, casi no me acuerdo. Lo único, de los dientes. Tenía los dientes de adelante marcados en el labio de abajo. Morados. Cómo si se hubiera mordido de dolor. Y la cara blanca en el cajón.

Pero de mi hermana yo no sé. No me pueden mentir. Me acuerdo de que le pegué, sí. “La arrastraste de los pelos por toda la casa”, me dijo mi mamá una vez. “Tenía el cuerpo lleno de moretones”. Pero del galpón no me acuerdo. Dicen que la sacaron justo a tiempo, que unos segundos más y quedaba ahí adentro para siempre, que fue una suerte que la soga estuviera vieja y que don José viera el humo negro del querosén. Y dicen que ella no gritaba, que no decía nada, que estuvo dos días temblando y mirando fijo a una pared. Y por eso tengo que quedarme encerrado acá, con todos estos locos que a lo mejor te fajan porque les agarró la locura de golpe. Como Osvaldo. Con Gigio es distinto. Con Gigio nos peleamos pero por Alicia. Mamá tampoco me cree eso. Nadie la quiere entender. Gigio la tiene asustada, pero a ella le gusto yo. Gigio tiene unos brazos largos, como de mono, y la manosea.

Por él le dije a mamá lo que me hacían. Porque antes de dormirme siento lo mismo que vi que le hacen a él. Lo atan a la cama con unas lonas. Él se deja atar. Entonces viene Gladys y le pone la inyección. Enseguida entra Carson con esa máquina. Y Gigio empieza a echar espuma por la boca y se ema. Carson maneja las perillas. Y Gigio se retuerce en la cama y se transpira todo y grita con una voz que no es la suya. Es como si le inyectaran un perro, un dobermann. Yo lo vi una tarde: gruñía y se retorcía y tiraba los brazos para zafarse. Después se quedó como muerto, entonces los enfermeros se fueron. Se despertó al otro día, meado encima y babeando. Y hubo que ayudarlo a caminar. El pobre lloraba mudo, sin largar una palabra.

Gladys me dijo que a mí no me hacen lo mismo que a él. A mí no me atan, bueno, pero cuando me ponen la inyección yo siento eso raro. Es como si viera lo que me meten corriendo por adentro. Cierro los ojos y empiezo a respirar muy fuerte, y me parece como si me entrara nafta en la vena, pero encendida. Aprieto los dientes y jadeo con un ruido raro, y largo baba. Y entonces me duermo. Pero en realidad debe ser como morirse. Porque después no me acuerdo de nada.

El doctor me mira con una sonrisita. El se va a su casa, y yo me quedo. Para él no corre eso de contar cuánto falta hasta el domingo. El “me dejarán salir o no me dejarán salir”. El se va y punto. Y siempre que viene le pregunto si me va a dar permiso el domingo, siempre. Pero él me lo hace a propósito. Me pregunta si no tengo miedo de que me griten asesino. Yo le digo que no, pero sí. Y él me  pide  que  le  cuente  lo  de  Gerardo.  Otra  vez.  Como  en  las  películas  de  policías  con interrogatorios. Siento lo mismo porque yo no me acuerdo de nada y cuento solamente lo que me dijeron mamá, las chicas y Guillermo. Es tan largo que nunca sé por dónde empezar. Yo siempre pienso: Sanatorio Anchorena, porque es donde lo operaron y donde falleció papá. Y digo eso de la cancha y el palazo que Gerardo me pegó antes de salir corriendo. Parece una excusa pero yo no sé ni siquiera porque me pegó. Lo dijo él también, que yo no tenía la culpa. Lo dijo antes de morirse. El palo le pegó en un riñón y el otro no le andaba. Después lo operaron y eso ya es otra historia. Tenía una nube en un ojo, Gerardo, y hablaba con voz ronca, como un mogólico. Mirá que dejarle una gasa adentro para que se le pudra toda. Pero yo me acuerdo solamente de cuando me fueron a buscar y me llevaron a la casa. Me sentaron en el medio del garage, en un banquito de madera. Cristina me acompañó, de eso sí me acuerdo. Todo el mundo daba vueltas. El padre no decía nada; la  madre  tampoco.  Pero  el  abuelo  me  quería  pegar.  Me  gritaba:  “¡Mal  parido!”,  el  viejo, revoloteando las manos cerca de mi cara.

Y me acuerdo de otra cosa, además. Cuando le pegué. Hizo un escándalo de locos, estábamos todos asustados. Entonces una señora le preguntó si quería una coca-cola y el dijo sí y paró de quejarse. Y todos sonrieron y eso me tranquilizó. Y me sentí orgulloso de lo bien que le había devuelto el palazo. De eso me acuerdo. Después cuando Guillermo me vino a buscar. Lo atendió Cristina, que es la más grande, porque ni papá ni mamá estaban. “Mea sangre”, dijo Guillermo. Y lo del banquito. Nada más.

Si uno juega todo parece lindo. Pero yo no me puedo olvidar de que lo maté. “Fue el destino”, dice mamá. “La fatalidad. Vos no tuviste nada que ver”. Algunos pibes me miran con admiración, como si yo fuera Billy the Kid. Otros, los que eran sus amigos, me tiran piedras y me gritan asesino. Y lo que yo no entiendo es por qué todo eso me tuvo que pasar a mí.

Me dicen que no estoy loco. Que estoy muy nervioso, nomás. Pero yo a veces quiero morirme. No en broma, yo quiero morirme en serio. Reventar. Porque en el fondo debo ser malo de verdad. Y me quiero morir sobre todo después de las pesadillas. Me dicen que me levanto y camino. Y que lloro en cualquier lugar y me mandan acostarme y muevo la cabeza, digo que sí todo dormido y me acuesto, pero sigo llorando. No sé si lo habré dicho dormido, pero despierto nunca dije lo que sueño. Y menos al doctor. Yo sueño con la navaja de afeitar del abuelo. Sueño que me levanto y voy hasta la pieza de las chicas. Todas duermen: mamá, Laura, Cristina. Y mamá está desnuda. Entonces yo sueño que le afeito la cabeza, bien al ras, hasta que la dejo pelada. Y es tan horrible, pelada. Y sueño que le corto la cabeza y empiezo a correr con esa cabeza pelada mojándome el piyama. Y corro y corro hasta que llego a una especie de llanura rocosa, extraña, donde todo parece quemado por  un  incendio. Y sopla  un    viento  insoportable,  levantando  una  ceniza  oscura.  Hay  un  río encajonado en piedras altas, y columnas como huesos quebrados, restos de estatuas negras, y una escalinata roja por la que subo hasta una enorme pirámide negra. Entro en la pirámide. Pero lo cuento y no digo nada. Yo en el sueño veo todo: la piedra tiene compuertas, de pronto se descascara, tiembla como si se hubiera encendido un reactor, y todo se hace oscuro, estruendoso y ahogado en llamaradas. En el interior de la pirámide aparecen comandos, como de nave espacial, y afuera sólo un topetazo de negrura, y la Tierra, que de pronto se achica. Y ahí, en el silencio, me siento en paz, creo que voy a verlo a Dios. Pero la cabeza habla. Sin parar. Es un lamento, y le salen lágrimas con sangre. Le pido que se calle, que está por venir Dios. Se lo ruego llorando, pero sigue sin parar.

Por eso quise que me cambiaran de cama. Porque yo estaba allá, al lado del ventanal, y de noche veía las estrellas entre las rejas y entonces me acordaba del sueño y me daba miedo volver a soñarlo. Porque a la noche da miedo acá. El pasillo, las camas a oscuras. Y uno escucha que hay un montón que están despiertos. Se ven las lucecitas de los cigarrillos cuando les dan la pitada. Y cada tanto, bajito, se escucha algún llanto. Y como no hay luz a uno le parece que la habitación no termina, que no hay veinte o veinticinco en las camas, que hay millones, que todo el mundo está internado acá. Y después se ve el resplandor que viene de la cocina y recorta el marco de la puerta, y la sombra grande del enfermero de la noche, que camina y se detiene a mirar. Y es como un ser agazapado. No es que sea malo. Es el más bueno. Pero de noche, ver su sombra en la puerta. Parece como si esperara algo. A veces viene a tranquilizarme, de madrugada, como si también hubiera visto la cabeza de mamá. Pero igual me cuesta dormir. Peor ahora, que estoy al lado de ese viejo. Arana, se llama, creo. El que está paralítico. La mujer dice que no, que no quiere caminar. El viejo grita que se quiere dormir. Para siempre. Que lo dejen de joder, grita. Yo lo vi desnudo. Tiene una manguera que le sale del agujero del pito y va hasta el papagayo. Es bueno, lástima que grita de noche. Y se raya cuando viene la esposa. O esa hija tan parecida a mi maestra de segundo grado. Yo siempre que viene me le acerco. Tiene un par de piernas increíbles la hija. El Granadero se lo dijo, una vez. El Granadero era loco pero no boludo. Había tenido muchas minas antes. Parece que lo pateó un caballo jugando al polo, o al pato. Y hablaba apagado. Decía: “La familia no me viene a visitar”. Gladys me decía que tuviera cuidado; que era violento. Pero el Granadero siempre fue bueno conmigo. Era el único que me daba los cigarrillos enteros. Yo siempre le tuve miedo, porque era tan alto y por lo que me dijo Gladys. Y siempre nombraba un caballo. “Jacinto”, decía, y Carson aseguraba que era una potranca a pesar del nombre. Que tuvieron que matarla.

Por qué se habrá degollado el Granadero. Ahí, en la cocina, sin que nadie se diera cuenta. Nos mandaron a todos abajo, me acuerdo. Carson gritó con la voz finita, como una mujer "¡Nononononoayayayayaylaputaqueloparioooó!” y el Granadero ya estaba en sangre por toda la cocina. Y no hubo caso. El viejo dijo: “Dichoso de él, los cagó a todos, la puta madre”. Mamá decía que era una lástima. Que era un muchacho hermoso. Tan alto, tan educado. Mamá siempre se lamenta de todos, acá.

El tío en cambio, no se lamenta. Viene los días de semana, cuando no viene ni mamá, ni Laura, ni Cristina. Viene siempre solo, con el Billiken, y me espera en la galería, mirando a los que pasean entre el jardín y el paredón. Lástima que se va a morir el tío. No sé cómo lo sé, pero acá se aprenden esas cosas. Uno pasa tanto tiempo pensando que es como si viviera acelerado. Entonces sabe y ve. Y yo lo vi una noche que no podía dormir. Lo vi en el piso, cerca del kiosco de don Segismundo. La bicicleta volando contra una puerta y el tío sonriendo en la calle. No le salía sangre para nada. Pero sonreía y estaba muerto. Y el hombre del Taunus rojo se agarraba la cabeza con desesperación y lloraba y el tío estaba muerto. Se va a morir así, el tío, y no va a venir más. Él es el único que no me miente, que me dice siempre la verdad. Aunque algo le debo haber hecho a él también. Pienso. Pero él no dice nada, y si no dice nada es como si no se lo hubiera hecho. Él me contesta todo, menos cuándo voy a salir. Pero es porque no lo sabe. Si fuera por él me sacaría. Estoy seguro. Mamá y las chicas nunca me dicen cómo es allá. No me creen que me olvidé. Me acuerdo de casa, nomás. Del barrio no. El tío me cuenta sobre todo eso. Y yo siento que todo pasó hace mil años y que no sé cómo hacer para que mamá y las chicas me crean. No sé. Ellas vienen, sí, pero siempre te quieren consolar.

“Tenés que tener paciencia”, dice mamá. “Tené un poquito de paciencia”, dice Cristina. “Paciencia, Mario”, dice Laura.

Los sábados a la noche yo me siento en la cama. Pido algún cigarrillo, hago que leo el Billiken del tío y fumo, y me digo, trato de convencerme. Hace tanto calor que me desvelo y tengo miedo de dormir. Y pienso, pienso en todo. Trato de hacer memoria. Y cuando me esfuerzo, escucho voces raras, como algo muy viejo y de a pedazos, que no termino de entender. Me pregunto cómo era la voz de mi papá, cuando me hablaba, y en la almohada es como si estuvieran los labios, con la marca. Y me da la sensación de que nunca estuve allá afuera. Que siempre viví acá metido y que aquello lo soñé.

Por eso yo sé que un domingo, algún domingo, mamá y las chicas ya no van a venir. O no las van a dejar entrar.

Pero aunque vengan, para qué van a venir.






LA LUNA Y EL POZO



La abuela seguía llamándola. Silvana gritó que sí, que ya iba, pero permaneció un segundo cerca de los cajones, con los ojos clavados en el sauce. O, tal vez, a escasos metros del sauce, donde la tapa del pozo pegaba un súbito destello con la última luz de la tarde. Era un sitio casi igual al de una telenovela. La luz demorada en las ramas, el terreno pobre. No pudo recordar a cuál se parecía, pero en un lugar así, la protagonista de la telenovela había hecho algo importante, había enterrado algo, y, con ese acto, con eso que no podía recordar, la protagonista se había despedido de lo que más quería en el mundo. Silvana lamentó no haberla visto hasta el final y entró en la casilla.

La vieja estaba retorcida en el catre. Se había apoyado la tenaza en la espalda y jadeaba.

-¿Qué hago? -dijo Silvana- ¿La aprieto?.

La vieja negó con la cabeza. Respiró hondo y soltó el aire lenta, trabajosamente, mientras con la mano libre espantaba un moscardón.

- No -dijo- Hoy no pasa, gran puta. Traeme agua y una toalla.

Silvana le llevó la toalla y una botella. Observó cómo la boca de la vieja, sin dientes, se deformaba alrededor del pico. Después mojó ella misma la toalla, la hizo una bola y se la colocó en la espalda, al costado de la mano que hacía presión con la tenaza.

Muy bajo, y de a ratos, la vieja gemía.

Silvana sacó un pedazo de carne de la olla. Le echó aceite y comió ahí mismo, en la mesita de la pieza.

La vieja, al fin, se durmió.

Silvana volvió a pensar en el escuerzo. Y en el temblor, ese temblor chiquito y constante de las manos, que le quedó desde ese día. Casi un mes había pasado. Y había pasado el dolor y todo lo otro, esa sensación de desgarro, el entumecimiento de la cintura y las piernas. Pero no había pasado el temblor. Tampoco el miedo. Porque casi un mes atrás Silvana se había doblado entre retorcijones, unos retorcijones bajos, agudos como mordiscos. Y después esas gotas de sangre. La vieja, al minuto de haberse enterado, le puso las manos en las rodillas, le abrió un poco las piernas y chistó.
-¿Cuántos años tenés? Silvana dijo once.

La vieja volvió a la pieza. Y desde ahí, después de una risita, dijo:

-Eso les pasa a las atorrantas, m'hija. Se te ha metido un escuerzo, por andar mostrándola. Y el escuerzo te está mordiendo.

Silvana no pudo gritar. Sólo sintió un odio terrible por Gustavo, el hijo de la señora Lidia, que tres días antes, en el potrero, cuando los dos estaban agachados, la había tocado. Ahí, ahí mismo la había tocado. Y ella ahora tenía eso adentro. Era imposible. Si no lo había besado ni nada. Nada más que Gustavo no creía que a las mujeres les salen pelitos ahí, y ella le terminó mostrándo para taparle la boca. Porque Gustavo decía que su hermana no tenía nada, que él la había visto a Fernanda en el baño y no tenía nada. Y después la había tocado. Con un solo dedo, despacio y un poquito. Y ahora esa cosa babosa estaba ahí adentro, lastimándola.

-Abuela -dijo- Me duele mucho, abuela.

La vieja sólo agregó, mientras trataba de ver algo en el televisor:

-Así es, nomás. Mejor eso, que ser como tu madre. Silvana se acercó un poco.

-¿Me voy a morir?

-Quién sabe.

-Pero, ¿qué es abuela?.

-Un escuerzo, ¿ha visto? De andar en cuero por los fondos. Y después:

-Así castiga Dios.

Silvana había llorado. La abuela siempre la perseguía con eso. ¿Cómo se habría enterado que a ella...?

A la mañana siguiente fue hasta la casa de la señora Lidia. Gustavo y Fernanda todavía no habían llegado del colegio. Pero igual no se atrevió a preguntarle. La señora Lidia se había quedado sin muchacha, y estaba preocupada y llena de trabajo. El marido había llegado antes de la fábrica y la estaba peleando. Le decía que era mejor así, que con este país él se estaba matando para pagarle al Estado, y que a la señora Lidia le venía bien un poco de ejercicio con el plumero y la escoba. Que así se dejaba de gimnasia jazz, de expresión corporal y métodos africanos para reducir el trasero. Eso también era sano, decía, y por lo menos nadie la tomaba de estúpida para sacarle la plata.

Recién a la hora la señora Lidia le preguntó si la abuela había vuelto a atormentarla. Ella no le contestó. Y entonces la señora dijo que la abuela de Silvana era una mujer mala. Una perversa. Y dijo que en cuanto pudiera, Silvana se iba a vivir con ella, y que iba a ir al colegio de una vez por todas. A Silvana no le gustó lo de volver al colegio. Pero Fernanda tenía dos cuadernos, uno forrado de verde y otro de azul, y siempre salía con las tablas del guardapolvo bien planchadas y con trenzas o vinchas de colores, y la señora Lidia le había puesto un par de aritos plateados. La señora dudó, después, de que la vieja fuera realmente su abuela. Y también había dicho, la primera vez que la abuela tuvo el ataque, que debían ser cólicos o algo peor, que fuera al hospital, que alguna vez le iba a dar demasiado fuerte. Y esa vez, parecía ser ésta.

Silvana la miró dormir. Hecha un ovillo, con la cabeza de la tenaza haciendo presión en su espalda. Y si no era su abuela, ¿quién era? Silvana no recordaba casi nada de su madre. Recordaba que una vez, ella era muy chica, la vieja había venido a la casilla con un bolso y la tenaza y se había quedado. Y le había dicho que su madre, a partir de ese día, no iba a volver más. Que se había ido atrás de un degenerado, y suerte que estaba ella.

Al principio había sido buena. Hasta le había hecho vestidos, con cortes que le regalaba su patrona. Pero después se había enfermado, y nunca más fue a trabajar. Y desde entonces había pasado mucho, muchísimo tiempo, la abuela sentada frente al televisor, con la tenaza en la mano y su pedazo de alambre, que torcía y retorcía y después cortaba en pedacitos.

Por lo menos, al principio, la dejaba mirar las telenovelas. Pero desde un tiempo atrás decía que la dejara de boludeces, y había empezado con lo de los hombres.

Silvana pensó que quizá la abuela también tenía eso adentro. Y pensó que esta vez había sido muy fuerte. Que podía morirse. Si la abuela se moría, lo primero que iba a hacer, era tirar esa tenaza. Después iba a dormir en el catre, y no iba a llorar. En la casa de la señora Lidia iba a decir: “Mi abuela se murió” y para asombro de Fernanda y también de Gustavo, se iba a mostrar seria y sobre todo  valiente.  La  señora Lidia iba  a abrazarla,  y  entonces  Fernanda le  diría  que fueran  a  su habitación y aunque era más chica que Silvana -por eso no tenía pelitos ahí- las dos dormirían juntas. Gustavo la buscaría como siempre, tratando de que fueran a algún potrero o galpón de herramientas del padre, pero ella ahora iba a quererlo como un hermano. Lo miraría jugar, o hacer los deberes: el perfil delgado, los grandes ojos asustadizos de Gustavo, y le diría que a lo mejor cuando fueran grandes. “Ahora, más que amigos, así”, le diría, “pero novios no”. Y la señora Lidia y Fernanda la llevarían a comprar ropa nueva, y zapatos, y le cortarían el pelo como se usa ahora, y le comprarían un perfume. Y todos los amigos de Gustavo y las amigas de Fernanda la invitarían a los cumpleaños, y para su propio cumpleaños, para el día en que cumpliera los doce, la señora Lidia seguramente le prepararía una sorpresa. Iría de mañana muy temprano para despertarla. Le daría un beso en la frente y entonces Silvana vería un paquete enorme, una gran caja con un moño colorado. Y a Silvana se le llenarían los ojos de lágrimas, y le temblarían las manos al deshacer las cintas.

La vieja, ahora, se revolvió violentamente. La mano que empujaba la tenaza había hecho más presión. Sin embargo, seguía con los ojos cerrados, aunque respiraba mal, y Silvana podía ver los labios, blandos, entrando y saliendo de la boca.

Pensó que lo mejor era llevarla al hospital. Pensó avisarle a la señora Lidia para que llamara por teléfono y viniera la ambulancia.

En casa de la señora Lidia no había nadie. Silvana miró con desconsuelo las persianas bajas. En el piso alto, la ventana de la que sería su habitación. Desde esa ventana ella vería entrar la luz, el día de su cumpleaños, y la luz sería algo esplendoroso. Ya había pensado lo que haría. Abrazaría a la señora Lidia y terminaría de abrir la caja. Entonces se le cortaría la respiración. Adentro había un vestido. Un vestido blanco, de seda y gasa, con voladitos bordados en los hombros, en el escote y en la pollera. Y también había unas sandalias blancas, con una delicada rosa entre las tiras. Y el vestido era más hermoso que el que había tenido Fernanda para su primera comunión.

A la tarde pondrían luces en el parque de atrás, y muchas mesas con cotillón y tortas. Y el marido de la señora Lidia le daría un tocadiscos a Gustavo para que pusiera música, y recién cuando llegaran los chicos y las chicas saldría ella, y los varones tratarían de sacarla a bailar todos al mismo tiempo, y habría un fotógrafo, y muchos tíos y tías de Fernanda y Gustavo.

Ahora, frente a la casa, la sobresaltó un vecino. Silvana le dejó dicho que avisara a la señora Lidia que su abuela estaba mal, y volvió. La encontró despierta. Se había incorporado un poco en el catre y había encendido el televisor.

-¿Tiene hambre?

-¿Dónde te habías metido?

Silvana se llevó el plato que había dejado en la mesita. Encendió la hornalla y volvió.

-¿Tiene hambre?

-Perra -dijo la abuela- Seguro que anduviste con alguno.

-Mejor que no coma -dijo Silvana- Le hago un mate cocido.

Fue hasta la cocina y puso el jarro en el fuego. Desde la pieza, la vieja hablaba de que era ardiente, sangre ardiente como tu madre, decía, y decía que cualquier día de estos iba a venir llena, bien llena, y que de dónde uban a sacar para más malnacidos en ese chiquero. Y que la comida era de ella, por más que la fuera a buscar Silvana, y que en vez de andar por ahí, enyuyándose y metiendo la mano en cuanta bragueta había, mejor buscara entrar a la fábrica en el lavadero y que trajera la quincena, y que era una desgracia que ella estuviera enferma porque si no le iba a dar a esa culo sucio andar atorranteando con los hombres.

-Tome -dijo Silvana- Azúcar no hay.

-Esperá. No te vayas -dijo la abuela- Un alambre. Quiero un alambrito.

-Por qué no se deja de alambres. Por qué no se va al hospital. Por qué no se...

Sintió una puntada leve, como la otra vez. Apenas debajo del ombligo. Y de nuevo la cintura, y las piernas. Las manos le temblaron más fuerte. Pensó con miedo que volvía el dolor de un mes atrás y pensó en el escuerzo.

-Abuela, dijo.

-Va a pasar como siempre -dijo la abuela. Si te ven vieja y enferma, te dejan morir. Te tiran en un rincón y esperan. Vienen a la mañana y a la noche, a ver si ya reventaste, y si pasan cinco días y vos seguís coleando, te mandan a tu casa de una patada en el culo.

Silvana se había acurrucado, con las manos juntas, apenas debajo del ombligo.

-... y como una es vieja y pobre, y no da propina a esas yeguas de enfermeras, enciman te maltratan.

-¿Y usté? ¿Usté no maltrata? -dijo Silvana.

-Yo quiero morirme acá. Sos mi nieta vos, ¿lo sabías? Mi nieta -miró un solo segundo a Silvana-

¿Qué te pasa, che?

-Deme eso -dijo Silvana, buscando la tenaza entre las sábanas.

Salió a los fondos, a la pila de cajones que había detrás de la casilla, en busca de un pedazo de alambre.

Se había hecho tarde. La luna, una luna clara como un agujero en un trapo negro, la llevó directamente hasta el sauce. Ahí había alambre, en la tapa del pozo. Silvana esperó a que pasara el dolor. Y entonces recordó el cuerpo menudo, inundado de sombras de la protagonista. Llevaba en las manos algo importante. Algo tan importante como su misma vida, y estaba triste aunque no soltara una sola lágrima. Y por más que trató, no pudo recordar la cara, ni la ropa que llevaba en esa escena. Al final, forcejeó con la tenaza y cortó un pedazo mediano de alambre. Con el tirón, la tapa de chapa se corrió y el vaho a podrido le cortó la respiración. Abajo, sobre la superficie cenagosa, flotaba un resplandor demacrado, lúgubre: el cadáver de esa misma luna que brillaba encima de su cabeza; se arrastraba en la inmundicia pesadamente, como un sapo. Como un escuerzo, pensó. Y pensó que en la casa de la señora Lidia nadie se enteraría de lo que tenía en el cuerpo. Ella guardaría el secreto y disimularía el dolor. El úni que comprendería, el que estaría siempre mirándo con los ojos espantados, era Gustavo. Él, el culpable de su terrible enfermedad, con pánico de de que ella, de que Silvana, alguna vez confesara. Pero Silvana guardaba el secreto; ella no iba a pagar con amargura el amor que le habían dado en esa casa. Guardaba el secreto aunque ahí mismo, entre las luces de colores del parque, entre todos los chicos y los grandes y el fotógrafo y la música, ella tuviera que llevarse las manos al vientre, donde esa cosa la estaba desgarrando.

Todo el camino pensó en su sufrimiento; cuando volvió a la casilla, la señora Lidia estaba en la puerta. Miraba todo de una manera rara. El rincón donde habían quedado las bolsas de basura, el vidrio roto de la ventana y el barro que había en la entrada. “Como asustada”, pensó Silvana.

-Está loca, nena -dijo la señora-. Esa mujer está loca.

Silvana abrió sin contestarle. Dejó la tenaza y el alambre en el catre y se sentó junto a la mesita. La señora Lidia la siguió.

.¿Todavía está acá? -dijo la vieja-. Váyase.

-Señora necesita un médico.

La vieja había empezado a retorcer el alambre.

-Necesito una mierda -dijo-. Necesito una mierda y menos de usté, nariz parada. La mirada de la señora Lidia abarcó la casilla.

-¿A usted le parece justo lo que sufre esta chica? La vieja pareció masticar las palabras.

-Usté me la quiere quitar. Eso es lo que pasa. La quiere de sirvienta, ¿no? Para que haga de todo, y para su marido. Para el cornudo ese.

-Abuela, cállese -dijo Silvana.

-Vos cuidá que la señora no se ensucie -hacía ademanes con la tenaza, y reverencias- Si no, ¿qué van a decir en el palacio?
-Señora, usted no puede comparar. Si fuera al hospital... La vieja cerró los ojos y la interrumpió.

-Ya fui tantas veces a ese hospital que, un carajo, me van a terminar matando de puro aburridos. Y esas yeguas, esas basuras. Usté tiene un hijo, ¿no? La señora Lidia asintió.

Ah, si está clarito, está. No vaya a ser que arruine a alguna buena chica- La señora caminó hasta la cocina. Silvana la siguió.

-A vos te pasa algo, nena. Vos estás enferma.

Silvana pensó en Gustavo, en el propio hijo de la señora Lidia. Lo que estaba pasando era su culpa, y odió de golpe su cara asutadiza. Entonces supo que Gustavo la odiaría; que Gustavo, lleno de pánico  y  de  rencor,  le  iría  con  cuentos  a  la  señora  Lidia,  y  peor,  que  la  noche  misma  del cumpleaños, sacaría una joya del alhajero de la señora Lidia y la escondería en el colchón de ella. Y entonces, maliciosamente, le diría a la señora Lidia que se pusiera la joya, el Topacio, el Topacio con piedras preciosas. Y la señora Lidia iría a buscarlo a su alhajero y se espantaría de ver el robo. Y entonces Gustavo la llevaría de la mano hasta la habitación de las chicas. Y levantaría el colchón de la cama de Silvana. “Yo la vi anoche”, le diría, “mientras ustedes se habían ido a la fiesta. Ella, la intrusa, te la robó”.

-¡Un carajo! -gritaba la vieja- ¡Una mierda!

-No ves que está loca, Silvana -la señora Lidia movía la cabeza, mirando hacia la habitación- ¿Qué va a ser de tu vida?

-¡Vayase! -gritaba la vieja.

-En mi casa tendrías un hogar -dijo la señora-, irías al colegio. Por lo menos hasta terminar la primaria. Fernandita te podría ayudar.

-¡Y va a tener un delantal gris! -gritó la vieja- ¡Y va a lavar y a planchar sus corpiños de tetona! La señora Lidia estalló.

-¡Por lo menos, si fuera así, sería bastante mejor que esta inmundicia!

La vieja gritó “¡Fuera!” desde la puerta de la pieza y Silvana vio la rápida parábola de la tenaza, girando abierta hacia la cabeza de la señora Lidia. Le dio en la nuca. La señora Lidia cayó de golpe en el piso, en cuatro patas, gritando:

-¡Ay, ay, ay, Dios mío, Dios mío, ay! -tocándose la cabeza y mirando la escasa sangre que le había quedado en la mano. Se le había levantado la pollera en la caída y Silvana pudo ver el elástico de la bombacha, en la pierna. Estaba descocido.

Silvana se puso a llorar. Sintió que algo se le desplomaba en la barriga y empezaba a correrle por las piernas.

-¡Puta! -dijo la señora Lidia- ¡Yegua puta!

Silvana la miró. Lloraba de una manera extraña, ahogándose, largando chillidos estridentes. Silvana la ayudó a recorrer los veinte metros de pasillo.

Antes de irse, la señora Lidia le dijo que iba a mandar al marido para que la buscara, que sólo tendría que irse con él.

Cuando se quedó sola pensó un momento en lo que había pasado. Había dicho yegua y puta, e inmundicia. Silvana supo que el día de su cumpleaños la señora Lidia vendría caminando hacia ella, lenta, muy lentamente, mientras Gustavo, escondido entre los invitados, miraba la terrible escena con ojos de víbora. La señora vendría con la mano alzada, y en la mano brillaría el Topacio. “¿Qué es esto Silvana?”, le diría, “¿Por qué me lo robaste?” “Yo no se lo robé, señora. Yo nunca haría algo semejante” “Estaba debajo de tu colchón, Silvana; Gustavito te vio anoche, cuando lo sacabas del alhajero.” La casa, de golpe, se había paralizado. Ya no había música, ni voces. Todo el mundo había hecho ronda, alrededor de ellas dos. “Yo no lo squé”, dice Silvana; “Gustavo miente” La señora Lidia, con cara de indignación, llama a Gustavo. “¿Ves?, dice después, mi hijo nunca miente” “Él ha mentido”, dice Silvana y de pronto ve la mano de la señora Lidia, la misma mano que sostiene el Topacio con piedras preciosas, acercándose a su cara. La señora Lidia le ha pegado. Silvana se quedó junto al sauce. Lejos, desde la casilla, salían unos gritos. Eran secos, agudos. La abuela otra vez, otra vez el ataque. Silvana entrelazó los dedos y se apretó la barriga. Después, volvió a mirar el fondo del pozo: la basura se plateaba con los resplandores de luna que filtraba el sauce. Hizo un esfuerzo más, pero no pudo recordar quien era la protagonista de la telenovela. Sólo volvió a sentir, con renovada violencia, que en un sitio así el mundo se le había deplomado brutalmente y para siempre. Al rato, levantó la cabeza. Del otro lado, en la calle, un par de luces iluminó por un momento la vereda. Después Silvana adivinó el auto del marido de la señora Lidia, y la silueta del hombre al costado, mirando desde la puerta del pasillo.

Silvana pensó que quizás entraría a buscarla. En la fiesta también se le acercaría. Después agarraría a Gustavo por los brazos y lo sacudiría hasta que, llorando, Gustavo dijera la verdad. Ella le diría gracias, pero habría algo roto, destruído, que la haría salir muy lentamente de la cas, toda vestida de blanco, sin atender a los llamados de los que la seguían, de Fernanda y del marido de la señora Lidia, de todos los chicos y las chicas que miraban sin entender. Era algo incomprensible, tal vez, pero ella se alejaba de las calles iluminadas y de los chalets, de la vida maravillosa que por milagro se le había ofrecido, y empezaba a dar vueltas por calles de tierra, entre zanjas, cascotes y caballos sueltos, hasta llegar a un pasillo oscuro, muy estrecho y retorcido, por el que entraría.

Afuera, el marido de la señora Lidia, miraba el reloj. Y su abuela había aparecido, medio arrastrándose, en la puerta de la casilla. La llamaba a los gritos, con una voz quebrada.

Silvana volvió a mirar el pozo, el replandor opaco de la luna, allá abajo, y completó la historia de su cumpleaños.

Miró hacia adelante, hacia la calle. El marido de la señora Lidia hacía gestos de impaciencia. Silvana lo vio meterse en el auto y levantar la ventanilla.

Entonces se puso de pie. A su derecha estaba la abuela. Cuando llegó, los ojos de la vieja brillaron un segundo.


MARCELO CARUSO. Notable narrador argentino nacido en Buenos Aires en 1958, donde cursó estudios de Letras e Historia del Arte y fue discípulo de Abelardo Castillo. En 1988 ganó el Primer Premio Latinoamericano de Cuento Edmundo Valadés de Puebla, México. Posteriormente, recibió el premio ex aequo en la I Bienal de Arte Joven de la Municipalidad de la Ciudad de Buenos Aires. Sus cuentos fueron reunidos en el volumen Un pez en la inmensa noche y difundidos en prestigiosas publicaciones tales como la Antología del cuento latinoamericano (México) y la revista Cuadernos Hispanoamericanos (España). Autor de la memorable Brüll (Planeta, 1996), novela finalista del Premio Planeta 1995, consagrada con el Primer Premio Fortabat y el Primer Premio de la Municipalidad de la Ciudad de Buenos Aires, que tuvo una fuerte repercusión entre la crítica y los lectores. Marcelo Caruso se retiró del ambiente literario para dedicarse a la escritura. En la actualidad colabora con distintos medios literarios, entre otros, Analecta Literaria.