Descubrí la existencia del poeta español Juan Larrea en 1958 a través de su obra Rendición de Espíritu. Leí esos dos volúmenes —que me esperaban intonsos, en el Instituto de Literaturas Modernas de la Universidad de Cuyo— con deslumbramiento y pasión, descubriendo a un poeta vidente de excepcionales condiciones, y a un hermeneuta que aplicaba a la Historia misma su capacidad revelatoria. Debo decir que ambos mensajes —el sentido de la poesía y el destino de América— entrelazados por una mirada profética, me marcaron para siempre, tiñendo todo mi quehacer, ya iniciado entonces como poeta, americanista y estudiosa de las letras. Pido perdón por esta referencia personal pero es imposible obviarla. Desde entonces visité a Larrea en su casa del Barrio Jardín Espinosa en Córdoba, y mantuve con él una rica correspondencia, que sólo en parte he dado a conocer.
Datos biográficos
Será preciso recordar algunos datos de la biografía del poeta. Juan Larrea nació en Bilbao el 13 de marzo de 1895, en un hogar de perfil católico y conservador. Su madre era navarra, y según Larrea los navarros eran los más católicos de España. El padre era librepensador, y un típico conservador, rentista, cuya herencia venía de un abuelo que había hecho fortuna en América. Dos hermanas de Juan se hicieron monjas, y otro hermano jesuita; la madre quiso inclinar a su hijo Juan al sacerdocio, y él estaba “du côté de sa mère” según lo dice en carta a Robert Gurney. Hay un episodio de su infancia sobre el cual el propio Larrea llama la atención en esas cartas. Entre los 4 y los 7 años fue enviado por sus padres a Madrid a casa de su tía Micaela, hermana de su padre. Este hecho tuvo gran importancia en la formación afectiva del niño, que guardó un vínculo muy fuerte con Micaela Larrea; ella vino a encarnar a la Amada, sublimando la idea de la Poesía y convirtiéndose en símbolo de su vida espiritual.
Finalizados los estudios de bachillerato, Larrea cursó la carrera de Letras en la Universidad de Deusto —donde conoció a su amigo Gerardo Diego— y luego perfeccionó sus estudios en Salamanca. En Madrid hizo la especialidad de bibliotecario y archivero, que le permitió ingresar en 1921 en el Archivo Nacional, donde fue jefe de la sección de Órdenes Militares. Debajo de estas funciones tan alejadas de la poesía latía sin embargo la inquietud del creador, que lo llevó a pedir la “excedencia” en el cargo para establecerse en Paris. El encuentro con César Vallejo fue decisivo en la publicación de una pequeña revista titulada Favorables Paris Poema (1921).
En 1926, ya casado con mujer francesa, viajó al Perú iniciando una relación con América que tendría más tarde consecuencias de peso en su vida y obra. Este viaje, de corta duración, lo puso en contacto con la cultura del Cuzco, donde reunió una valiosa colección de antigüedades incaicas que luego fueron exhibidas en Francia y en España, donde ahora se encuentran.
En 1936 se instala en París, como otros intelectuales, durante la Guerra Civil. Su exilio continúa a la caída de la República, en 1939: viajó a México, donde fundó, con José Bergamín y Josep Carner, la “Junta de Cultura Española” y dirigió la revista España Peregrina. Desaparecida esta publicación, promovió con otros escritores la creación de la célebre revista Cuadernos Americanos y permaneció allí hasta 1949. Estos diez años de su estadía mexicana fueron especialmente fecundos en la trayectoria de Larrea, y le dieron oportunidad de alternar con valiosos escritores e influir en ellos, como consignaré después. A esta etapa pertenecen importantes trabajos como Rendición de Espíritu (1943) y El surrealismo entre Viejo y Nuevo Mundo (1944). En Nueva York publica en inglés su estudio sobre el Guernica de Picasso (1947).
En 1949 se trasladó por varios años a los Estados Unidos con el apoyo de la Beca Guggenheim, y luego, de la Fundación Böllingen, para continuar sus investigaciones. Publica en Lima, en 1952, su trabajo La Religión del lenguaje español. En 1956 – año de nuevas publicaciones: La espada de la Paloma y Razón de ser, ambas en México – vino a la Argentina, invitado por Víctor Massuh a la Universidad Nacional de Córdoba, donde fundaría el “Instituto del Nuevo Mundo” y su principal organismo, el “Aula Vallejo”, con la revista de igual nombre. Entre las publicaciones de ese tiempo destaco César Vallejo o Hispanoamérica en la cruz de su Razón (1958), Corona Incaica (1960), Pintura actual , en colaboración con Herbert Read (1964), Teleología de la Cultura (1965) , y Del Surrealismo a Machupichu (1967). Estos dos últimos títulos no fueron publicados en Córdoba sino en México.
Luego del accidente aéreo sufrido por su hija y el esposo, en 1961, debió hacerse cargo de su nieto Vicente al que crió, y el cual ha muerto a comienzos del 2012. Después de 1964, año de la visita de Herbert Read y de cierto apogeo del Instituto, empezó el ataque desconsiderado de colegas que no entendían ni aprobaban la actividad universitaria de Larrea. Impugnaban su permanencia en la Universidad de Córdoba. Fue en respuesta a esas descalificaciones que Larrea escribió Teleología de la cultura, un breve opúsculo que puso en mis manos en el año 65: tal escrito comienza con el tono de una defensa personal, y va desplegando una visión completa de su labor.
Juan Larrea falleció en Córdoba el 9 de julio de 1980. En 1982 se editó en España, por la Editora Nacional, una compilación de ensayos que habían sido publicados antes en forma de opúsculos o libros, con título brindado por el autor, que es un verso de Rubén Darío: Torres de Dios, poetas. Su obra – integrada por buena cantidad de artículos y ensayos en revistas – sigue sin ser reeditada y, mucho menos, estudiada y comprendida en nuestras universidades.
La obra poética
Larrea es ante todo un poeta, y la Poesía es el eje de su formación, visión histórica y teoría de la cultura, aunque el ejercicio del poema abarque sólo una parte de su vida, entre 1919 y1932. La obra poética publicada, permaneció muchos años desperdigada en distintas revistas y antologías, hasta que fue reunida y traducida al italiano para su publicación por el profesor Bodini (Versione celeste, Einaudi, Turín, 1969), en edición que a su turno fue traducida y editada por Luis Felipe Vivanco, en libro que editó Carlos Barral con el título Versión celeste (Barcelona , 1970); llevaba esta edición un prólogo de su gran amigo Gerardo Diego y una introducción del curador, Luis Felipe Vivanco. Un prólogo breve del autor, fechado en Córdoba en 1966, ilumina la génesis de los poemas, escritos en su mayoría en francés. Vivanco, uno de los traductores junto con Gerardo Diego y Carlos Barral, anota que sobre 113 poemas, 90 han sido escritos en francés; por eso habla de “un poeta español de lengua francesa”.
Robert Gurney ha estudiado esa producción poética en su espléndido libro La poesía de Juan Larrea, cuya traducción del inglés al español se publicó en el País Vasco en 2001. Era la tesis doctoral de este poeta e investigador británico, y recoge investigaciones iniciadas en 1968, e incrementadas con las entrevistas que el autor realizó en 1972 y 1973 al poeta bilbaíno, y cartas posteriores. Esta obra es a mi juicio la más importante sobre la poesía de Larrea, juntamente con el libro de David Bary: Larrea, poesía y transfiguración, y con trabajos de Cristóbal Serra publicados en compilaciones críticas. Unos pocos trabajos más, algunos de ellos de autores argentinos que lo respetaron como Daniel Felipe Obarrio, Lila Perrén de Velasco, Osvaldo Pol o quien esto escribe, completan la bibliografía sobre el autor, al menos la que me parece más próxima a su pensamiento.
Gurney, al estudiar la poesía de Larrea con valiosas calas de análisis e interpretación de sus textos, va revelando también las relaciones sucesivas del poeta con el ultraísmo – al que rinde culto con sus poemas españoles del año 19 presentados por Gerardo Diego en las revistas Grecia (Sevilla) y Cervantes, (Madrid) – , luego con el creacionismo, que incorpora deslumbrado al conocer a Vicente Huidobro, y con el surrealismo, dentro del cual mantendrá una relación conflictiva. Por mi parte agrego dos puntos, no suficientemente tratados: 1) La relación de Larrea con el “esprit nouveau” planteado por el poeta Guillaume Apollinaire en las primeras décadas del siglo XX. Apollinaire utilizaba ya la expresión sur-réalisme, que debe ser traducida como Super-realismo, más próxima del surnaturalisme de Gerard de Nerval que del surréalisme de André Breton. 2) la existencia de un Surrealismo español, que ha sido poco estudiado, y que registra un particular y sorprendente retorno a la fuente religiosa, con toques mágico-realistas, como puede verse en Dalí, Buñuel, Larrea, León Felipe.
Un tema importante, tratado por David Bary, es el de la Luz psíquica, a la que llama Larrea “Luz de conciencia”; sería la luz del Evangelio de San Juan y de los místicos, también la luz de la pintura que hizo decir a Leonardo: La pintura es cosa mental. Anota Robert Gurney al respecto, que Apollinaire consideraba a la luz y el fuego como pertenecientes al hombre, en tanto que Larrea definía a la luz como don divino.
David Bary conoció a Larrea, se interesó por su poesía, y destacó su relación con las artes plásticas. El poeta español recibió en Córdoba la visita de un genial estudioso de las artes, el inglés Herbert Read, con quien firmaron en conjunto un libro importante para la consideración de la pintura y la literatura, denominado Pintura actual (1965). Larrea considera que la pintura y la poesía forman un solo lenguaje; se trata de lo translingüístico del idioma.
El poeta bilbaíno no estimaba mucho sus primeros poemas, que Gerardo Diego alcanzó a las revistas del ultraísmo: Grecia (Sevilla) y Cervantes (Madrid). El porqué de esta subestimación se halla en su idea de que la poesía sólo es grande cuando el poeta ha alcanzado su autoconciencia plena y se ha reconocido dentro de un Logos que supera el logos individual. Es cuando logra la “conciencia cósmica” cuando el poeta se convierte en profeta, el que deja- hablar- a- otro- por- su- boca (profemí) y por esta operación trascendente se identifica con el destino de su pueblo y de su especie. No sé si Larrea leyó a Heidegger, pero por mi parte alcanzo a reconocer en su pensamiento poético aquella “patentización del Ser” que Heidegger encuentra en la poesía de Hölderlin. La palabra poética, en esos momentos, pasaría de ser la mera efusión de sentimientos personales a convertirse en casa del Ser, el lugar donde el Ser se revela.
Los poetas y la Iglesia mística
Decíamos que Juan Larrea tuvo una formación e incluso una opción católica, pese a su rebeldía ante las jerarquías de la Iglesia. Le he escuchado más de una vez hablar de ROMA como el anagrama de AMOR, y de él aprendí el tema de Juan y Pedro, que ha sido tratado por muchos autores y pertenece a la tradición de la Iglesia y de las artes. Juan y Pedro representan en el mundo cristiano dos perfiles, dos funciones distintas. El apóstol Simón-Pedro, pescador de oficio, es elegido por Jesús quien le dice: “Tú eres Pedro, piedra, y serás la piedra sobre la cual edificaré mi Iglesia”. Por eso Pedro, que ocupa la cátedra vicarial de Cristo, preside la organización institucional del Catolicismo, que significa universalismo, y acompaña el destino histórico de Roma, y de las naciones modernas (aunque éstas no hayan aceptado incluir al cristianismo en la Constitución de la Unión Europea). El Cristianismo también se extiende a América, en sus dos vertientes, católica y reformada.
El apóstol Juan, que vivió sus últimos años en la isla de Patmos, es un personaje menos visible, y su función aparece como postergada hacia los últimos tiempos. A él confía Jesús a su madre, y está destinado a presidir una iglesia invisible, la iglesia mística. Desde luego, Juan Larrea apostaba a la iglesia de Juan, presidida por la Virgen María en representación del Verbo, tercera persona de la Trinidad, y preanunciaba el florecimiento de esa iglesia mística, vivificada por los poetas, en América.
Sobre esta dualidad, espinosa por cierto en su aplicación a la Iglesia, tuve y tengo una posición más moderada que Larrea, y así se lo decía respetuosamente al maestro, que en todo era excesivo. Por un lado, la Iglesia es la Iglesia de Jesús, y abarca tanto a Pedro como a Juan. No sólo han de sucederse sino que siempre existieron juntos: la Iglesia sostuvo a la Inquisición, que persiguió a los humanistas en su mayoría católicos pero también judíos y criptojudíos, en América. Pero la Iglesia incluye a esos humanistas, como asimismo a los místicos y a los santos, a quienes podemos agregar otra comunidad no rígida ni organizada, exaltada por Juan Larrea: los poetas, esa iglesia espiritual formada por juglares – joculares– no sujetos a dogmas, no reconocidos en el “mester de clerecía” y sin embargo actuantes en la comunidad, guardianes de su destino espiritual. Es por la poesía que los hombres sostienen todavía una cultura y un destino no puramente materiales, utilitarios o técnicos. El Espíritu sopla donde quiere. Esta convicción es muy fuerte en Larrea, y consolida su visión permanentemente relacionante de poesía, historia y religión.
Sobre este punto quiero añadir que, luego de haber leído Rendición de espíritu, obra a la cual me referiré, y de conversar sobre estos temas que por otra parte han desarrollado otros autores religiosos, empecé a descubrir hondas resonancias del pensamiento de Larrea en obras como El camino de Santiago de Alejo Carpentier, y la novela Pedro Páramo de Juan Rulfo. Consulté a Larrea sobre el particular y le di ocasión de explayarse en cartas que conservo y he publicado a medias. Estimo que Carpentier ha retomado el sentido judeocristiano de la Historia, agregando matices nietzscheanos y spenglerianos sobre la decadencia de Occidente, y que Rulfo hace algo más que insinuar la caída de Pedro y la pervivencia de Juan en su famosa novela Pedro Páramo.
En suma, el poeta vasco-navarro se movió siempre dentro de la tradición judeocristiana, aún acusando facetas críticas hacia los dogmas o las organizaciones. Gerardo Diego, que fue su amigo y compañero de los cursos de hebreo y de latín en la Universidad de Deusto, decía de él: “Larrea me superaba totalmente en cuanto a la fe cristiana.”
Larrea se dedica tempranamente a la lectura bíblica, y la historia se convierte también para él en un texto a ser descifrado a la luz de las Escrituras. Los textos bíblicos de los profetas, así como el texto del Apocalipsis de San Juan, pasan a ser sus lecturas predilectas.
Con relación a la posición hermenéutica de Larrea, mal comprendida por ciertos analistas, y por aquellos que pedían su destitución, traeré brevemente la opinión de un profesor de la universidad de Duke, Marcos Canteli, quien escribe el artículo “Larrea: una utopía melancólica”. Desconcertado ante el pensamiento del poeta, Canteli llama “utopía melancólica” a lo que considera una mezcla de posición reaccionaria y postura utópica, mostrando gran desconocimiento de la tradición simbólica judeocristiana y de toda tradición religiosa o teológica. Por supuesto juzgada desde la izquierda, la utopía sería un bien del socialismo, olvidándose que es en el judeocristianismo donde arraiga la concepción teleológica de la Historia con una forma determinada, que llegaría a su cumplimiento histórico y transhistórico en el final de los tiempos. Y dejándose de lado que Sir Thomas More, santo y mártir cristiano, inventó la palabra Uthopy, el no-lugar, para designar oblicuamente a América, de donde venían las noticias de Vespucci mediatizadas por el personaje de su obra, el marinero Hythtloday. América estaba lejos de ser el no-lugar, aunque el humanista la llamara así eludiendo a los inquisidores; por el contrario, para los humanistas América era el lugar, el buen lugar (por eso en nuestros trabajos propusimos el nombre de eutopía). Se olvida también que Hegel, el mayor filósofo de la Historia con que ha contado Occidente, despliega su sistema de ideas sobre este telón cultural de fondo.
Canteli, como otros, ignora todo esto. Se apoya en otro crítico que se ha ocupado de Larrea, Díaz de Guereñu, para afirmar que hay en Larrea un intento desesperado de recomponer el fracaso de la República española mediante el recurso a su aplicación en nuevas tierras. Por su parte José Luis Abellán habría calificado al de Larrea como “pensamiento delirante”, calificación que no rechazo aunque doy al delirio la significación positiva que le otorga María Zambrano. Canteli (que no me parece nada relevante sino que lo he tomado como ejemplo de particular incomprensión) acusa a Larrea de haber pasado del plano conceptual al plano mítico. Y efectivamente así es. El hombre religioso vive una atmósfera intramítica, como lo vemos en movimientos al modo del Islam, y esto se cumple también dentro del cristianismo, pero con una gran diferencia: la tradición de Cristo hace lugar al libre pensamiento, y esto es escándalo para los fanáticos, que llegan a considerar al cristianismo como una religión de débiles (Nietzsche) y en otros casos son inducidos a deserciones como la de René Guénon a favor del Islam.
Por último Canteli identifica al mito con el pensamiento reaccionario, apuntando al carlismo, el franquismo, el conservadurismo, de los cuales Larrea tomó explícita distancia. Larrea jamás podría ser tomado como un defensor del franquismo, al que otorgaba un carácter demoníaco representado por la guardia mora del caudillo: veía en este movimiento una proximidad al nazismo, al que también adjudicó el símbolo de la media luna.
Para Larrea, La espada de la Paloma era una de sus obras más importantes. Según su valioso exégeta Cristóbal Serra, se trataría – sin ignorarse aspectos más permanentes – de una requisitoria contra la Iglesia de Pedro. Sostiene que el Apocalipsis – obra aceptada en España como canónica antes de serlo en Roma – es un texto que, sin perder su carácter simbólico permanente, habría sido redactado contra el Obispo de Roma y en el tiempo de la crisis de Corinto. Allí Clemente el Romano habría recurrido al ejército para sofocar una rebelión de jóvenes diáconos, y desde allí la Iglesia se habría transformado en una Iglesia Romana, que según Larrea desplazó el Evangelio, condenó por herético al milenarismo, y desplazó a la mística. Larrea no se pronunció sobre el origen ibérico de los hebreos, como lo hiciera Oscar Ladislav de Lubicz-Milosz, pero sí esperaba y afirmaba la conversión del pueblo judío en el final de los tiempos.
Antonio de León Pinelo y «El Paraíso en el Nuevo Mundo»
Me parece muy importante la revaloración que hace Larrea de la obra de Antonio de León Pinelo El Paraíso en el Nuevo Mundo. Recordaré que los hermanos León Pinelo, Antonio, Juan y Diego, luminarias de la vida colonial, pertenecían a una familia portuguesa de judíos conversos, como –se sabe hoy- muchos de los peninsulares que vinieron desde España o Portugal al Río de la Plata y luego a Córdoba del Tucumán, donde nació el menor de los hermanos. Antonio estudió en Chuquisaca, donde se graduó de abogado, y en 1612 ya residía en Lima, con la familia. Tanto el padre como los hermanos menores tomaron luego la orden sacerdotal. Antonio de León Pinelo regresó a España, en 1622, y hasta su muerte en 1660 dedicó todas sus horas a escribir sobre el Nuevo Mundo, al que dio siempre este nombre. Produjo buena cantidad de obras, que lo califican como geógrafo, historiador, escritor y bibliógrafo. El Epitome es el catálogo fundacional de la bibliografía americana.
Entre esos tratados varios se destaca una obra singular, que participa de la historia, la geografía, la teología y la filosofía, titulada El paraíso en el Nuevo Mundo. Historia natural y peregrina de las Indias Orientales. Pinelo trabajó varios años en esta obra, cuyo manuscrito en dos volúmenes, según el Epitome debió parar en la biblioteca de Barcia. Se sabe que de esta curiosa obra llego a publicar el Índice y “aparato” en 1656, según Larrea, y esto ha dado origen a datos confusos sobre la publicación de todo el libro. No es el momento de hablar de la historia del manuscrito, cuya copia, existente en la Biblioteca del Palacio Nacional de Madrid, fue consultada por Juan Larrea, antes de su exilio en México, donde le dedicaría un extenso trabajo publicado en la revista España Peregrina[1]. Por su parte el erudito peruano Raúl Porras Barrenechea exhumó y publicó el texto[2] en 1943.
Para Juan Larrea es esta la obra más importante de Antonio de León Pinelo, y a su juicio, una obra admirable por su erudición, a la cual califica de poética y profética. El Paraíso en el Nuevo Mundo es un libro enciclopédico, fruto de eruditas investigaciones sobre la naturaleza, la prehistoria y las sociedades americanas, destinado a probar que el Edén bíblico se habría hallado, en un remoto pasado, en el centro de la América del Sur. León Pinelo realiza una prolija exégesis bíblica interpolada con un examen de restos arqueológicos hallados en México, Perú y otros sitios, hecho que de suyo significa una novedad hermenéutica, por la libertad con que el autor relaciona diversas fuentes. Luego, ya en tren de demostración, pasa a describir al continente americano, con barroca exhuberancia, añadiendo una nueva versión a la ya por entonces cuantiosa descripción de las Indias Occidentales. El Arca de Noé, construida en América, habría navegado de un continente a otro y así lo desarrollan el Libro Segundo y el que le sigue. El capítulo IV despliega la descripción de las naciones, monstruos, animales y figuras míticas de las Indias, a las cuales caracteriza con el adjetivo peregrinas. En el Libro V describe los ríos americanos.
Acompaña al libro un mapa ciertamente fascinante cuya copia me fue entregada por Juan Larrea el primer día en que lo visité en la ciudad de Córdoba. Cabe ahondar en el simbolismo de algunos elementos que caracterizan a este curioso mapa. En primer término se halla orientado de un modo anómalo, con lo cual las representaciones clásicas del mundo o planisferio resultan invertidas. Esto corresponde acaso a la idea del mundo de los antípodas, difundida en el Medioevo. También se dan nombres de las regiones y sus habitantes. La región correspondiente al Norte del Brasil, Colombia y Venezuela se rotula: Habitatio hominum y la costa del Pacífico Habitatio filiorum Dei. Es posible ver en esto un reflejo del viejo tema de las puertas de la tierra, una reservada a los hombres, otra a los dioses, tema que proviene del Antro de las Ninfas, pero es un tema que no hemos profundizado aún. Finalmente apuntaré que en las tierras del Perú figura dibujada el Arca de Noé, construida en el Mundo Nuevo para ser luego llevada al resto del planeta.
Juan Larrea, poeta penetrado de un espíritu auténticamente super-realista, y por ello capaz de aceptar realidades sobrenaturales que se superponen a las realidades históricas, es quien ha otorgado a la obra de León Pinelo su estatuto poético, más allá de la erudición con que ha sido construido. Lo notable en el poeta español es el modo casi natural con que acepta la imagen paradisíaca del Nuevo Mundo y la continúa. Sobre este planteo audaz del Paraíso en América practica una operación hermenéutica y poética: la extrae de su aparente condición de pasado, científicamente demostrable o no, y le devuelve su carácter mítico, intemporal, proyectándola al futuro. Aporta una justificación psicológica y teológica para esta razón imaginaria que viene a compensar –afirma- la indigencia terrenal del hombre, dando sentido a sus pasos en la historia:
Observa Larrea “…la clara inteligencia de León Pinelo y su tendencia al orden y a la clasificación recogió todos los datos concordantes que la tradición religiosa y los nuevos conocimientos le brindaban, sometiólos a una trabazón rigurosa agrupados en series de coincidencias acusadas por la necesidad de comprender el todo de un modo unitario” (p. 76)
“La mentalidad que pudiéramos llamar colonial que se produce en América a raíz de la conquista es resultado de idéntico proceso”, dice también Larrea, y llama a la obra de Pinelo “Libro de época trabajado con la esmeradísima perfección de una piedra preciosa” así como: “singular, extrañísimo Cantar de los Cantares”.Y sigue el poeta: “León Pinelo se recrea exaltando la hermosura de la naturaleza americana… se complace en reproducir aquellas noticias fantásticas, a todas luces imposibles, que a sus ojos consagran la divinidad, el carácter extranormal de su amada Ibérica. Algunos de los capítulos, en especial aquellos finales dedicados a la descripción de los cuatro grandes ríos, pudieran considerarse en cierto modo como los cantos de un poema erudito, la correspondencia, si se nos permite el recuerdo, de aquel Paraíso Perdido en que era directa materia poética lo que aquí es seca, desabrida erudición”. (p. 79)
Larrea justifica la utopía en la tensión inevitable que surge entre la temporalidad y la eternidad. “Los ojos nostálgicos del hombre dejan de volverse hacia atrás para mirar delante de él, en el sentido de su marcha que así se hace funcional, afirmativa y sin obstáculos. Bajo estos determinantes se plasma el mito de un mundo futuro más perfecto, el cual, cuando toma cuerpo en una realidad de orden material, asume la especie de tierra prometida…”Lo propio de la teología ortodoxa es la esperanza en un tiempo celestial y ultramundano, no así la fusión de lo celestial en lo terreno, que los humanistas ven plasmarse en el tiempo concreto de los hombres. Joaquín de Fiore había abonado ese tópico que impregnó la mentalidad de geógrafos y navegantes del siglo XV. Colón percibió esa atmósfera y la expresó en sus escritos, entre ellos el Libro de las Profecías, fundando de algún modo el realismo mágico americano. Será trabajo de escaldas, o sea de poetas, devolverle esa significación, nos dirá luego Carpentier.
Quiero subrayar hasta qué punto el surrealismo de Larrea le permite vivificar la eutopía americana de León Pinelo y anunciar la venida de la Ciudad Celeste en el tiempo histórico de América. Dice finalmente: “Estas consideraciones definen en verdad la forma y la sustancia del Paraíso en el Nuevo Mundo, obra, en primer lugar, nacida amorosamente de la necesidad intelectual de conocer; constituida, en segundo, por una intuición fundamenta, l racionalizada a posteriori. La intuición es el punto de partida y la médula; las precisiones materiales, el método y el aparato racional (serían) el hueso, la caparazón que la envuelve protegiendo su debilidad orgánica. Queda sentado que la intuición es el elemento psicológico que revela la presencia de la imaginación creadora. El Paraíso en el Nuevo Mundo. Historia Natural y Peregrina, tiene, por extraña que sea su forma, las características esenciales de una obra poética”)
Y sigue el poeta y hermeneuta bilbaíno: “El Paraíso que, según su visión particular se refiere a tiempos pasados, corresponde en realidad al futuro. Con lo que no hizo sino seguir el ejemplo del Descubridor que murió creyendo que había desembarcado en el continente antiguo. Su paraíso es en verdad un paraíso nuevo, apenas perceptible en la lontananza del hombre cuya conciencia ha dado media vuelta, la cual en vez de alejarse cada vez más de su perfección, va hacia ella, vencida la mitad del camino, endereza positivamente sus pasos. El mismo título de la obra de León Pinelo expresa a esta luz su realidad precisa. El Paraíso en el Nuevo Mundo, en el mundo situado más allá del antiguo, en la tierra de la nueva promesa, en América –Continens Paradisi- continente del Amor, continente que se singulariza en espera de su contenido”( …)“Las consecuencias que de ella se derivan coinciden por completo con las que arroja la intuición reinante en todas las repúblicas de América. (…) Es axiomático en el nuevo continente que sus tierras incuban el nacimiento de un mundo nuevo”
El poeta español contrasta el destino sobrenatural de América con “el contenido irremisiblemente bárbaro de la pretenciosa civilización occidental centralizada en el antiguo continente”. Como español, se sitúa entre los dos mundos (tal como igualmente se lo ve en su libro El surrealismo entre el Viejo y el Nuevo Mundo, 1944) ; en todo momento se entrega con pasión al anuncio de esa nueva realidad histórico- metafísica. Hasta el título de la obra de Pinelo y su insistencia en el adjetivo peregrino se le hace connatural a la condición peregrina de España, y a su destino histórico, expuesto en su obra Rendición de espíritu (1943). La misión histórica de España habría sido, a juicio de Juan Larrea, transmitir a América el espíritu, convertirla en “pueblo bíblico” destinado a protagonizar la última etapa de la historia, marcada por la redención. Además, Larrea pone su atención en el aspecto autobiográfico de la obra, escrita desde la nostalgia del indiano que ha regresado a España, y afirma: “No deja Pinelo, como es lógico, de situarse a sí mismo en América, evocando los días felices que allí pasó, siempre que puede incorporar su personal testimonio al cuerpo de doctrina”.
Con esta memoria personal, evocada desde la ausencia, se refuerza un tema capital en cierta línea de las letras americanas, cual es la poetización desde el exilio, practicada antes por el Inca y después por jesuitas expulsados como Rafael Landívar, o bien por viajeros extranjeros como Alejandro de Humboldt, o por quienes habitaron América en la infancia y la rememoran en otra lengua, como lo hizo Guillermo Enrique Hudson. En todos ellos se expresa de algún modo la eutopía americana, que resurge con fuerza en la novelística del siglo XX. América, con sus problemas y contradicciones, se constituye como mito que ha vertebrado la gran literatura hispanoamericana.
Córdoba, marzo 2012
GRACIELA MATURO. Nació en Santa Fe, pero parte de su vida transcurrió en Mendoza. Escritora, estudiosa de las letras, catedrática universitaria. Investigadora Principal del Consejo Nacional de Investigaciones (CONICET). Ejerció las cátedras de Introducción a la Literatura y Teoría Literaria en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Nacional de Buenos Aires y ocupa actualmente la de Literatura Iberoamericana en la Universidad Católica Argentina. Fundó en 1970 el Centro de Estudios Latinoamericanos. Dirigió las revistas Azor (Mendoza, 1960-1965) y Megafón (San Antonio de Padua-Buenos Aires, 1975-1989), y la colección “Estudios Latinoamericanos” editada por Fernando García Cambeiro. Integra el Centro de Estudios Filosóficos “Eugenio Pucciarelli” de la Academia Nacional de Ciencias y colabora en revistas especializadas de Argentina, Chile, Colombia, Venezuela y otros países. Su obra publicada, que se extiende a más de treinta libros, ha merecido varias distinciones. Abarca la poesía, el ensayo y la investigación literaria.